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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía

La espada encantada (14 page)

BOOK: La espada encantada
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—¡Padre! —gritó Ellemir, y empezó a correr en dirección a la litera. Damon la sostuvo, reteniéndola para que no se arrojara sobre su padre. Las maldiciones se interrumpieron, como si alguien hubiera cerrado un grifo.

—Calista, niña... —La voz sonaba ronca por el dolor.

—Ellemir, padre... —murmuró ella. Ahora ya habían logrado apoyar la litera en el suelo, y Damon vio que la curadora se abrí! paso entre los apiñados sirvientes. Dijo, con voz tensa:

—Retírense, esto es asunto mío. Domna —dirigiéndose ¿Ellemir—, tampoco es lugar apropiado para ti.

Ellemir no prestó atención a la mujer, y se arrodilló junto al herido. Éste hizo una mueca que pretendía pasar por una sonrisa,

—Bien,
chiya
, aquí estoy —musitó, mientras sus cejas sí retorcían—. Sin embargo, debí haber traído más hombres.

Damon, mirando por encima del hombro de Ellemir, descubrió en el rostro del hombre las marcas de una larga lucha contra el dolor y contra algo peor. Algo como el miedo. Aunque como nadie había observado jamás el miedo reflejado en el rostro de Esteban-Gabriel-Rafael Lanart, lord Alton, no podían estar seguros de cómo se vería el miedo en ese rostro sombrío y controlado...

—Vete ahora, niña. Las escenas de batalla y sangre... no son apropiadas para una doncella. Damon, ¿eres tú? Pariente, llévate a la niña de aquí.

Y además, no puedes maldecir mientras ella permanezca aquí
, pensó Damon irónicamente, observando cómo Dom Esteban se mordía los labios, y conociendo sus férreos prejuicios. Puso una mano sobre el hombro de Ellemir cuando la curadora se arrodilló junto a lord Alton, y al cabo de un momento la joven permitió que la alejara, de allí.

Damon echó un rápido vistazo al patio. Vio que Dom Esteban no era el único herido; ni siquiera el más grave. Dos hombres ayudaron a desmontar a otro y lo condujeron hasta el banco de piedra que estaba en el centro, donde lo tendieron cuan largo era. Tenía una pierna envuelta con una venda rústica, empapada en sangre; a Damon se le revolvió el estómago al pensar en lo que debía ocultar el vendaje.

Ellemir, pálida pero consciente de sus actos, estaba dando rápidas órdenes para que trajeran agua caliente, vendas de lino, almohadones.

—La sala de guardia es demasiado fría —dijo a Dom Cyril, el viejo
coridom
o mayordomo jefe—. Llévalos al Gran Salón; haz traer camas de la sala de guardia. Allí los atenderán con más comodidad.

—Buena idea,
vai domna
—contestó el anciano, y se acercó al que mandaba la Guardia (ahora que Esteban no estaba más allí) al
seconde
u oficial jefe de la Guardia de Armida. El hombre se llamaba Eduin. Era de escasa estatura, hombros anchos y cara de halcón, y una larga herida sangrante proporcionaba ahora un aspecto salvaje a sus facciones. La manga de su túnica aparecía desgarrada en varias partes.

—... ¡invisibles! —Lo oyó decir Damon—. Sí, sí, sé que parece imposible, pero lo juro, no se les veía hasta que morían y entonces... bien... entonces aparecían de la nada. Señor, juro que es verdad. Oíamos cómo se movían, observábamos las huellas que dejaban en la nieve, veíamos cómo sangraban...!pero no estaban
allí
—El hombre temblaba al recordarlo, y su rostro estaba mortalmente pálido bajo las manchas de sangre seca—. Si no hubiera sido por el
vai dom
—dijo el nombre de Dom Esteban en su propio dialecto montañés, llamándolo
Istvan
—, de no haber sido por lord Istvan, estaríamos todos muertos.

—Nadie duda de ti —le tranquilizó Damon adelantándose para coger al hombre de un brazo, ya que parecía a punto de desplomarse—. Yo mismo me topé con ellos al cruzar las tierras oscuras. ¿Cómo escapaste? —
No como yo, huyendo y abandonando a mis hombres a la muerte.
De repente, el desagrado por sí mismo y por su propia cobardía se alzó en él, provocándole náuseas. Por un momento le pareció que se ahogaba. Ante la explicación de Eduin, se obligó a tranquilizarse y escuchar.

—No estoy seguro. Llevábamos los caballos de las bridas y de repente todos ellos se espantaron, encabritándose. Mientras yo trataba de controlar al mío, se produjo un... un
aullido
, y Dom Istvan tenía la espada desenvainada, y la sangre fluía por ella. Y el hombre-gato simplemente... se
materializó
en el aire y cayó muerto. Después vi que Marcos caía con el cuello segado, y oí que Dom Istvan gritaba: «Usad los oídos». Caradoc y yo nos pusimos espalda contra espalda y empezamos a barrer el aire con las espadas. Hubo una especie de siseo, y yo dirigí la espada contra el punto de donde procedía, y el filo se hundió, y allí apareció esa cosa, ese gato, que agonizaba sobre la nieve y yo... de algún modo destrabé la espada y seguí atacando a cualquier sonido que oía. Era como luchar de noche... —Cerró los ojos como si por un momento se hubiera quedado dormido de pie—. ¿Puedo tomar algo, lord Damon?

Damon quebró la extraña parálisis que lo invadía. Los criados corrían por el patio con recipientes de agua caliente, mantas, vendas, jarras humeantes. Le hizo señas a uno de ellos, preguntándose quién habría tenido la buena idea de pedir una infusión de
firi
caliente a esta hora. Sirvió una taza y se la acercó a Eduin. El hombre engulló el licor caliente como si fuera el vino aguado de un banquete, y se quedó temblando.

—Ve al Gran Salón, hombre; allí atenderán mejor tus heridas —dijo Damon. Pero Eduin sacudió la cabeza.

—Yo no he sufrido mucho daño, pero Caradoc... —hizo un gesto en dirección al hombre de barba castaña que yacía con los puños apretados sobre el banco de piedra—. Tiene una herida en la pierna. —Se acercó a su amigo y se agachó sobre él.

—Lord Alton... —masculló Caradoc entre sus dientes apretados—. ¿Está con vida? Oí su grito cuando le alcanzaron.

—Está vivo —le informó Damon, y Eduin puso una taza del fuerte licor sobre los labios de Caradoc. El hombre lo tragó ansiosamente, y Eduin murmuró en voz baja:

—Lo necesitará cuando lo traslademos. Dame una mano, vai dom. Todavía tengo fuerzas para ayudar a llevarlo, y prefiero hacerlo yo y no dejárselo a los criados; él recibió el golpe que me estaba destinado.

Con tanto cuidado como pudo, Damon ayudó a Eduin a sostener el gran peso de Caradoc y a trasladarlo hasta el Gran Salón. Caradoc gemía y mascullaba, casi delirando, como si el licor ingerido hubiera disminuido su control. Damon lo oyó murmurar:

—Dom Esteban luchaba con los ojos cerrados... mató a una docena de ellos... muchos de los nuestros habían muerto, pero ellos tenían más bajas... oí cómo huían, no los culpo, yo también quería huir, pero uno de ellos lo alcanzó, el Dom cayó sobre la nieve... estábamos seguros de que había muerto... hasta que empezó a maldecirnos... —La cabeza de Caradoc le cayó sobre el pecho y el soldado quedó inconsciente entre los dos que lo sostenían.

Con ayuda de Damon, Eduin acomodó con cuidado a su camarada en uno de los catres de campaña que con prisas habían situado en el salón, y lo cubrió tiernamente con mantas tibias. Rehusó ayuda para él cuando Dom Cyril le ofreció vendas y ungüentos, alegando que apenas estaba herido.

—... pero Caradoc se desangrará hasta morir si alguien no se ocupa de él. ¡Ayúdenlo! ¡Yo hice lo que pude, pero no fue suficiente, allí en medio del frío!

—Haré cuanto pueda —aseguró Damon apretando los dientes.

Se sentía enfermo, pero al igual que todos los Guardias del Comyn que tenían destacamentos a su mando, por pequeños que fuesen, había seguido un sólido entrenamiento en técnicas hospitalarias de campaña; tal vez era más experto que la mayoría, ya que sus deficiencias como esgrimista le habían indicado que debía desarrollar alguna capacidad especial para equilibrar sus déficit. Por el rabillo del ojo observó que Andrew Carr entraba en el Gran Salón y que contemplaba con perplejidad y horror la sangrienta escena. Captó un destello de pensamiento:
Espadas y cuchillos, en qué clase de sitio he aterrizado
; después lo olvidó por completo.

—La curadora está con Dom Esteban, pero esto no puede esperar. Dom Cyril, écheme una mano con estos vendajes.

Durante la siguiente hora no tuvo aliento para pensar en Andrew Carr, ni siquiera en Calista. Caradoc tenía una herida en la pantorrilla y otra en la parte superior del muslo de la cual, a pesar del rústico torniquete que le había aplicado Eduin, todavía seguía manando sangre. Era difícil contener la hemorragia, la herida se encontraba en un lugar incómodo para un vendaje apretado: uno de los grandes vasos sanguíneos de la ingle había sido cercenado. Finalmente pensó que al fin se cerraba, y se dispuso a coser la herida de la pantorrilla —un trabajo complicado que siempre lo descomponía—, pero cuando terminó de hacerlo, otra vez manaba sangre de la herida de la ingle. Miró al hombre con amargura, pensando,
otra deuda más con los condenados gatos
, y ante la mirada implorante de Eduin, sacudió negativamente la cabeza.

—No puedo hacer nada más,
com'ii
. Es una mala herida.

—Lord Damon, tienes entrenamiento de la Torre. He visto a la
leronis
curar heridas peores que ésta con su gema. ¿No puedes hacer nada? —le rogó Eduin. Se había negado a todos los intentos de hacerlo comer, o descansar o abandonar a su amigo aunque fuera por un momento.

—Oh Dios —masculló Damon—. No tengo la habilidad ni la fuerza... es un trabajo delicado. Podría detener su corazón, matarlo...

—Inténtalo, por favor —rogó Eduin—. De todos modos morirá en pocos minutos si no puedes detener la hemorragia.

No, maldición
, deseaba decir Damon.
Déjame en paz, he hecho todo lo que he podido...

Caradoc no huyó de los hombres-gato. Probablemente salvó la vida de Esteban. Gradas a él Ellemir no es huérfana en este momento. ¿Está vivo? ¡Ni siquiera he tenido un momento para ir a verle!

—Lo intentaré —aceptó de mala gana—. Pero no esperes demasiado. Sólo hay una posibilidad entre mil.

Con gestos tensos, escarbó buscando la gema que pendía de su cuello, y la extrajo.
Ahora debo hacer el trabajo de una hechicera
, pensó con amargura.
Leonie dijo que, de haber nacido mujer, habría sido Celadora...

Observó la piedra azul, concentrándose con furia en el control de los campos magnéticos. Lenta, lentamente, concentró su incrementada sensibilidad psicológica cada vez más profunda hasta el nivel molecular y más allá, percibiendo el pulso de las células sanguíneas, el agitado corazón...
cuidado, cuidado
... Por un instante su mente se fundió con la del hombre inconsciente, un leve remolino de temor y agonía, una debilidad creciente a medida que la preciosa sangre vital manaba... más y más al interior, hasta llegar a las células, a las moléculas... al vaso sanguíneo cercenado, roto, la hemorragia, la presión...

Presión, ahora, dirigida sobre el vaso cercenado... fuerza psi telequinética, para unir, unir... células que se cierran; cuidado, no detengas el corazón, llega sólo hasta ahí.

...Sabía que no había movido ni un músculo, pero se sentía como si hubiera introducido las manos en el cuerpo del herido, y aferrara con fuerza la arteria cercenada. Sabía que estaba deteniendo la hemorragia con pura energía...

Con un largo suspiro, se retiró.

—Creo que la hemorragia ha cesado —observó Eduin.

Damon asintió, exhausto.

—Durante una hora o así, evita moverlo —aconsejó roncamente—, hasta que el tejido esté lo bastante fuerte como para resistir. Pon bolsas de arena alrededor de él para impedir que se mueva sin querer. —Una vez detenida la hemorragia, la herida no era demasiado grave—. Mal lugar, pero podría ser peor. Un centímetro más allá, y hubiera resultado castrado. No dejes que se mueva ahora, y mejorará. En nombre del infierno, hombre, levántate. ¿Qué estás haciendo...?

Eduin había caído de rodillas. Murmuró la fórmula ritual:

—Hay una vida entre nosotros,
vai dom
.

—Muy pronto deberé pasar por un trance en el que necesitaré un par de hombres valerosos como vosotros dos —dijo agudamente Damon—. ¡Ahorra tus fuerzas para entonces! Ahora, maldito seas, si no vas y te procuras un poco de comida y descanso, te daré un golpe y me sentaré encima tuyo. Vete,
teniente
... ¡es una orden!

—Dom Istvan... —murmuró Eduin, atontado.

—Yo me ocuparé de averiguar lo que le ocurre. Tú ve, y que te atiendan esa herida —ordenó Damon, y miró a su alrededor, concentrándose otra vez. Ellemir, con el rostro pálido, seguía supervisando la colocación de camas y mantas para los heridos, y la alimentación de los heridos leves. La curadora seguía sentada junto a Dom Esteban. Damon se acercó lentamente a ella y advirtió, como si su cuerpo no le perteneciera, que se balanceaba al caminar.
Ya no tengo práctica en estos menesteres, maldita sea.

La curadora levantó la cabeza ante la pregunta de Damon.

—Está durmiendo; no responderá a ninguna pregunta hasta mañana. La estocada ha pasado cerca de los riñones, pero creo que tiene alguna herida en la espina dorsal. No puede mover las piernas en absoluto, ni siquiera un dedo del pie.
Podría
ser resultado del shock, pero me temo algo peor. Cuando se despierte... bien, o estará perfectamente o se pasará el resto de la vida paralizado de cintura para abajo. Las heridas en la médula no se curan.

Damon se alejó de la curadora aturdido, sacudiendo lentamente la cabeza. Muerto, no. Pero si de verdad tenía las piernas paralizadas, casi hubiese sido mejor que hubiera muerto. No envidiaba en absoluto a quien tuviera que comunicar al formidable anciano la noticia de que debía dejar en otras manos el rescate de su hija.

¿En manos de quién? ¿En las mías?
Damon advirtió, conmocionado, que desde que se había enterado de que Esteban vivía, había esperado que su pariente mayor —quien, después de todo, era el padre de Calista, su pariente más cercano, y que por lo tanto estaba obligado a vengar cualquier herida o deshonor que se le hubiera infligido a la joven— estaría en condiciones de hacerse cargo de la tarea. Pero nada había ocurrido como esperaba.

La tarea seguía correspondiéndole a él... y al terráqueo, Andrew Carr.

Se volvió con resolución y salió del Gran Salón para ir en busca del extranjero.

7

¿Qué clase de mundo es éste, de todos modos? Espadas y cuchillos... bandidos, batallas, secuestros.
Carr había visto a los heridos, pero en seguida había comprendido que sólo servía de estorbo, que sus anfitriones no tenían tiempo para dedicárselo a él en este momento, y se había retirado al primer piso, al cuarto que le habían asignado. Se había sentido mal por no ofrecer ayuda, pero el lugar estaba atestado de gente y todos ellos sabían mejor que él cómo actuar. Decidió que lo mejor que podía hacer era quitarse de en medio.

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