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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

La costa más lejana del mundo (51 page)

Todos los marineros se sorprendieron de eso. Durante las semanas que habían pasado en Old Sodbury, sólo hacían una parte del trabajo rutinario que realizaban en la fragata e iban a los bosques para buscar alimentos o al arrecife para pescar con una caña. Habían perdido la costumbre de trabajar rápidamente y obedecer órdenes de inmediato y, además, estaban molestos porque no tenían tabaco ni grog. Cuando el capitán, «bufando como un toro», según palabras de Plaice, y sacudiendo con fuerza un azote que tenía en la mano (un arma que sólo usaba para castigar a los guardiamarinas en su cabina), ordenó que todos trabajaran a doble o triple velocidad, se indignaron.

Parece que estamos en un barco-prisión —dijo George Abel, que era el primer remero cuando Johnson no estaba—. Ha dicho: «¡Rápido, malditos marineros de agua dulce! ¡Hay que obrar con rapidez!». ¿Qué le ha pasado para que hable como un negrero?

Quizás eso le tranquilice —dijo Plaice, escupiendo a un tiburón de mediano tamaño que la lancha arrastraba y que era seguido por otros.

¡Remar con fuerza! —gritó Bonden, y la lancha quedó varada en la playa entre crujidos.

Inmediatamente Abel bajó de ella de un salto y tiró del cabo que rodeaba la cola del tiburón, con el cual él y media docena de marineros lo habían arrastrado por el mar, y los que lo seguían se acercaron tanto para comer el último bocado que casi subieron a la superficie.

Abel y sus compañeros cortaron la cabeza del tiburón con el hacha del carpintero y levantaron la vista para ver si los demás les miraban con admiración, ya que el animal tenía un tamaño considerable y apenas había sido mordido por los otros. Pero les dijeron que ese no era momento para mirar a los demás sin hacer nada, porque no estaban en una feria, y que debían ir corriendo, corriendo adonde estaban el señor Blakeney y sus ayudantes, al noreste de la isla a recoger cocos, y que el que no cogiera al menos veinte cocos lamentaría haber nacido.

Se fueron allí corriendo y pasaron por entre los árboles, cerca de la fragua, donde los maderos chisporroteaban y el sudoroso armero, vestido sólo con un delantal, daba martillazos. Se encontraron con otros marineros que tenían una expresión preocupada y venían en filas desde las ruinas de la cabaña cargados con maderos, y también con otros que traían palos rectos y sin nudos, los mejores que habían encontrado para hacer picas. Pasaron casi todo el día corriendo y sin sentarse un momento. Pero eso no era suficiente. Fueron divididos en varios grupos para hacer guardia, y cada uno pasaba parte de la noche dando vueltas a las tiras de carne de tiburón en la armazón cercana a la hoguera y cardando fibra de coco para formar una especie de estopa para calafatear la lancha. Era asombroso ver cómo los marineros, que al principio parecían adormilados, volvieron a hacer las cosas al ritmo que las hacían en la fragata, y un grupo relevaba al otro cada cuatro horas, como si la campana sonara a intervalos durante la noche. Fue conveniente que hubiera una guardia nocturna, porque a las dos de la madrugada empezó a soplar el viento del noroeste con gran intensidad y se mantuvo así durante tres o cuatro horas. Ese viento formó una fuerte marejada y estuvo a punto de apagar la hoguera y de estropear aquella carne insípida y con olor a pegamento y las tiendas recién cubiertas de brea.

El mar estaba tan agitado que entraba en la laguna por los dos canales. Cuando subía la marea, las olas rompían en la playa con un sonido sibilante, y todos los marineros sabían que contribuían a que se despedazara el casco de la fragata hundida. Generalmente, los tripulantes de la
Norfolk
no se levantaban muy temprano, sino poco después de haber salido el sol, cuando los de la
Surprise
estaban desayunando, y algunos de ellos cruzaban el riachuelo y caminaban por la marca de la marea alta para ir hasta el extremo del arrecife. Ambos grupos sabían que tenían derecho a hacerlo, pero a ellos no les gustaba pasar por allí cuando había numerosos tripulantes y oficiales de la
Surprise
, y muchos fingían que no les veían, aunque los dos que eran más amables y conversadores saludaban a la vez que movían el pulgar hacia arriba.

Aunque la fragata hundida no se había despedazado, y el capitán Palmer lo sabía porque un guardiamarina de barba pelirroja se lo comunicó, cada vez iban al arrecife más tripulantes de la
Norfolk
, pero hasta las once y media no regresaron veinte o treinta arrastrando la borda de estribor y un tablón del castillo de la fragata. En ese momento la mayoría de los tripulantes de la
Surprise
estaban dispersos por la isla haciendo las tareas más urgentes y los carpinteros estaban casi solos, cortando la lancha en dos con la sierra, y el señor Lamb, por necesidad, estaba tras unos arbustos. Aparte de ellos, el único hombre que había en la playa era Haines, un antiguo tonelero que se había ganado las simpatías de todos porque ayudaba mucho al señor Martin y ahora reparaba los toneles defectuosos. Haines echó a correr en cuanto vio a varios tripulantes de la
Norfolk
, que le gritaban: «Judas!», aunque entre ellos no había ningún tripulante de la
Hermione
. Pero no le persiguieron, a pesar de que hicieron ademán de correr tras él por divertirse. Otro grupo de tripulantes de la
Norfolk
se acercaron a los carpinteros y preguntaron qué estaban haciendo y elogiaron su habilidad y sus herramientas. Luego dijeron que dentro de poco ellos también empezarían a construir una lancha, ya que la fragata hundida se había despedazado, y hablaron durante un largo rato, a pesar de que unas veces los carpinteros les daban respuestas malhumoradas y otras, ninguna. Entonces el jefe del grupo, señalando el interior de la isla, gritó:

¡Miren, miren!

Los carpinteros volvieron la cabeza y los tripulantes de la
Norfolk
cogieron una sierra, una placa de cobre de la lancha, un puñado de clavos, un par de tenazas, un taladro y una escofina y echaron a correr riendo. Recorrieron cien yardas riendo, pero entonces un hombre se cayó y perdió la escofina y otro tiró la placa de cobre para poder correr más deprisa. Choles alcanzó al que llevaba la sierra cuando ya estaba entre sus compañeros, y cuando trató de quitársela, le derribaron. Entonces los amigos de Choles fueron a ayudarle, uno con una maza de carpintero, que rompió el brazo a un marinero de la
Norfolk
, y el señor Lamb salió corriendo del bosque con una docena de tripulantes de la
Surprise
. Los marineros de la
Norfolk
trataron de protegerse con los tablones y luego atravesaron el riachuelo, se fueron a su territorio y dejaron la mayoría de los tablones en la orilla. Los marineros de la
Surprise
tenían dos hachas y una azula y habrían ido a recuperar sus herramientas si no les hubiera detenido el capitán Aubrey, que desde la colina gritó:

¡Quietos!

Todos fueron adonde se encontraba el capitán. Los carpinteros, hablando todos juntos, le pidieron que mandara a varios hombres con picas a recuperar las herramientas.

Señor Lamb, ¿realmente necesitan esas herramientas para continuar el trabajo? —preguntó Jack.

El carpintero estaba pálido y muy furioso, y Jack tuvo que cogerle por los hombros y sacudirle para obtener la respuesta; necesitarían la sierra al día siguiente.

Entonces sigan trabajando hasta la hora de comer —dijo Jack—. Resolveré el problema esta tarde.

Jack comió con Stephen y Martin (una comida frugal: una rodaja de tiburón a la plancha y coco como postre). Hablaron de los pájaros que no podían volar y de la colonización de islas en lugares remotos de los océanos, pero Jack prestaba poca atención, pues pensaba en su próxima entrevista con Palmer.

Tenía que quejarse del incidente de esa mañana, porque si ocurría otro parecido podría dar lugar a una lucha sangrienta, y a pesar de que probablemente sus hombres, con las picas y las hachas, saldrían victoriosos, si las disputas continuaban, tardarían mucho (o les sería imposible) hacerse a la mar en la lancha, pues además de alargar la lancha, había que calafatearla, volver a ponerle aparejos, cargarla de provisiones y hacer mil cosas más. También tendría que resolver otro problema después, porque seguramente sus enemigos intentarían apoderarse de la lancha cuando estuviera lista, y si no podían evitarlo con las diversas estratagemas que se le habían ocurrido, confiaba en que lo harían por la fuerza, sobre todo si mantenían las picas ocultas y les atacaban con ellas por sorpresa. Su objetivo era mantener la tranquilidad durante tres días y evitar así que se dieran cuenta de que la lancha estaba lista para llevarla a la playa el jueves por la noche antes de que saliera la luna. Luego la meterían en la laguna, la alejarían de la orilla, anclarían con un rezón, colocarían los mástiles, terminarían de poner los aparejos y los tablones para formar una media cubierta y zarparían por la noche, cuando cambiara la marea. Se preguntaba si Palmer podría controlar a sus hombres, porque había perdido a casi todos sus oficiales, algunos se habían ahogado y otros habían llevado las presas a su país, y probablemente a los mejores marineros también; tal vez no tendría nadie que le apoyara. También se preguntaba si los antiguos tripulantes de la
Hermione
eran parte integrante de la tripulación de la
Norfolk
, si podrían inducir a actuar a sus compañeros y si el primer oficial, los otros oficiales que quedaban y el cirujano, que casi nunca salían de su campamento, tenían influencia sobre Palmer. Las respuestas a esas preguntas tendría que deducirlas esa tarde del rostro peludo y enigmático de Palmer.

Cuando terminaron de comer dio varios paseos por una franja cubierta de hierba que había frente a su tienda y luego llamó a su timonel.

Bonden —dijo—, voy a ver al capitán de la
Norfolk
. Dame mi sombrero y mi chaqueta y acompáñame.

Sí, señor —dijo Bonden, que estaba preparado para hacer la visita—. He afilado su sable y, además, he cogido la pistola del señor Blakeney, la he cargado y le he puesto pedernal.

Te has preparado para un ataque, Bonden —dijo Jack—, pero vamos a hacer una simple visita matutina.

Visita matutina —murmuró Bonden mientras sacudía la chaqueta del capitán hacia sotavento—. Me gustaría que tuviéramos una carronada.

Se metió la pistola en un bolsillo, y ya tenía un afilado cuchillo colgado del cinto y una navaja colgada de una cuerda alrededor del cuello. Luego le dio el sombrero al capitán y le siguió.

Jack quería que su visita pareciera de cortesía, y Palmer, que era un hombre educado, le respondió con fórmulas corteses; pero mientras hablaban de cosas triviales, se dio cuenta de que Palmer había cambiado mucho desde la última vez que habló con él. Era evidente que estaba enfermo, parecía mucho más viejo y estaba encogido de hombros. Estaba nervioso y a Jack le pareció que había tenido una fuerte discusión en las últimas horas.

Señor —dijo Jack por fin—, parece que algunos de nuestros hombres han tenido una insignificante pelea esta mañana. No creo que tuvieran intención de causar daño, pero esa pelea podría haber tenido malas consecuencias.

Las tuvo: John Adams se partió un brazo. El señor Butcher le está atendiendo ahora.

Lo siento mucho, pero al decir malas consecuencias me refería a media docena de hombres muertos a causa de la broma de un joven y una miserable sierra. Logré detener a mis carpinteros, que tenían hachas, ¿sabe?, pero no me resultó fácil, y no me gustaría verme forzado a hacerlo otra vez. Quizás haya notado que los marineros que están en tierra, cuando no tienen su barco cerca, nunca son fáciles de controlar.

No me he dado cuenta de eso —dijo Palmer en tono malhumorado, mirando con desconfianza por debajo de sus espesas cejas.

Yo sí —dijo Jack—, y me parece, capitán Palmer, que nuestros hombres sienten tanta animadversión unos hacia otros que la situación en que se encuentran es similar a estar sentados sobre un polvorín con una antorcha. La cosa más insignificante puede causar una explosión. Así que le ruego que les ordene que no vuelvan a hacer una broma pesada como esa y que me devuelva mi sierra. No creo que su intención fuera robarla.

En un lado de la tienda se formó una ligera concavidad, y era obvio que Palmer se había puesto en contacto con alguien que estaba afuera murmurando algo o dando un codazo.

Tendrá su sierra de nuevo —dijo—, pero quiero que sepa, capitán Aubrey, que estuve a punto de mandar a buscarle…

¿Mandar a buscarme? —preguntó Jack, riendo—. Eso es absurdo. Los capitanes de navío no se mandan a buscar unos a otros, amigo mío. Y por si lo ha olvidado, es usted mi prisionero
de jure.

Quería que viniera para comunicarle oficialmente que esta isla es territorio norteamericano, porque fue descubierta por nosotros, y para pedirle que usted y sus hombres se fueran al extremo de ella, donde empieza el arrecife del norte para que sus hombres no puedan impedir que recuperemos los tablones y las provisiones de la
Norfolk.

No estoy de acuerdo con usted sobre la soberanía de la isla —dijo Jack—. Además, esa es una cuestión política que no me compete. Pero sí estoy de acuerdo en que haya una mayor distancia entre nuestros hombres. Como seguramente habrá notado, estamos alargando nuestra lancha y, cuando el trabajo termine, me llevaré a mis hombres tan lejos que habrá pocas posibilidades de que haya altercados. Y a ello contribuirá que recupere mis herramientas.

Las recuperará —dijo Palmer, y gritó una orden con convicción al principio y con voz temblorosa al final—. Las recuperará —murmuró otra vez, pasándose la mano por los ojos.

El guardiamarina de barba pelirroja las trajo todas, las tenazas, la sierra y los clavos, envueltas en un pedazo de lona; y cuando Jack decía algunas frases para mostrar su satisfacción, Palmer, con voz potente, dijo:

Capitán Aubrey, como usted insiste en que aún hay guerra, debe estar preparado para afrontar las consecuencias de sus palabras.

No le comprendo, señor —dijo Jack.

Pero Palmer, que evidentemente no se sentía bien, se excusó y salió de la tienda. Jack se quedó de pie en la entrada unos momentos, pidió al guardiamarina que preguntara al señor Butcher si podía ir a examinar al doctor Maturin, entregó las herramientas a Bonden y se marchó.

El sendero que iba desde la tienda hasta el riachuelo estaba flanqueado por grandes heléchos, y a su sombra había alrededor de una docena de marineros a cada lado y tras sus troncos probablemente había muchos más. Estaban silenciosos, pero cuando Jack pasó por delante de ellos pudo oír a algunos hablando en voz baja con acento inglés. Uno dijo: «Le retorcería el cuello a ese cabrón» y Jack recibió una pedrada en el hombro. Casi inmediatamente se oyó la voz metálica del guardiamarina de Boston, que resonó entre los árboles, y Jack siguió avanzando y cruzó el riachuelo por el lugar habitual.

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