La conspiración del Vaticano (13 page)

Volvió a la cama, siempre mirando hacia atrás, y se sentó en un canto. El colchón estaba desgastado y demasiado blando, sobre todo para alguien hecho durante años al duro camastro de un convento capuchino, pero Santino dudaba de que, en cualquier caso, esa noche fuera a utilizarlo. Registrarse, pagar, volver a huir... Se había convertido ya en su rutina diaria, y casi nunca llegaba a dormir en la habitación en la que se había instalado por la mañana. A su ritmo actual, el poco dinero que había robado del despacho del abad solo le duraría dos o tres días más, y quién sabía lo que vendría después. Lo único que sabía con certeza es que para entonces habría visto los vídeos completos. Por fin sabría toda la verdad y eso era lo que contaba.

Encendió el monitor y presionó el botón de marcha del reproductor. De inmediato se formó en la pantalla la imagen de la escalera, que se adentraba en la oscuridad más y más.

La voz del hermano Remeo sonó por el altavoz alta y clara, puesto que llevaba la cámara y tenía cerca el micrófono incorporado.

—Los ruidos no se han repetido hasta ahora —decía—. Quizá fue solo una ilusión... Lorin reza de nuevo.

Santino había apagado el aparato hacía diez minutos porque no podía soportar más la tensión que vivían sus hermanos. El mismo se había asustado bastante, pero la inquietud de los monjes le había trastornado aún más, y ello a pesar de que no se había topado todavía con nada que hubiera supuesto motivo real de preocupación. Ningún ser vivo, ningún resto mortal de antiguas expediciones.

Solamente habían logrado oír una serie de ruidos. Aparentemente, el problema residía en que el micrófono era demasiado débil como para grabarlos, pero Remeo no lo sabía, y había desistido de describirlos. Antes de su existencia, Santino solo se había enterado de las conversaciones entre los tres hombres. Ni siquiera las explicaciones de Remeo, propias de una bitácora, que había ido incorporando de vez en cuando, ayudaban demasiado a determinar el origen de los ruidos.

La cámara avanzaba justo por detrás de Lorin, corno si bajara un escalón adelantado a Remeo. Había inclinado ligeramente la cabeza y rezaba. Sus palabras eran tan solo murmullos ininteligibles. Santino supuso que el monje habría cerrado los ojos: podría haber encontrado los escalones tranquilamente a ciegas, pues tras catorce horas los monjes conocían las distancias entre ellos como la palma de su mano.

En todo ese tiempo, solo habían hecho una pausa breve, por lo que decidieron descansar nuevamente, esta vez algo más de tiempo. Dos de ellos iban a dormir, mientras que el tercero se mantendría despierto, de guardia.

Remeo depositó la cámara un par de escalones por encima del grupo, para que apuntara al lugar en el que estaban los tres tendidos, se colocó en la imagen y miró directamente al objetivo. Remeo era el más joven de los monjes, tenía justo treinta y cuatro años, y en muchos aspectos era también el más mundano. En seguida había entendido cómo hacer grabar a la cámara, mientras que Lorin y Pascale habían mostrado un gran recelo por aquella tecnología desconocida. Ahora, con el transcurso de las horas, se sentían aún más incómodos cuando Remeo les enfocaba con la cámara, y la mayoría de las veces callaban en el acto.

Sin embargo, en los últimos momentos, apenas si habían hablado, con la excepción de los rezos de Lorin, los ocasionales apuntes del micrófono de Remeo y la breve discusión tras escuchar los ruidos al otro lado de la barandilla.

Remeo era rubio y tenía grandes ojos marrones. Estaba demasiado delgado como para ser atractivo, sin embargo a Santino le constaba que alguno de los monjes más mayores le había mirado ya en alguna ocasión con particular simpatía.

—Ya llevamos —dijo Remeo, consultando su reloj de pulsera— catorce horas y veinte minutos de descenso —volvió la cabeza atrás para mirar a Lorin y Pascale, que estaban acomodándose en la medida de lo posible en los escalones—. Nos duelen las piernas, y en lo que a mí respecta, me arden los ojos. Está empezando a hacer más frío, todos lo notamos. Está claro, al menos para mí, que teníamos que haber traído un termómetro, pero en cualquier caso esto demuestra que en el infierno, realmente, no hace calor, ¿verdad?

—¡Remeo! —la voz de Pascale llegó hasta el micrófono desde la distancia. Sonaba ronca y cansada.

Remeo, que poco a poco parecía estar disfrutando de la interacción con la cámara, guiñó el ojo al objetivo.

—Pascale tiene miedo de que estemos pecando si hablamos del infierno aquí abajo, pero, ¿acaso peca alguien cuando menciona el cielo en la iglesia?

Pascale dijo algo, pero el volumen era demasiado bajo como para que Santino entendiera nada.

Remeo simplemente se encogió de hombros, después descendió por las escaleras y se reunió con sus dos hermanos. La cámara quedó a unos seis o siete escalones por encima de ellos.

Santino acercó la oreja a la puerta de la habitación. Durante un momento le había parecido oír ruidos en el pasillo, pero ahora volvía a reinar el silencio.

Lorin y Pascale se tumbaron un poco más abajo, se echaron una manta encima y no se movieron más. Remeo permaneció sentado entre ellos durante un momento, después se puso de pie, se acercó a la barandilla y contempló la oscuridad. Así transcurrieron tres o cuatro minutos, hasta que Lorin se levantó de repente y dijo algo incomprensible. Santino supuso que se trataría de una queja a propósito del brillante foco de la cámara, ya que el monje gesticulaba mientras hablaba señalando el aparato. Aparentemente, Lorin aseguraba no poder dormir por culpa de la luz, pero en realidad, o al menos así lo entendió Santino, era el miedo lo que no le dejaba descansar en paz. Lorin siempre había sido demasiado orgulloso como para mostrar alguna debilidad ante alguien.

Como Remeo se negaba a apagar el foco, se inició una pequeña disputa antes de que Pascale, malhumorado, se levantara y diera por terminada la disputa. Aparentemente, habían acordado apagar finalmente la luz durante un rato.

Remeo se acercó la cámara e instantes después la imagen se volvió oscura, sin embargo el aparato siguió funcionando, para que los sonidos quedaran registrados. En mitad de la imagen brilló un resplandor que solo duró un segundo antes de que Santino se diera cuenta de que, entre los dos inmóviles hermanos, Remeo había encendido una vela. El resplandor se encontraba a demasiada distancia, y no era lo suficientemente fuerte para el objetivo de la cámara, por lo que el entorno permaneció invisible.

Santino oyó un rumor como si alguien frotara la escalera de piedra, pero resultó ser Remeo instalándose cerca de la cámara. Una vez más, el monje fugitivo sintió una punzada de dolor por la pérdida de sus amigos. Era duro y agotador contemplar esas imágenes sabiendo que sus hermanos habían muerto ya. En el momento de la grabación, aún ignoraba qué final encontraría su expedición. A Santino le hubiera gustado poder gritarle al monitor, avisar a sus amigos de que dieran la vuelta, dejaran ese lugar y regresaran a la luz del día y a la seguridad. Sin embargo, aquellas fauces negras los habían devorado; incluso Remeo, que con sus últimas fuerzas había logrado escapar, había dejado una parte de sí mismo allí abajo: su juicio, quizá incluso un pedazo de su alma.

Santino se frotó los ojos para paliar el ardor propio del agotamiento. Había llorado suficiente a sus amigos, ahora debía concentrarse, pues cada segundo podía dar inicio a aquel suceso que terminaría por llevarles a la catástrofe.

—Tengo frío —susurró Remeo en la oscuridad. Debía de haber acercado notablemente los labios al micrófono de la cámara para no molestar a los otros dos—. No vemos nada ni a nadie, pero tengo la sensación de que no estamos solos aquí abajo. Hay algo con nosotros, y no sé si de verdad quiero saber lo que es.

«Entonces, vuelve», suplicó Santino en su mente, «Vuelve y sigue vivo».

—Siempre nos han predicado que el infierno es un lugar de fuego —musitaba Remeo—, un lugar de llamas eternas y brasas encendidas pero entonces, ¿por qué no lo notamos? ¿Por qué no vemos nada, y solo hay oscuridad y vacío? ¿No se parece esto más bien a nuestra visión de la muerte sin la vida eterna? ¿No podría ser este lugar la prueba de que no nos espera nada en absoluto después de la muerte?

Enmudeció, y mientras tanto, Santino se aferraba a la colcha, sentado sobre la cama.

Finalmente, Remeo continuó hablando:

—Llevo un buen rato pensando si no estaremos ya todos muertos en realidad, desde hace tiempo. Sé que es absurdo, y si logramos regresar a la superficie y veo esta cinta y me oigo decir estas cosas, me reiré o me avergonzaré, pero al menos, en cualquier caso, me sentiré feliz de que todo hubiera sido una especulación estúpida —hizo una nueva pausa antes de proseguir—. Sin embargo, si no volvemos y alguna otra persona escucha estas palabras (quizá tú, Santino, rezo por que seas tú), entonces significará que yo tenía razón. Es posible que muriéramos en el mismo momento en que pisamos esta escalera, y que esto no sea el infierno porque no haya un infierno. Es posible que este lugar no sea otra cosa más que la manifestación de nuestra muerte.

Remeo cesó su monólogo y dejó a Santino tiempo suficiente como para reflexionar acerca de aquellas palabras. Lo que había dicho su amigo era una blasfemia, y sin embargo, las sospechas de Remeo le resultaban a Santino, de alguna forma, casi plausibles.

Pensó irritado que el cielo sería casi como haber estado con ellos, en algún lugar allá abajo, en esa maldita escalera a ninguna parte.

En su mente, oyó a Remeo susurrarle: «A la muerte, la escalera a la muerte».

Santino respiró hondo, se levantó y paseó arriba y abajo por la habitación. La cinta siguió, pero aparentemente ya no se oía nada más que la respiración ligera de Remeo, junto con algo que podrían ser sollozos. ¿Habría llorado el monje, allá abajo, en la oscuridad?

Santino volvió a acercarse a la pantalla. La cálida silueta de la vela se apagó y encendió de nuevo, y Remeo, supuestamente, debería encontrarse entre esta y la cámara.

Pero entonces, ¿por qué su aliento podía oírse con tal claridad, como si se hubiera encontrado sentado junto al aparato, justo delante del micrófono?

¿Se habría despertado alguno de los otros hermanos y se habría levantado? Pero entonces, ¿por qué no había dicho nada?

¡Otra vez!

La mancha brillante del contorno de la vela desapareció y apareció una vez más, como si algo hubiera pasado por delante suyo, de izquierda a derecha. ¿Por qué Remeo no lo veía? ¿Es que no lo sentía?

Remeo lloraba, quizá hubiera ocultado la cara entre las manos.

«¡Cielo santo, Remeo!», exclamó Santino, aunque era consciente de que todo lo que estaba viendo había ocurrido ya, y que su amigo no podía escucharle.

Por tercera vez, algo pasó por delante de la vela; en esta ocasión de derecha a izquierda.

Santino trató de convencerse de que se trataba únicamente de un fallo técnico, una deficiencia del objetivo. Quizá las baterías estuvieran ya casi vacías y fallaran ligeramente.

Entonces, ¿por qué escuchaba invariablemente la respiración y los suaves sollozos de Remeo? ¿Por qué no se interrumpía el tono?

Era evidente, por tanto, que allí había algo que se había movido por la escalera sin que nadie lo detectara, sin que Remeo se diera cuenta. En un momento determinado, las respiraciones y gemidos del monje se fueron disipando. Santino dedujo que se estaba quedando dormido.

El movimiento no se volvió a repetir. Santino contempló la pantalla media hora más como hechizado, aunque no había nada que ver salvo el vago resplandor de la lejana vela. En una ocasión, Remeo murmuró algo en sueños que Santino no logró entender. El tono sonaba, quizá, como el de una oración. O como el de una confesión.

Santino se relajó un poco. Podría haber pasado la grabación hasta que volviera a verse algo, pero entonces habría corrido el riesgo de dejar pasar algo, algún ruido o alguna palabra, que Remeo hubiera dicho ante el micrófono, solo y abatido.

Pasaron cuarenta minutos; después, una hora.

Tras diez minutos más, Santino oyó cómo Remeo se movía y resoplaba.

—Me he... quedado dormido —murmuró el monje, aturdido—. Tenía que... seguir despierto.

De nuevo, una figura oscura pasó por delante de la vela, solo que en esta ocasión, Santino estuvo seguro, por los crujidos que sonaron, de que se trataba de Remeo, que descendía por las escaleras en dirección a los otros dos monjes.

—¿Lorin? —se escuchó la voz de Remeo—. ¿Pascale?

El monje repitió ambos nombres, pero en esta ocasión su tono denotaba preocupación.

Finalmente, se oyó a Lorin hablar.

—¿Remeo? ¿Qué es lo que pasa? —el monje parecía somnoliento, si bien sus siguientes palabras fueron tensas y apresuradas—. ¿Dónde está Pascale?

Volvieron a escucharse los crujidos que delataban a Remeo subiendo los peldaños para recoger la cámara y encender el foco. La escalera se inundó súbitamente de luz.

La manta de Pascale aparecía arrugada en el suelo, junto a su mochila, pero el monje había desaparecido.

Remeo y Lorin se miraron. El pánico se reflejaba en sus rostros, en sus gestos.

—¿Pascale? —Lorin se precipitó hacia arriba, fuera del alcance de la cámara, pero permaneció pocos peldaños más arriba, a juzgar por la intensidad con que se escuchaban sus gritos— ¡Pascale! —volvió a llamar.

Remeo examinó con movimientos nerviosos el lugar en que su amigo había dormido.

—¡Pascale! ¿Dónde estás? —la voz de Lorin se perdía en la oscuridad sin ecos. Pronto el monje volvió a aparecer en la imagen junto a Remeo.

—¡Tú has estado despierto! —exclamó furibundo—. ¡Has tenido que ver qué ha pasado!

Remeo no contestó. A pesar de lo granulado del vídeo, Santino pudo apreciar su sentimiento de culpa.

—¿Crees que habrá vuelto a casa? —Remeo se levantó y se apoyó contra la barandilla, como si las piernas ya no le sostuvieran.

—¿Por qué debería haber hecho tal cosa? —Lorin subió dos escalones, pero se detuvo un segundo y se volvió hacia Remeo—. No tenía más miedo que ninguno de nosotros dos —fijó la mirada en su compañero de Orden—. ¡Te has dormido! Por el amor de Dios, ¡te has dormido!

—Lo... lo siento —repuso Remeo, mirando al suelo conmocionado.

Lorin cerró los puños, y durante un breve instante dio la impresión de estar a punto de golpear a Remeo.

—¿Cómo es posible?

—Lo siento mucho —repitió Remeo, acentuando el tono.

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