Read La Guerra de los Enanos Online
Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman
Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico
En ese instante, se percató, como una súbita revelación, de que las ominosas brumas le devolvían la mirada, la observaban. Desvió presta los ojos y, parapetada en el halo protector que le brindaba el colgante, guió a Caramon hasta el único mueble que pudo atisbar.
—Siéntate aquí —le indicó—; apoya la espalda. Había instalado al hombretón en el suelo, haciendo que se reclinara en una adornada escribanía de madera, que se le antojó vagamente familiar. Al verla, afloraron a su recuerdo unas imágenes lacerantes y supo que la había visto en circunstancias poco halagüeñas. Pero, preocupada como estaba, no se detuvo a reflexionar.
—Caramon, ¿por qué yace inconsciente tu hermano? —indagó en un murmullo apenas audible—. ¿Acaso le ma...? —No pudo concluir.
—¿Qué me dices de Raistlin? —inquirió él a su vez. Se contrajeron sus desencajadas facciones, alarmado hasta lo inimaginable—. ¿Dónde estás, Raist? —vociferó, dispuesto a levantarse pese a su absoluta desorientación.
—¡No te muevas! —le espetó la sacerdotisa, en un acceso mezcla de cólera y miedo, al mismo tiempo que presionaba su hombro con mano firme.
El guerrero entornó los ojos, retorcidos los labios en una mueca que, por unos segundos, le otorgó una expresión similar a la de su gemelo.
—No, no lo maté si te referías a eso —contestó, ribeteadas sus palabras de amargura—. ¿Cómo iba a hacerlo? Lo último que oí fue tu voz invocando a Paladine, y el mundo se sumió en la oscuridad. Mis músculos se agarrotaron, la espada se desplomó sin que lograra sujetarla. Luego...
Crysania había dejado de escucharle. Obsesionada por la figura que se arrebujaba en el suelo a escasa distancia, volvió a arrodillarse a su lado. Tras aproximar el Medallón al macilento semblante, introdujo su palma bajo el embozo a fin de sentir el palpito en la garganta y, reconfortada, alzó a su dios una muda plegaria.
—Está vivo —anunció al inquieto Caramon—. Mas, en ese caso, ¿qué le ocurre?
—Explícamelo tú —la imprecó el gladiador, entre áspero y temeroso—. Yo estoy ciego.
La dama se ruborizó, azotada por un repentino sentimiento de culpabilidad, y procedió a enumerar los síntomas.
—No es nada grave —dictaminó el hombretón encogiéndose de hombros, vacía su voz de emociones—. El encantamiento le ha agotado, más aún si, como tú misma afirmaste, ya estaba débil desde el principio. La proximidad de los dioses, aunque ignoro qué puede significar, le enfermó, y este hecho retrasará su recuperación. No es la primera vez que le sucede. Recuerdo que cuando utilizó el Orbe de los Dragones antes de dominar su manejo también quedó sin energías para sostenerse de pie. Tuve que prestarle mis brazos.
Enmudeció, perdido en las sombras, sereno aunque pesaroso.
—No podemos hacer nada por él —declaró tras una breve pausa—. Debe descansar; es la única medicina eficaz contra su mal.
Se produjo un nuevo silencio, en el que ambos se concentraron en sus propias cavilaciones.
—Hija Venerable, ¿puedes curarme? —preguntó al fin el hombretón. Su tono quedo compensó lo abrupto de su demanda.
—Me temo que no —repuso la sacerdotisa, ardientes sus pómulos—. Debió de ser mi hechizo lo que provocó tu ceguera.
Una vez más revivió en su memoria la escena en la que el robusto gladiador, armado con su ensangrentado acero, arremetió contra Raistlin resuelto a traspasarlo, a segar también su vida si osaba interferirse entre ambos.
—Lo lamento —se disculpó, tan exhausta que incluso sentía náuseas—. El pavor, el más hondo desaliento, se adueñaron de mí y me impulsaron a actuar de manera irreflexiva. Pero no debes preocuparte —añadió—. El efecto no es permanente. Se disipará con el tiempo.
—Comprendo —asintió Caramon—. ¿Hay alguna luz en esta sala? Dijiste que tenías una.
—Sí, la del Medallón —corroboró la dama.
—En ese caso, te ruego que eches una ojeada y me informes de todo cuanto llame tu atención.
—Pero Raistlin...
—Olvídate ahora de él —espetó el hombretón a su oponente, en tono imperioso—. Vuelve junto a mí y otea el panorama. ¡Vamos, obedece! Nuestras vidas, y también la suya, pueden depender de lo que me reveles. Fíjate bien en todos los detalles, hemos de averiguar dónde estamos.
Al posar sus ojos en las tinieblas, renacieron los temores de la sacerdotisa, quien, abandonando al nigromante en contra de su voluntad, fue a sentarse al lado de Caramon.
—Apenas distingo nada fuera del radio de acción de la alhaja —confesó, a la vez que sostenía en alto el refulgente disco—. Al espiar la cámara me asalta la sensación de haberla visto antes, de haberla visitado, mas no atino a localizarla. Hay varios muebles dispersos, quemados y rotos como si se hubiera declarado un incendio, y montones de libros en absoluto desorden. Atisbo asimismo una escribanía de madera, que es donde tú estás apoyado y la única pieza que se conserva en perfectas condiciones. Me resulta familiar, con sus bellas tallas repujadas representando toda suerte de criaturas extrañas.
Se interrumpió desconcertada, indecisa, ansiosa por recordar.
El guerrero tanteó con la mano el suelo y comentó:
—Palpo una alfombra sobre la roca.
—Sí, la hay... o la hubo. Está hecha jirones; parece como si la hubieran devorado.
Calló, de pronto, al percibir una diminuta criatura que huía precipitadamente del halo de claridad.
—¿Qué pasa? —indagó su interlocutor.
—Acabo de descubrir quién ha roído la alfombra —contestó Crysania con una risa nerviosa—: las ratas. Mientras hablaba, una de ellas se ha ocultado en un rincón. En el muro opuesto se perfila una chimenea —continuó—, que no ha sido utilizada durante años a juzgar por las telarañas que la envuelven. Lo cierto es que la sala está repleta de urdimbres similares.
La voz no le respondía. Repentinas visiones de arañas caídas del techo, de roedores que acometían sus indefensos pies la sumieron en convulsiones y la impulsaron a recogerse en su maltrecha túnica alba. Además, el desnudo hogar tuvo la virtud de acrecentar la sensación de frío que la atenazaba.
Al notar el temblor de su cuerpo, el gladiador esbozó una sonrisa y asió su mano para, con una fuerza que procedía de sus entrañas, inducirla a la cordura.
—Hija Venerable —susurró, tranquilo—, si no hemos de enfrentarnos más que a unos cuantos animalillos podemos considerarnos afortunados.
En los tímpanos de la sacerdotisa volvió a resonar el aullido de terror que profiriera su compañero durante el sueño, un grito hijo, ahora, de su imaginación, pues él se hallaba encerrado en su mutismo. Recapacitó que, estando ciego, su espanto no dejaba de ser singular.
—¿Por qué vociferabas antes? —se atrevió a inquirir—. Debiste de haber oído o sentido algo.
—«Sentido» es el término adecuado —confirmó el guerrero—. Anidan entes hostiles en este lugar, Crysania, espectros que nos contemplan. Rezuman odio. Dondequiera que hayamos venido a parar, nos hemos introducido en su mundo y acusan nuestra intrusión. ¿No recibes tú sus señales?
La sacerdotisa se concentró en las sombras, en aquella nebulosa que les miraba persistente. A eso se refería Caramon, era innegable que alguien se agazapaba en el manto de negrura y, cuanto más empeño ponía ella en descubrir su identidad, mayor era el realismo que asumía. No se trataba de una sola criatura. Pese a su invisibilidad, advirtió que eran varias y que aguardaban su oportunidad detrás del círculo luminoso del Medallón. Tal como había apuntado Caramon, destilaban sentimientos adversos y, peor aún, la sacerdotisa tomó conciencia de la ola maléfica que la cercaba por todos los flancos. Ya había experimentado algo semejante en otra ocasión, en...
Contuvo el aliento; y el guerrero se dio cuenta.
—¿Qué sucede? —exclamó, sobresaltado.
—Sst —siseó ella—. Ya sé dónde estamos.
Él nada dijo, pero giró la faz hacia aquellos ojos que sustituían los suyos.
—En la Torre de la Alta Hechicería de Palanthas —aseveró la dama en un murmullo.
—¿En la morada de Raistlin? —El gladiador exhaló un suspiro de alivio.
—Sí y no —titubeó Crysania—. Sin duda éste es el aposento que conocí, su estudio, mas su aspecto ha cambiado, como si nadie lo habitase desde hace siglos. ¡Ya lo tengo, Caramon! Raistlin me anunció que me llevaría a un tiempo en el que no existían los clérigos. Y no puede ser otro que la época que medió entre el Cataclismo y las guerras posteriores. Antes...
—Antes de que él regresara a fin de reclamar la exclusiva propiedad de la Torre —terminó el humano por ella—. Eso significa que la maldición todavía pesa sobre la mole, Hija Venerable, que nos hallamos en el único recinto de Krynn donde el Mal reina a su antojo, sin cortapisas. Nuestro viaje nos ha llevado al rincón más temido de cuantos pueblan la faz del mundo, donde ningún mortal osa internarse a causa del Robledal de Shoikan, su escudo protector, y los seres siniestros que alberga. ¡Me produce escalofríos pensar que nos hemos materializado en el seno de la perversidad!
Crysania vislumbró unos rostros lívidos que, inesperadamente, se dibujaron a su alrededor sin atravesar la aureola creada por la gema. ¿Acaso los habían invocado las palabras del hombretón? Aquellas cabezas desprovistas de cuerpo la contemplaban con pupilas vidriosas, selladas por la muerte años atrás; flotaban en el frío aire y abrían la boca en anticipación al placer que había de proporcionarles la sangre cálida, viva.
—Caramon, ahora distingo sus semblantes con absoluta nitidez —farfulló, apretujándose contra el fornido humano.
—Yo sentí el contacto de sus manos —explicó el aludido mientras, sobreponiéndose a sus propios espasmos, atraía a la mujer, deseoso de prestarle cobijo—. Me atacaron, y su roce congeló mi piel. Ése fue el motivo de mis llamadas de auxilio.
—¿Por qué no se han manifestado en todo este rato? ¿Qué les impide agredirnos ahora?
—Tú, Crysania —aseveró él—. Eres una sacerdotisa de Paladine, y estos engendros han surgido de la malignidad. Nacidos a través de un conjuro, carecen de poder para lastimarte.
La dama estudió el disco de platino que sostenía. La luz irradiaba aún de su superficie, pero su fulgor se apagaba a ojos vistas y, al percatarse, recordó con una punzada de culpabilidad a Loralon, el clérigo elfo. No podía sustraerse a aquellas frases que pronunciara, augurando que sólo cuando la oscuridad la cegara nacería en su alma la auténtica percepción.
—Soy una sacerdotisa —apostilló al parlamento del guerrero, sin acertar a disimular su desasosiego—, mas mi fe es imperfecta. Estos espectros adivinan mis dudas, mi flaqueza. Una criatura tan fuerte como Elistan podría luchar contra ellos, yo no. Mi luz se extingue, Caramon —agregó, absorta en las intermitencias del Medallón.
Guardó unos minutos de silencio, en los que oteó a aquellas pálidas faces en su lento, inexorable acercamiento, y se encogió bajo el abrazo del corpulento hombretón.
—¿Qué podemos hacer? —le consultó.
—¡No me preguntes eso, estoy ciego y desarmado! —se revolvió él, agónico, cerrando los puños.
— ¡Calla! —le ordenó Crysania aferrada a su brazo, posados los ojos en las espeluznantes figuras—. Parecen adquirir nuevas energías al oír tus lamentos de impotencia. Quizá se alimenten del miedo, al igual que los moradores del Robledal de Shoikan. Dalamar así me lo contó.
El gladiador inhaló una bocanada de aire. Su piel brillaba a causa del abundante sudor, vibraban sus vísceras con inusitada violencia.
—Tenemos que despertar a Raistlin —sugirió la mujer.
—No servirá de nada —la previno el agitado guerrero—. Incluso podría ser contraproducente.
—¡Intentémoslo al menos! —se obstinó ella, mostrando firmeza pese a que la aterrorizaba la idea de avanzar un solo paso bajo tan abrumador escrutinio.
—Actúa con cautela, muévete despacio —le aconsejó Caramon.
La soltó y la sacerdotisa, escudada en el Medallón y sin apartar la mirada de los hijos de las tinieblas, se aproximó al mago. Posó la mano en la aterciopelada hombrera de su túnica y le invocó, con toda la vehemencia que la situación permitía.
—¡Raistlin! —dijo una y otra vez, zarandeándolo.
No obtuvo respuesta, fue corno tratar de resucitar a un cadáver. Al asaltarle tal pensamiento, espió de nuevo a las acechantes figuras y se preguntó si se proponían matar al hechicero. Después de todo, no existía en este tiempo. El Amo del Pasado y del Presente aún no había regresado para enseñorearse de la Torre, su legítima propiedad.
¿O acaso se equivocaba en sus cálculos? No podía estar segura. Insistió en llamar al yaciente y, mientras lo hacía, espió sin tregua a los seres de ultratumba. A medida que se difuminaba la luz, los espectros cerraban el círculo en torno a sus proyectadas víctimas.
—¡Fistandantilus! —vociferó, aunque se dirigía a Raistlin.
— ¡Buena idea! —la felicitó el gladiador—. Estoy persuadido de que reconocen ese nombre. ¿Qué ocurre ahora? Percibo un cambio.
—¡Se han detenido! —constató Crysania, quebrado el aliento—. Se han inmovilizado, y es a él al que examinan.
—Retrocede —la apremió Caramon, acuclillándose—. Manténte alejada de mi hermano, y aparta la luz de su semblante. Deben visualizarlo tal como lo conciben en las tinieblas.
— ¡No! —se revolvió la dama enfurecida—. ¿Has perdido el juicio? En cuanto le prive del resplandor de la alhaja, lo devorarán.
—Es nuestra única posibilidad de sobrevivir.
Se lanzó el humano sobre la sacerdotisa y, aunque tuvo que hacerlo a ciegas, le favoreció el hecho de que Crysania no estaba preparada para esta reacción. Tras sujetarla con sus colosales manos, la arrancó del lado de Raistlin y la arrojó al suelo. Cayó entonces encima de su frágil cuerpo, tan aplomado que casi la aplastó.
—¡Caramon! —suplicó ella sin resuello—. ¡Lo despedazarán!
Entabló un frenético forcejeo con su aprehensor, pero a éste no le resultó difícil inmovilizarla.
En medio de su trifulca no desasió el Medallón, que, más opaco a cada instante, permaneció suspendido de su cadena. Al estirar el cuello, la sacerdotisa comprobó que Raistlin estaba envuelto en brumas , privado del halo salvador.
—¡Caramon, libérame! ¿No comprendes que van a acabar con él? —ordenó.
Pero el guerrero, imperturbable, rehusó aflojar su garra e incluso la presionó más contra el suelo. Se leía en sus facciones una creciente angustia que, aunque devastadora, no menoscabó su determinación. Tenía la piel fría, los músculos agarrotados y tensos.