Más tarde surgieron entre los ingleses leyendas sobre la batalla. La más famosa concierne al joven Príncipe de Gales, Eduardo el Príncipe Negro, quien estaba en la batalla y en el combate aunque sólo tenía dieciséis años. La leyenda dice que el contingente que se hallaba nominalmente al mando del Príncipe Negro lo estaba pasando mal y fue enviado un mensajero al rey Eduardo para pedir apoyo de tropas.
Pero cuando Eduardo se enteró de que su hijo no estaba herido y aún combatía, envió de vuelta al mensajero con la noticia de que no habría ayuda. «Que el muchacho se gane sus espuelas» (esto es, su condición de caballero), dijo. El príncipe Eduardo obtuvo la victoria y, en efecto, fue hecho caballero por su padre en el campo de batalla.
Pero no es en modo alguno probable que haya algo de verdad en esta historia, pues de hecho hubo escasos combates caballerescos en la batalla y los hombres de armas ingleses tuvieron poco trabajo.
Del lado francés, se hallaba combatiendo Juan, rey de Bohemia, cuyo placer era la guerra y que no sólo luchaba por sí mismo, sino también como mercenario al servicio de otros. El rey francés Carlos IV se había casado con la hermana de Juan, y el hijo de Felipe VI se había casado con la hija de Juan. Había, pues, un vínculo matrimonial con el anterior rey de Francia y con el siguiente, por lo que no cabe sorprenderse de que Juan de Bohemia luchase del lado francés.
Pero lo sorprendente era que combatiese activamente pese a que tenía cincuenta años y estaba ciego desde hacía diez. Insistió en que sus seguidores lo llevasen a lo más recio de la batalla para participar en ella. Descargó golpes con su espada al azar, hasta que fue muerto. Surgió la leyenda de que el mismo Príncipe Negro había dado muerte al viejo ciego y se había apoderado del penacho de Juan (tres plumas de avestruz) y de su lema caballeresco: «Ich dien» («sirvo»).
Toda esta historia es dudosa. ¿En lo más recio de qué combate? El ciego Juan probablemente fue derribado por una flecha, y el príncipe Eduardo seguramente nunca estuvo cerca de él. (Y en todo caso, ¿qué mérito había en matar a un ciego?) La madre del Príncipe de Gales tenía entre otros títulos el de condesa de Ostrevant («pluma de avestruz»), y hay una expresión galesa que es «Eich dyn», que significa «Contempla al hombre». Estas, más que el rey ciego, son las fuentes posibles del penacho y el lema.
La Batalla de Crécy fue una de las batallas decisivas de la historia del mundo. Hizo de Inglaterra (no de Inglaterra sólo como parte del Imperio Angevino) una gran potencia militar, posición que mantuvo durante largo tiempo, aunque a veces penosamente. Señaló el comienzo del fin del ejército feudal medieval y demostró que el caballero con armadura era ya inútil en la batalla, gracias al desarrollo de nuevas armas para los soldados de infantería.
Esto no significa que los jinetes no fuesen de ninguna utilidad. Aún tenían la ventaja de la movilidad. No podían luchar apropiadamente contra infantes armados, pero si dos grupos de éstos estaban trabados en combate, un escuadrón de Jinetes que cargase contra el flanco o la retaguardia del enemigo podía hacer un daño decisivo. Ello significaba, pues, que las batallas debían ser libradas por combinaciones de diferentes clases de combatientes y que un buen general tenía que saber cómo y cuándo hacer uso de cada clase. Eduardo lo sabía, y éste era su gran talento innato. Los franceses no iban a aprenderlo en casi un siglo.
Precisamente porque los franceses no comprendieron lo que había ocurrido desde el punto de vista de la teoría militar, el efecto inmediato de la batalla de Crécy fue destruir la moral de los combatientes franceses. La victoria de los ingleses era incomprensible para ellos. ¿Cómo unos pocos infantes de bajo nacimiento podían haber ganado una victoria tan aplastante sobre la flor y nata de la caballería francesa? Los ingleses parecían tener algo sobrehumano, y los franceses se acobardaron ante ellos. Casi no se libró ninguna batalla importante durante cerca de un siglo en la que los franceses no estuviesen ya semiderrotados aun antes de que se arrojase una flecha.
Los exultantes ingleses, por su lado, tampoco comprendieron siempre los hechos militares de la cuestión. Prefirieron aceptar la halagüeña suposición de que un inglés valía tanto como diez franceses y en adelante libraron sus guerras con ese supuesto. Mientras los franceses creyeron también esto, las cosas marcharon bien para los ingleses, pero los franceses se liberaron antes que los ingleses de ese error. Con el tiempo, fueron los franceses quienes aprendieron a hacer uso del siguiente nuevo avance en la técnica militar, y esto fue fatal para las esperanzas imperiales inglesas.
La peste negra
Pese a la abrumadora victoria de Crécy, Eduardo no estaba en condiciones de pensar siquiera en conquistar Francia y convertirse en su rey por la fuerza. Francia era demasiado grande y su ejército demasiado pequeño. En verdad, su principal preocupación era llevar de vuelta sano y salvo a Inglaterra a su ejército, y dejar alguna base mejor en las cercanas regiones costeras de Francia, para usarla en futuras invasiones.
Por ello, marchó a esa parte de Francia que es la más cercana a Inglaterra, donde está el puerto francés de Calais. En septiembre de 1346, al mes de la gran victoria, Calais fue puesta bajo sitio.
Ahora apareció uno de los beneficios de la batalla de Crécy. El rey de Francia, paralizado por lo que le había ocurrido y con su caballería muerta, no fue capaz de intentar ninguna acción para ayudar a los acosados ciudadanos de Calais. Los ingleses dominaban la región y todas las tierras cercanas de la ciudad. Sin nada que temer de los franceses, se asentaron sin prisa en el país enemigo y esperaron la rendición.
Sólo después de diez meses de asedio Felipe pareció dispuesto a hacer algo. Reunió como pudo otro ejército y marchó hacia Calais. más para entonces los ingleses se habían fortalecido, las costas estaban dominadas por los barcos ingleses y a los soldados franceses no les llenaba de júbilo tener que enfrentarse con el temido Eduardo. El ejército francés se alejó nuevamente y abandonó Calais a su destino.
Calais se rindió en agosto de 1347. Eduardo, colérico por la larga resistencia de la ciudad, pensó en hacer una matanza indiscriminada con sus habitantes. Pero sus oficiales pusieron objeciones. Le dijeron que si lo hacía, los mismos ingleses vacilarían en ofrecer una firme resistencia contra posibles sitiadores franceses en el futuro, por temor a ser tratados de acuerdo con ese precedente. La reina Felipa agregó sus ruegos en defensa de los ciudadanos de Calais, y fueron perdonados.
Pero Eduardo expulsó a la mayoría de la población y la reemplazó por ingleses, convirtiendo a Calais en una ciudad que, durante dos siglos, iba a servir como base inglesa en Francia.
Pero el ejército de Eduardo estaba agotado y ya no podía más. La invasión de Francia había costado a Eduardo 400.000 libras, una suma enorme para aquellos días, y, con gloria o sin ella, los ingleses querían tener paz. Eduardo, pues, acordó una tregua con Felipe y retiró su ejército de Francia. Retornó a Inglaterra, que estaba ebria de júbilo, mientras Felipe, en una insoportable humillación, trataba de hacer frente al descontento de sus súbditos.
Pero una vez que llegan los desastres, llegan en legión. Francia había sufrido un desastre marítimo en la batalla de Sluis y un desastre mucho peor en tierra, en la Batalla de Crécy. Ahora llegó un desastre peor que cualquiera de éstos, peor que ambos juntos, peor que cualquier daño que pudiesen infligir los ejércitos medievales; algo que puso no sólo a Francia, sino también a Inglaterra y a toda Europa bajo un terror mucho mayor que el que pudiera originar cualquier ejército. Era la peste.
La peste es esencialmente una enfermedad de roedores y se difunde de un roedor a otro por medio de las pulgas. Pero de tanto en tanto, cuando las pulgas difunden la enfermedad a roedores tales como las ratas domésticas, que viven muy cerca de los seres humanos, la enfermedad también se propaga entre los hombres. A veces afecta a los nódulos linfáticos, particularmente de la ingle y las axilas, hinchándolas hasta convertirlos en dolorosos «bubones», de donde el nombre de «peste bubónica». A veces son atacados los pulmones («peste neumónica»), y esto es aún peor, pues entonces el contagio se produce de una persona a otra por el aire, sin la necesidad de la intervención de ratas ni pulgas.
En algún momento de la década de 1330, una nueva cepa del bacilo de la peste hizo su aparición en alguna parte de Asia central, cepa a la que los seres humanos eran particularmente vulnerables. Los hombres empezaron a morir, y mientras Eduardo y Felipe libraban su trivial batalla sobre quién gobernaría Francia, el burlón espectro de la muerte se acercó velozmente a Europa. Por la época de la caída de Calais, la peste había llegado al mar Negro.
En Crimea, la península que penetra en el mar Negro central septentrional, había un puerto llamado Kaffa, donde los genoveses habían establecido un puesto comercial. En octubre de 1347, una flota de doce barcos genoveses logró volver a Génova desde Kaffa. Los pocos hombres de a bordo que no estaban ya muertos se hallaban moribundos, y así entró la peste en Europa Occidental. A principios de 1348, estaba en Francia, y a mediados de 1348 había llegado a Inglaterra,
A veces se cogía una forma suave de la enfermedad, pero muy a menudo atacaba virulentamente. En este último caso, el enfermo casi siempre moría de uno a tres días después de aparecer los primeros síntomas. Como las fases extremas de la enfermedad se caracterizaban por manchas hemorrágicas que se volvían oscuras, la enfermedad fue llamada la «peste negra».
En un mundo que desconocía la higiene, la peste negra se propagó inconteniblemente. Se cree que mató a 25 millones de personas en Europa antes de desaparecer (más porque todas las personas vulnerables habían muerto que porque se hiciese algo para detenerla), y muchas más aún en África y Asia. Alrededor de un tercio de la población de Europa murió, y quizá más, y pasó siglo y medio antes de que la procreación natural restaurase la población europea al nivel que tenía por la época de la batalla de Crécy. Fue el mayor desastre que golpeó a la humanidad en la historia de que se tiene registro.
Sus efectos a corto plazo se señalaron por el abyecto terror que inspiró al populacho. Parecía que el mundo estaba llegando a su fin, y todos estaban sobrecogidos de temor. Un repentino escalofrío o vértigo, un sencillo dolor de cabeza, podía significar que la muerte se cernía sobre uno y sólo tenía veinticuatro horas de vida.
Ciudades enteras quedaron despobladas; los primeros en morir quedaron insepultos, mientras los sobrevivientes iniciales huían, difundiendo la enfermedad allí adonde llegaban. Las granjas quedaron sin atender; los animales domésticos (que también murieron por millones) deambularon sin nadie que cuidase de ellos. Naciones enteras (Aragón, por ejemplo) quedaron tan afectadas que nunca se recuperaron realmente. Las bebidas destiladas (bebidas alcohólicas producidas destilando el vino y elaborando, así, una solución alcohólica más fuerte que la creada por la fermentación natural) habían aparecido en Italia alrededor del 1100. Ahora, dos siglos más tarde, se hicieron populares. Surgió la teoría de que beber mucho actuaba como una medida preventiva contra el contagio. No era cierto, pero disminuía la preocupación del bebedor, lo cual ya era algo. La peste del alcoholismo se instaló en Europa en competencia con la peste negra, y subsistió después que desapareció ésta.
Todo el mundo sufrió, y más, claro está, quienes vivían en barrios populosos. Las ciudades sufrieron más que el campo y, en verdad, la gradual urbanización de Occidente recibió un frenazo del que no se recuperó en un siglo. Las comunidades monásticas también fueron particularmente golpeadas, y en algunos aspectos, la calidad de la vida monástica nunca se recobró.
Hasta los más encumbrados eran vulnerables a la enfermedad. En 1348 y 1349, tres arzobispos de Canterbury murieron de la peste. En la capital pontificia de Aviñón, murieron cinco cardenales y cien obispos. Una hija de Eduardo III, Juana, que estaba en camino hacia Castilla para casarse con el hijo del rey Alfonso XI, murió de la peste en Burdeos, antes de llegar a su destino. Y, en Castilla, murió el rey Alfonso. En Francia, murió la esposa de Felipe, Juana de Borgoña.
El populacho aterrorizado tenía que entrar en acción, No sabiendo nada de la teoría de los gérmenes ni del peligro de las pulgas, incapaz de mantenerse limpio en una cultura más bien recelosa de la limpieza por considerarla mundana, no podía hacer nada útil. Pero podía hallar un chivo expiatorio, y para eso siempre estaban disponibles los judíos.
Surgió la teoría de que los judíos habían envenenado deliberadamente las fuentes para destruir a los cristianos. El hecho de que los judíos muriesen de la peste al igual que los cristianos no fue tenido en cuenta para nada, y se hizo con ellos una implacable matanza. Por supuesto, ello no contribuyó en nada a disminuir el flagelo.
Contemplada desde una perspectiva más amplia, la peste negra (que reapareció a intervalos —aunque nunca tan desastrosamente— después de que la primera epidemia se extinguiera en 1351) destruyó el optimismo medieval del siglo XIII. Puso una especie de penumbra en el mundo y alimentó el crecimiento de un misticismo fatalista que tardaría en disiparse.
También contribuyó a destruir la estructura económica del feudalismo. Nunca había habido un excedente de mano de obra en los campos ni en las ciudades, pero con la devastación causada por la peste (que fue más violenta entre los humildes que entre la aristocracia), se produjo una repentina y aguda escasez. Los gobiernos promulgaron leyes salvajes para impedir que los siervos y los artesanos aprovechasen el súbito aumento del valor de sus músculos y habilidades, pero ninguna ley podía contrarrestar los hechos económicos de la vida.
Los siervos que se percataban de las gran necesidad que había de sus servicios regateaban un mejor tratamiento y mayores privilegios, y a menudo los obtenían. Los artesanos cobraban mayores precios. Precios y salarios aumentaron y a las dificultades producidas por la guerra y la peste se sumaron las de los trastornos y la inflación económicos.
Bajo el doble golpe de la batalla de Crécy y de la peste negra, la base misma del feudalismo, tanto militar como económica, fue destruida. En Europa Occidental, tenía que morir. Llevó todavía un tiempo, pero no podía sobrevivir a la crisis de mediados del siglo XIV; sólo quedaba la cuestión de cuánto tiempo tardarían los seres humanos en darse cuenta de que había muerto.