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Authors: Marcos Aguinis

La gesta del marrano (6 page)

—¿Debería comulgar? —barruntó Diego sólo por descubrirle una punta al enigma.

Su padre movió los hombros para aflojar su espalda. Estaba tenso y quería mostrarse relajado.

—¿Comulgar? No. Por ahí no va lo que quiero transmitirte. La hostia se desliza desde tu boca al estómago, del estómago al intestino, de ahí a la sangre, al resto de tu cuerpo. Pero yo no te hablo de la hostia, ni de la comunión, ni de los ritos, ni de algo que se incorpora desde afuera. Hablo de la presencia ininterrumpida de Dios en tu persona. Hablo de Dios, del Único.

Diego frunció las cejas. Francisco también. ¿Qué cosa nueva o secreta pretendía insinuar con eso?

—¿No me entiendes? Hablo de Dios, el que cura, da consuelo, da luz, da vida.

—Cristo es la luz y la vida —recitó el muchacho—. ¿Me estás diciendo eso, papá?

—Hablo del Único, Diego. Piensa. Mira hacia dentro. Conéctate con lo que te habita desde antes de nacer. El Único… ¿Comprendes ahora?

—No sé.

—Dios, el Único, el Todopoderoso, el Omniscente, el Creador. El Único, el Único —repitió con énfasis.

A Diego se le enrojecía el rostro. Estaba tendido en la cama y su padre sentado. Ambos muy tensos. La figura del padre le parecía gigantesca no sólo por el desnivel, sino porque lo forzaba a un razonamiento penoso. Don Diego alisó sus bigotes para dejar más libres los labios y adoptó la postura de quien va a recitar. Con voz lenta y abovedada pronunció unas palabras sonoras:


Shemá Israel, Adonai Elohenu, Adonai Ejad.

A Francisco le recorrió un temblor. Sólo reconocía la palabra Israel. ¿Era una fórmula mágica? ¿Tenía relación con la brujería?

Don Diego tradujo con unción:

—«Escucha Israel, el Señor nuestro Dios, el Señor es Único.»

—¿Qué quiere decir?

—Su significado ya está inscripto en tu corazón.

El misterio estaba por aclararse. La nube hinchada y violeta que ocultaba al sol iba a estallar. Algunas de sus gotas perlaban ya la frente de Diego.

—Durante muchos siglos esta breve frase ha sostenido el coraje de nuestros antepasados, hijo. Sintetiza historia, moral y esperanza. La han repetido bajo persecuciones y durante los asesinatos. Ha resonado entre las llamas. Nos une a Dios como una irrompible cadena de oro.

—Nunca la he escuchado.

—La has escuchado; por supuesto que la has escuchado.

—¿ En la iglesia?

—En tu interior, en tu ímpetu —extendió ambos índices para marcar el ritmo—. Escucha, Diego. «Escucha Israel»... Escucha, hijo mío: «Escucha Israel» —ahora susurraba—. Escucha, hijo mío. Escucha, hijo de Israel. Escucha.

Diego se incorporó azorado.

El padre le apoyó sus manos sobre el pecho, suavemente, y lo obligó a recostarse.

—Ya vas entendiendo.

Suspiró. Su voz era más íntima.

—Te estoy revelando un gran secreto, hijo. Nuestros antepasados han vivido y han muerto como judíos. Pertenecemos al linaje de Israel. Somos los frutos de un tronco muy viejo.

—¿Somos judíos? —una mueca le deformó la cara.

—Así es.

—Yo no quiero ser... no quiero ser eso.

—¿Puede el naranjo no ser naranjo?, ¿puede el león no ser león?

—Pero nosotros somos cristianos. Además —se le falseó la voz—, los judíos son pérfidos.

—¿Somos nosotros pérfidos, acaso?

—Los judíos mataron a nuestro Señor Jesucristo.

—¿Yo lo maté?

—No —se le dibujó una sonrisa forzada—. Claro que no. Pero los judíos...

—Yo soy judío.

—Los judíos lo mataron, lo crucificaron.

—¿Tú lo mataste? Tú eres judío.

—¡Dios y la Santísima Virgen me protejan! ¡No, por supuesto que no! —se persignó horrorizado.

—Si no fuiste tú ni yo, es evidente que «los judíos», que «todos los judíos», no somos culpables. Además, Jesús era tan judío como nosotros. Me corrijo, Diego: era quizá más judío que nosotros porque se educó, creció y predicó en ciudades manifiestamente judías. Muchos de quienes lo adoran, en verdad aborrecen su sangre, aborrecen la sangre judía de Jesús. Tienen boñiga en el entendimiento: odian lo que aman. No logran ver cuán cerca está de Jesús cada judío por el solo hecho de pertenecer a su mismo linaje y su misma historia plagada de sufrimientos.

—¿Entonces, papá, nosotros... quiero decir, los judíos, no lo matamos?

—Yo no he participado ni de su arresto, ni de su juicio, ni de su crucifixión. ¿Has participado tú?, ¿o mi padre?, ¿o mi abuelo?

Meneó la cabeza.

—¿Te das cuenta de que levantaron una atroz calumnia? Ni siquiera el Evangelio lo afirma. El Evangelio dice que «algunos» judíos pidieron su ajusticiamiento, pero no «todos»: porque si no, hijo mío, habría que incluir a los apóstoles, a su madre, a María Magdalena, a José de Arimatea, a la primera comunidad de cristianos. ¿También son ellos unos criminales irremediables? ¡Qué absurdo!, ¿verdad? A Jesús, al judío Jesús lo arrestó el poder de Roma, que sojuzgaba a Judea. Fueron los romanos quienes lo torturaron en sus calabozos, en los mismos calabozos donde torturaban a cientos de otros judíos como él y como nosotros, Los romanos inventaron la corona de espinas para burlarse del judío que pretendía ser Rey y liberar a sus hermanos. La muerte por crucifixión también la inventaron ellos y en la cruz no sólo murió Jesús y un par de ladrones, sino miles de judíos desde antes que Jesús naciera y hasta mucho después de su muerte. Un romano le clavó su lanza en el costado derecho y soldados romanos echaron suertes para repartirse sus ropas. En cambio fueron judíos quienes lo descendieron piadosamente de la cruz y le brindaron decorosa sepultura. Fueron judíos quienes recordaron y difundieron sus enseñanzas. Sin embargo, Diego, sin embargo —hizo una larga pausa—, no se machaca que «los romanos», «los romanos y no los judíos» escarnecieron y mataron a Nuestro Señor Jesucristo. No se persigue a los romanos. Ni se exige limpieza de sangre romana.

—¿Por qué esa saña contra los judíos, entonces?

—Porque les desespera nuestra resistencia a someternos.

—Los judíos no aceptan a nuestro Señor.

—El fondo del conflicto no es religioso. Ellos no anhelan nuestra conversión. No. Eso sería fácil. Ya han convertido a comunidades judías enteras. En verdad, Diego, luchan por nuestra desaparición. La quieren por las buenas o por las malas. Tu bisabuelo fue arrastrado de los cabellos a la pila bautismal y después lo atormentaron porque cambiaba su camisa los días sábados. Tuvo que abandonar España a la fuerza. Pero no se resignó. Llevó consigo la llave de su antigua residencia y le grabó una llamita de tres puntas.

—¿Qué significa?

—Es una letra del alfabeto hebreo: la
shin
.

—¿Por qué esa letra?

—Porque es el comienzo de muchas palabras:
Shemá
, «escucha»;
shalom
, «paz». Pero, sobre todo, es la primera letra de la palabra
shem
, que significa «nombre». Y sobre todos los nombres existe el
Shem
, el «Nombre». Es decir, el inefable Nombre de Dios. El
Shem
, el Nombre, tiene infinito poder. Sobre eso han realizado muchos estudios los cabalistas.

—¿Quiénes?

—Los cabalistas. Yate explicaré, Diego. Lo esencial, ahora, es que tengas conciencia de la decisión profunda que hemos tomado muchos judíos. La decisión de seguir existiendo, aunque sea mediante la conservación de unos pocos ritos y tradiciones.

Diego lo miraba confundido. No podía absorber ese aluvión de datos y argumentos; sólo podía asombrarse. Francisco tampoco entendía. Ambos estaban perplejos. Diego desde la cama y Francisco desde su escondite. Las palabras de su padre eran un terremoto.

—Pero' somos católicos —Diego se resistía a soltarse—. Somos bautizados. Yo hice mi confirmación. Vamos a la iglesia, confesamos. Somos católicos, ¿no?

—Sí, pero a la fuerza. Nada menos que San Agustín dijo algo como esto: «si somos arrastrados a Cristo, creemos sin desear creer, y sólo se cree cuando se llega a Cristo por el camino de la libertad, no de la violencia». A nosotros nos han aplicado y nos siguen aplicando la violencia. El efecto es trágico: aparentamos ser católicos por fuera para sobrevivir en la carne, y somos judíos por dentro para sobrevivir en el espíritu.

—Es terrible, papá.

—Lo es. Y lo ha sido para tu bisabuelo y para tu abuelo. Y lo es para mí. ¿Qué pretendemos? Simplemente, que nos dejen ser lo que somos.

—¿Qué debería hacer para... para convertirme en judío?

Su padre rió suavemente.

—No necesitas hacer nada. Ya eres judío. ¿No oyes por ahí que nos califican de «cristianos nuevos»? Te contaré nuestra historia, hijo. Es una historia admirable, rica, dolorosa. Te explicaré la llamada
ley de Moisés
[9]
, la que Dios entregó a nuestro viejo pueblo en el monte Sinaí. Te explicaré muchas tradiciones hermosas que confieren a esta vida dura una enorme dignidad.

Apoyó sus manos en las rodillas, para levantarse.

—Ahora descansa. Y no reveles a nadie nuestro secreto. A nadie.

Miró el vendaje, lo palpó suavemente y arregló las almohadas que elevaban la pierna.

Francisco permaneció en el piso, acurrucado, hasta que llamaron a almorzar.

9

La Academia de los naranjos funcionaba por las tardes, cuando cedía el calor de la siesta. Fray Isidro llegaba puntualmente y ocupaba su sitio junto a la amplia mesa de algarrobo instalada en el patio. Frotaba sus grandes ojos y se sacaba de la frente un ralo mechón de cabello gris. Acomodaba sus útiles y emitía el suspiro de una vejiga pinchada. Con paciencia aguardaba que sus alumnos tomaran ubicación.

Como cuadraba a la enseñanza, el maestro pretendía ser terrible —sus ojos le ayudaban—, pero no lograba ocultar su innata ternura. Simulaba enojarse cuando alguno se distraía. A veces le desbarataban el plan de clase. No solía darse por enterado, les hacía preguntas sencillas o mechaba con una anécdota para despertar su interés. Cuando le agotaban la paciencia —había que ser perseverante para conseguirlo— y no le quedaba otro recurso que azotar o irse, empezaba a imitar la voz de Isabel y Francisco. Después ya nadie se salvaba: ni la recatada madre, ni Diego, ni Felipa, ni Lucas, ni los vecinos ni siquiera el respetado padre. La primera vez que lo hizo paralizó de asombro. Era impactante que su seria y enjuta figura se transformara en bufón.

A principios de febrero llegó temprano, apenas concluyó la misa. Era la primera vez que venía a esa hora. No traía útiles de enseñanza. Una exagerada palidez confería a sus ojos insoportable dureza. Pidió reunirse con el licenciado. «Perentoriamente», exclamó. Francisco aprovechó para contarle que había conseguido traducir otro verso de Horacio: se lo podía mostrar ahora. El religioso forzó una sonrisa y lo empujó suavemente hacia un lado.

—Tengo que hablar con tu padre.

—Sí, mi padre ya viene —insistió—; leo mientras esperamos, quiero decirle.

El fraile no estaba con ganas de concentrarse. Aldonza lo invitó al recibidor y le ofreció chocolate. Agradeció el convite, pero ni bebió, y ni siquiera se sentó. Cuando apareció el médico se abalanzó prácticamente sobre él. Lo aferró del brazo y susurró unas palabras a la oreja. Ambos se alejaron hacia el fondo de la casa. La atmósfera se había tensado.

El fraile movía las manos con inusual nerviosismo. El alboroto de los pájaros en el naranjal di sonaba con la angustia que envolvía al anciano maestro. Diego Núñez da Silva lo escuchaba con pasmo.

Al regresar, Aldonza volvió a ofrecerle chocolate, pero el religioso se excusó con un gesto y salió rápidamente, cabizbajo, apretando con ambas manos el crucifijo.

La apacible mañana estalló en movimientos. Aldonza —instruida lacónicamente por su marido— ordenó preparar arcones, cofres y cajas: limpiarlos, distribuirlos, después guardar en ellos, cuidadosamente, todos los objetos. «¿Han oído? Todos los objetos. Desarmen los muebles grandes y átenlos de tal forma que ocupen el menor espacio posible.»

Núñez da Silva salió a visitar los enfermos, tal como lo hacía cada mañana, y retornó para el almuerzo. Cuando se sentaron a la mesa distribuyó el pan, aguardó que sirvieran el guisado y dijo que les transmitiría una importante noticia:

—Dejamos esta ciudad.

No podía ser otro el motivo de la súbita locura que corría por los dormitorios, el comedor, el patio, el recibidor, la cocina. ¿Por qué nos vamos?, ¿por qué tanto apuro? El padre comía lentamente, como de costumbre (¿o comía así con esfuerzo, para transmitir serenidad?). Untaba la salsa de su plato mientras explicaba que este cambio sería beneficioso para la familia: hacía mucho que él lo estaba planificando, casi esperando (¿mintió?). Llegó la oportunidad: esta noche partía un convoy hacia el Sur y convenía aprovecharlo.

—¡¿Esta noche?! —exclamaron al unísono Isabel y Felipa.

—Además —agregó con énfasis, decidido a bloquear el pánico—, nos gustará el nuevo hogar: nos mudarnos a Córdoba.

—¿Córdoba? —repitió Francisco, asombrado.

—Así es. Una pequeña y deliciosa población rodeada por suaves serranías y cruzada por un río apacible. Más tranquila que esta San Miguel de Tucumán amenazada por la jungla, los calchaquíes y las crecientes. Viviremos mejor.

Francisco preguntó si se parecía a la Córdoba de sus antepasados. Respondió que sí, por eso su fundador le había impuesto el nombre.

Felipa preguntó cuánto duraría el viaje.

—Unos quince días.

Isabel no escuchaba. Con el mentón hundido sobre el pecho, se sacudía en forma rítmica y contenida. Su madre le rodeó los hombros. Entre hipos y desborde de lágrimas carraspeó:

—¿Por qué... por qué nos vamos? Esto es una huida.

Aldonza le secó las mejillas, dulcemente, y le cerraba los labios.

A Francisco le irritó la falta de seso de su hermana. Y le irritó su falta de interés por la legendaria ciudad de sus antepasados. Al mismo tiempo, comprendía que ella tenía razón, que dejaban para siempre Ibatín y que lo hacían con demasiado apuro. Se le anudó la garganta.

Felipa también se puso a llorar. El único que permanecía calmo era Diego. ¿Qué sabía Diego? Desde su accidente empezó a mantener largas charlas con el padre; lo acompañaba en sus recorridas médicas; de noche leían juntos en el cuarto privado. ¿Qué sabía, pues, Diego?

—¿Por qué no nos vamos con el próximo convoy? —Francisco pretendió ofrecer la propuesta que aliviaría a todos.

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