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Authors: Pauline Gedge

Tags: #Histórica

La dama del Nilo (66 page)

BOOK: La dama del Nilo
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Su sonrisa era una mueca repulsiva, una parodia de su risa fácil.

Ella no respondió sino que permaneció inmóvil y siguió observándolo hasta que él y los guardias desaparecieron entre los gruesos árboles que bordeaban el agua.

Jamás volvió a salir de caza.

La implacable reorganización de Tutmés siguió adelante. Tahuti fue perdonado gracias a sus conocimientos, pero se le relegó al cargo de Subtesorero, mientras el salvaje Minmose, con sus ruidosas carcajadas y sus modales toscos, fue nombrado Tesorero. May se convirtió en Portador del Abanico Real de la Mano Derecha del Rey. Los Portadores de Abanico de Hatshepsut fueron despedidos y ella lamentó profundamente la pérdida de esos dos hombres que siempre caminaron junto a ella meciendo las plumas color escarlata sobre su cabeza coronada. Encomendó esa tarea a sus criadas pero siguió caminando con arrogante desdén, a pesar de tener que exhibir ese nuevo emblema de humillación pública, pues era un cargo que siempre se asignaba a varones. Nakht, el conductor de carros que jamás había perdido una carrera, se convirtió en Mensajero Real de Tutmés, y las ruedas de bronce de su vehículo recorrieron a toda velocidad el país, sirviendo a ese faraón cuya inflexible mirada se dirigía siempre al norte, hacia Rethennu y más allá todavía. De pronto, los salones de los ministerios comenzaron a llenarse de hombres de aspecto aguerrido, los secuaces de la época en que Tutmés militaba en las filas del ejército, y en Tebas comenzaron a correr rumores de guerra.

Hatshepsut empezó a huir de ese palacio que se había vuelto tan inhóspito para ella. Solía cruzar el río a primera hora de la mañana y transitar sola por la avenida que conducía a su templo, entre la mirada serena e indiferente de esas esfinges que no reconocían en ella la imagen de su creadora. Luego ascendía por las rampas y deambulaba por las capillas seguida por los sacerdotes que aún la veneraban, dejando que la paz y la belleza inmutables de los atrios rodeados de pilares la consolaran.

Nunca se detuvo a leer su propia biografía ni Jade Senmut. Las palabras se encontraban talladas para siempre en su alma en ardientes jeroglíficos. No necesitaba que ninguna pintura le recordara quién era ni de dónde procedía. Tutmés o no Tutmés, ella seguía siendo Dios y siempre lo sería. Mientras caminaba bajo la sombra verde de sus árboles de mirra y hundía sus dedos en los estanques sagrados, le pareció que Senmut avanzaba a su lado, y que sus fuertes brazos aguardaban con impaciencia el momento de abrazarla.

Qué rápido ha pasado el tiempo, pensó Hatshepsut, contemplando desde las terrazas la cinta plateada y candente del río. Si parece que fue apenas ayer que me abrí paso entre los cañaverales y lo vi allí, parado, con su lienzo de tela ordinaria, la cabeza rapada y mi lanza en la mano. ¡Mi pequeño sacerdote
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! Mañana lo veré de nuevo, caminando y conversando con Ineni mientras tratan de resolver juntos algún problema inesperado. Pasado mañana vendrá a mí y celebraremos juntos; y me servirá vino y me rodeará el rostro con las dulces y azules flores del loto. ¡Gran Erpa-ha, príncipe de Egipto para toda la eternidad!

Recuerdo haber pensado en una oportunidad que sólo dos cosas me importaban: el pueblo y el poder. Pero estaba en un error. Pues detrás del pueblo y el poder se ocultan dos misterios mucho más grandiosos. El Dios. Y el amor de Senmut.

EPILOGO

Después de veinte años de luchar para llegar al poder, de luchar para gobernar, de luchar para conservar lo que era suyo, ya ni siquiera hacía falta que pensara, y las tinieblas de la inutilidad amenazaban con devorarla. Habría sido mucho mejor —pensó Hatshepsut al escuchar el silencio—que mis días hubiesen terminado junto a Senmut, bajo el cuchillo asesino, en un estallido de sangre y de miedo súbito.

En la tenue luz de la lámpara, la puerta de su dormitorio se abrió de golpe. Su hijastro irrumpió en la habitación mientras, a sus espaldas, el guardia farfullaba corteses protestas. Pero Tutmés le cerró la puerta en las narices y se adelantó. Su cuerpo resplandecía con los aceites perfumados de la fiesta y sus ojos estaban rodeados de kohol. La cruz egipcia que colgaba sobre su pecho lanzaba destellos dorados en la penumbra y sobre su cabeza se alzaban los símbolos de la realeza: la cobra y el buitre. Se detuvo junto al lecho, las manos apoyadas sobre sus angostas caderas y ella aguardó.

—Hace frío aquí —dijo Tutmés—. ¿Dónde están tus criadas?

—Como bien sabes, sólo me queda una para la noche y dos para el día. Me has despojado hasta de mis escribas y de mi fiel Nofret. ¿Qué quieres?

—Hablar de Kadesh. ¿Estabas dormida?

—Casi. Últimamente me cuesta mucho conciliar el sueño. ¿Qué pasa con Kadesh? ¿Acaso vienes a pedirme consejo? —su tono era cáustico, pues hacía mucho que Tutmés no se lo pedía.

—No. Pero el representante diplomático y su séquito han decidido partir mañana… muy ofendidos y con los ánimos sumamente caldeados. Así que pronto deberé ir tras ellos.

—¿Habrá guerra?

—Habrá guerra.

—Entonces eres un rematado idiota. ¿No te basta que nuestras fronteras hayan sido consolidadas y la paz reine en nuestras tierras? ¿Por qué no puedes quedar satisfecho con incursiones ocasionales de saqueo para conseguir esclavos y con un par de expediciones de castigo?

—No. Ha llegado el momento de demostrar a nuestros enemigos que Egipto es el centro del mundo. Me propongo construir un imperio del que todos los hombres hablen hasta el fin de los tiempos. A fin de cuentas, soy soldado. Tú misma te ocupaste de que lo fuera.

—Sí, es verdad. Pero para comandar a las fuerzas siguiendo mis órdenes, para que cumplieras con mis deseos. No importa lo que hagas, arrogante Tutmés, no puedes ocultar el hecho de que me arrebataste el trono.

De pronto él se inclinó sobre Hatshepsut, con sus ojos negros echando chispas.

—¡No me hables tú de traición, usurpadora! Durante veinte largos años conservaste mi corona sobre tu hermosa cabeza. Pero ahora, finalmente, yo soy el más fuerte y he tomado lo que me pertenece desde que murió mi padre. He capitaneado a tu ejército en Rethennu y en Nubia. Cumpliendo tus órdenes, caí sobre Gaza con toda la fuerza de mis tropas y me apoderé de ella. Ahora conduzco mi propio ejército para mis propios fines. Pues yo soy el faraón. ¡Yo!

Se fulminaron mutuamente con la mirada, temblando y a punto de seguir lanzándose palabras ofensivas, pero Hatshepsut se incorporó y le colocó una mano en la mejilla. Tutmés sonrió y se sentó junto a ella en la cama.

—Hemos tocado este punto infinidad de veces —comentó ella— y siempre terminamos de nuevo en el principio. Me estoy volviendo vieja para proseguir con semejante lucha sin cuartel. Esta noche abandoné la fiesta porque mi hija, tu frívola y tonta esposa, rehusó dirigirme la palabra. ¡A mí! ¡La Diosa de las Dos Tierras! ¡Ojalá Neferura viviera todavía!

—Bueno, ¡pero lo cierto es que está muerta! —le replicó con dureza, y ambos quedaron en silencio—. Con respecto a Kadesh —comenzó a decir nuevamente—, pienso montar muy pronto una campaña de gran envergadura. Estaré lejos de Egipto durante algunos meses…

Como Tutmés vaciló, Hatshepsut aprovechó para mediar.

—¿Y quién tomará las riendas del gobierno mientras dure tu ausencia? ¿Tu casquivana esposa?

—Tebas es una ciudad llena de consejeros y administradores capaces y leales —dijo pausadamente—. Pero una cosa te aseguro, querida tía—madre: tú no meterás ni un solo dedo en las cuestiones de Estado. ¿Me has entendido?

—Por supuesto que te he entendido. Pero dime, querido sobrino—hijo: ¿quién podría manejar el país mejor que yo?

—Me estás dificultando mucho las cosas. No puedo llevarte conmigo y tampoco puedo dejarte aquí, pues sé bien que, tan ciertamente como Ra se eleva triunfante cada mañana, a mi regreso encontraría que mis visires han sido despedidos y tú te has instalado nuevamente en mi trono. Basta, Hatshepsut, termina de una vez. Has vivido como ninguna reina lo ha hecho antes que tú. Has exprimido a fondo los frutos del poder. Has paladeado la gloria de los dioses, pero sigues llena de codicia. Lo he visto en tus ojos. Lo veo en este preciso instante: un brillo que me habla de la esperanza de que yo desaparezca y las cosas vuelvan a ser como lo deseas. Pero eso ya no podrá ser. El traidor Senmut ha muerto. No queda nadie que te encadene las muñecas a un reino que jamás fue tuyo. Basta de tretas, tía—madre; basta de secretos y de intrigas.

Hatshepsut lo golpeó en la boca.

—Debería haber puesto fin a tu vida cuando tuve oportunidad de hacerlo —le dijo con furia—, pero me opuse a ello. Habría sido tan sencillo cuando eras sólo una criatura que dependía de mi buena voluntad. Tanto los sacerdotes como mis ministros habrían vuelto la espalda y fingido no ver nada. ¡Pero, no! ¡Te perdoné la vida! ¡El buen Senmut te perdonó la vida! ¡Ten mucho cuidado, Tutmés; mira que la vieja abeja reina todavía puede clavarte su aguijón!

El Señor de Toda Vida se incorporó.

—No me amenaces —gruñó—. No estás en posición de hacerlo y una actitud tan temeraria sólo te acarreará la muerte. Te lo diré sin rodeos. Estás en mis manos, y la gloria de Egipto es más importante para mí que todo lo demás, incluyéndote a ti. Si es preciso que mueras para bien de esta tierra, entonces no te quepa la menor duda de que morirás. Insisto en que haces que las cosas me resulten más difíciles, Hatshepsut. No puedo llegar a una decisión, y eso no es propio de mí. Hace ya cuatro años que estás a un tris de la muerte y yo freno mi mano. Por qué motivos, no lo sé.

—Yo, si —dijo ella—. Es una deuda que crees tener conmigo. En una época me amaste como un jovencito ama por primera vez: ciegamente, apasionadamente, con tenacidad. Y, como siempre sucede con el primer amor de un adolescente, el fuego tardó poco en extinguirse; pero el recuerdo todavía perdura. —Hatshepsut se encogió de hombros—. Olvídalo, Tutmés. Haz lo que debes hacer. Yo estoy lista.

En lo alto de las paredes, una tenue luz grisácea comenzó a filtrarse por las ventanas y ella pudo verlo con mayor claridad. Tampoco él había dormido esa noche y tenía un aspecto cansado. La luz de la lámpara se convirtió en un resplandor amarillo mortecino y el frío silencio de las primeras horas de la mañana los envolvió mientras aguardaban y contemplaban el nacimiento de otro día que comenzaba a invadir la habitación.

—La mañana ha llegado —dijo Hatshepsut con voz monótona—. Pronto acudirá el Sumo Sacerdote. Tal vez ya se encuentre en camino, acompañado por el Segundo Sumo Sacerdote, los portadores de incienso y los acólitos. Se congregarán junto a tu puerta, donde también estarán el Portador del Abanico Real, el Custodio del Sello Real, el portador de las sandalias del rey, el jefe de Heraldos y… ¡cuántos son! ¿No es verdad? Comenzarán a entonar el Himno de Alabanzas: «¡Salve, Encarnación inmortal, que te elevas como Ra en el Este! ¡Salve, Dador de la Vida, Que Vivirá por Siempre!». ¿Qué sientes, orgulloso Tutmés, al saber que no eres merecedor de esas alabanzas? ¿Qué sientes al saber que no eres tú sino yo la verdadera Encarnación del Dios, elegida por él antes de mi nacimiento, cuyo nombre también escogió antes de mi venida al mundo, la que recibió la corona de manos de mi padre terrenal mucho antes de que abrieras los ojos en el pabellón de las mujeres para ver a la bailarina ordinaria que es tu madre? Porque es lo único que cuenta, ¿no es así? Asesinaste cruelmente a Senmut y puedes envenenarme a mí en secreto, pero jamás podrás cambiar ese hecho. ¡Jamás! Puedes destruir mi nombre, puedes hacer derribar los testimonios de mis actos, pero jamás podrás borrar a fuerza de golpes de pico y de maza tu propia indignidad. Ahora vete. Vete y recibe la adoración de los sacerdotes. Vete y emprende tus guerras. Yo me siento mortalmente cansada. ¡Vete de aquí!

Tutmés la escuchó en silencio, mientras la furia se arremolinaba dentro de él y el rostro se le endurecía. Cuando Hatshepsut terminó de hablar, avanzó a grandes trancos hacia las puertas y las abrió con tal ímpetu que rebotaron contra la pared.

—¡Eres una mujer extraordinaria, Hatshepsut; realmente extraordinaria! —le gritó—. Y hermosa todavía, y cruel. Todavía tan cruel. ¡Ya ves cómo me repito! ¡Te aseguro que has logrado enfurecerme! —Se quedó parado en el vano de la puerta—. ¿Es que no le temes a nada?

Giró sobre sus talones y desapareció.

—¿Y tú eres el Poderoso Toro de Maat? —le gritó Hatshepsut—. ¡Bah! —y rompió a reír.

Hatshepsut permaneció en la cama, sin ganas de levantarse, sonriendo para sus adentros mientras la luz que entraba a la habitación se volvía dorada y posaba su caricia tibia sobre sus mejillas. Merire llamó a la puerta y ella le respondió que entrara, pero no se movió de la cama. Cuando Merire avanzó y se inclinó delante de ella, Hatshepsut contempló su rostro redondo y sus ojos pequeños con la misma oleada de repulsión que experimentaba cada mañana cuando la rolliza espía se presentaba para aguardar sus órdenes. ¿Cuánto hace?, se preguntó, con un súbito rechazo por las horas vacías e inútiles que se desplegaban frente a ella. ¿Cuánto tiempo ha transcurrido desde la última vez que Nofret me saludó con una sonrisa y respondió a mis preguntas mientras apagaba la lámpara y me preparaba el baño? ¿Cuántos años estériles han pasado?

—¡Hoy desayunaré en la cama! —le dijo con irritación—. Envíame esclavas con fruta y leche, pero nada de pan. Vuelve dentro de una hora para llenarme el baño.

La silenciosa mujer hizo otra reverencia y partió. Hatshepsut lanzó una exclamación de repugnancia y cerró los ojos. «¡Tener que morir con esa cara cerca!».

Dormitó un poco hasta que el Segundo Mayordomo de Tutmés llamó a la puerta. Hatshepsut se incorporó en la cama para recibir su homenaje, y en ese momento llegaron las esclavas con el desayuno. Se lo colocaron en la mesa y partieron.

—¿Cómo se encuentra el faraón esta mañana? —le preguntó.

El Segundo Mayordomo permaneció estólidamente al pie del lecho y habló sin sonreír siquiera.

—El faraón está muy bien —respondió—. Se encuentra contestando los despachos del día.

¿Por qué no me sonríe?, se preguntó Hatshepsut mientras bebía la leche y comenzaba a pelar una naranja. Todas las mañanas me sonríe, pero no esta vez. Hoy no. ¿Por qué?

—¿Es un lindo día?

—Así es.

—¿Cómo está mi nieto?

—El príncipe Amenofis también se encuentra muy bien. Ayer fue a la escuela por primera vez.

—¿De veras? —El tono animado de Hatshepsut no revelaba el pesar y el placer que las palabras del Segundo Mayordomo le habían provocado. No había vuelto a tener al niño en sus brazos desde el día en que nació, pues Tutmés se había encargado de mantenerlo alejado para que no se encariñara con ella. En los cuatro años transcurridos desde el nacimiento de su nieto, Hatshepsut apenas había visto al pequeño príncipe tres veces—. Entonces le irá muy bien en sus estudios —agregó—, pues cuando se comienza de muy joven se aprende con más facilidad.

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