La conspiración del Vaticano (12 page)

Insegura, saludó con una leve inclinación de cabeza y se marchó. Sin embargo, percibía que la mirada de aquellos dos religiosos seguía fija en ella, casi la sentía en su espalda y su nuca. Seguramente estaban hablando de ella. ¿Tendrían ya alguna sospecha? ¿Presentían o quizá sabían ya lo que Coralina había hecho?

De mala gana tuvo que admitir que Júpiter tenía razón. ¿Por qué tenía que haber regresado allí una vez más? Por supuesto, sabía la respuesta: su orgullo enfermizo la había empujado hasta allí, la rabia por la negativa de Landini a dejarla entrar en la iglesia, y por supuesto la ira al verse tratada como a una ladrona, aun cuando no podían saber que en realidad lo era.

«Qué infantil», pensó. Infantil y estúpido. Lo iba a echar todo a perder.

Coralina se aproximó al extremo sur de la
piazza
, y allí descubrió algo que la dejó perpleja.

En el margen de la plaza había una figura encorvada que dibujaba formas sobre el asfalto con un pedacito de tiza. Era un anciano, más mayor que el cardenal Von Thaden, y visiblemente desmejorado. Daba la impresión de no haberse cambiado en varias semanas la vestimenta sucia y descolorida que llevaba, y su barba aparecía larga y enmarañada. Sin embargo, en contraste con su desaliñado aspecto, el hombre se afanaba en su trabajo concentrado, casi sonriente, y la forma y manera en que iba completando su dibujo, con devoción febril, tenía algo casi de enajenado. Así pues, Coralina no pudo resistir la tentación de echarle un vistazo a la pintura del anciano.

Este alejó la cabeza de su propia obra para poder contemplarla en su conjunto. Mientras Coralina se acercaba, le vino la impresión de que el rostro de aquel hombre le resultaba familiar, como si le conociera de antes, solo que con un aspecto diferente y no tan sucio y estropeado.

Finalmente cayó en la cuenta: el anciano solía vagabundear frente al Palazzo Montecitorio. ¿Cuál era su nombre? ¿Christos? ¿Christopher?

«Cristoforo, ¡eso es!». Le había llamado la atención por primera vez hacía un par de años, cuando había vuelto a Roma durante las vacaciones de verano y había empezado a investigar para un trabajo académico sobre los motivos recurrentes en los artistas callejeros de la ciudad. Había recorrido las calles con un conocido que estaba familiarizado con el mundillo, que le había presentado a numerosos pintores, la mayoría estudiantes como ella que se mantenían a flote gracias a las monedas de los transeúntes. Con Cristoforo, no obstante, nunca había llegado a hablar. Según aseguraba su amigo, nunca cruzaba palabra alguna con nadie, pero ella recordó justo en ese momento algo que había oído acerca del misterioso vagabundo.

Se decía que Cristoforo poseía una memoria fotográfica, que le permitía copiar mentalmente cualquier imagen. Su amigo le había explicado con gesto lastimero que el anciano podría haber ganado mucho dinero gracias a su talento, pero en su lugar malgastaba su destreza en obras que desaparecerían en cuestión de horas bajo las suelas de los viandantes o por la acción del siguiente chaparrón. «Tiene las facultades para crear algo que perdure», le había dicho a Coralina su amigo, agitando la cabeza «pero es demasiado "simple" para utilizarlas».

El anciano no levantó la vista hacia ella cuando atravesó la Piazza Cavalieri con pasos apresurados y se acercó a él. Nadie le prestaba nunca ninguna atención, pero probablemente eso era algo a lo que él no le diera demasiada importancia. Los movimientos bruscos, pero aun así increíblemente exactos, con los que él manejaba el pedazo de tiza sobre el asfalto dejaban entrever la intensidad de sus acciones, propias de un poseído o un loco, algo que Coralina no había visto nunca en ningún otro artista callejero.

Hasta tal punto había concentrado la joven su atención en el vagabundo, que no apreció en su totalidad la imagen que este componía hasta que prácticamente no la tocó con los pies.

Se quedó petrificada, y no solo por la admiración hacia el talento del artista. Durante algunos segundos se sintió tan aturdida que sus rodillas apenas podían sostenerla. Presa de una insoportable tensión, se arrodilló junto al dibujo.

—Cristoforo —le dijo al pintor, con una voz enferma y apagada.

Él no solo no reaccionó, sino que siguió pintando con trazos rápidos y decididos.

—¡Cristoforo! —intentó darle un tono más autoritario, pero se sentía desamparada y confusa—. ¿Dónde has visto este motivo?

Siguió sin darle respuesta alguna. Gotas de sudor brillaban en su mentón a pesar de las frías ráfagas de viento que atravesaban la plaza.

Coralina entendió que no tendría ningún éxito actuando de esa manera, pero no estaba muy segura de lo que debía hacer. Se alzó lentamente y contempló el dibujo una vez más, con todos sus detalles. Estaba prácticamente acabado, solo restaban algunos trazos en la parte superior y retocar algún que otro efecto de luz.

La imagen medía unos dos metros de ancho por tres de largo.

Era la impresión de la decimoséptima plancha.

Coralina apretó los puños tan fuerte que las uñas se le clavaban en la palma de la mano.

No cabía ninguna duda. El dibujo a tiza de Cristoforo representaba el grabado desconocido de las
Carceri
de Piranesi, un aguafuerte que, según ella había creído hasta hacía escasos minutos, nadie había visto en varios siglos. Nadie, salvo Júpiter, la Shuvani y ella.

Era absurdo, completamente fuera de lugar. Cristoforo no podía, de ninguna manera, conocer aquella obra. La plancha nunca había realizado ninguna reproducción oficial, ni se encontraba en ninguna publicación conocida del ciclo.

Con cierto pánico, examinó los utensilios de Cristoforo: una vieja caja de cigarrillos llena de tiza, ninguna más larga que la falange de un dedo. Entre sus posesiones se encontraba también un paño de lino arrugado y tan manchado de tinta y polvo de tiza, que en algunos círculos habría pasado como obra de arte en sí mismo.

Aunque conocía los rumores sobre la memoria fotográfica del anciano, buscó algún boceto, alguna página arrancada de un libro o de un álbum, o incluso una foto suelta, como las que muchos otros artistas callejeros pegan con cinta adhesiva junto a sus trabajos en el asfalto.

Cristoforo, no obstante, no poseía nada parecido. Pintaba enteramente de memoria, y reproducía imágenes que dos días después ya no existirían.

—Cristoforo —intentó ella una vez más—, por favor, escúchame.

Inamovible, seguía consagrado a la labor de delimitar los contornos de la barandilla de un puente. Resultaba llamativo que hubiera dibujado todos los trazos con tiza blanca, de tal forma que daba la impresión de tratarse de una imagen en negativo del original. La triste escena carcelaria parecía así aún más opresiva.

Una voz resonó repentinamente a la espalda de Coralina.

—Interesante dibujo —dijo Landini.

Ella se volvió y tuvo la perturbadora impresión de que el pálido religioso irradiaba frialdad de pura blancura inmaculada. Habría casado bien en el cuadro de Cristoforo: la versión en negativo de un hombre de carne y hueso.

Sin embargo, su crispación desapareció en cuestión de segundos.

—Interesante... Sí, no cabe duda —exclamó ella, obligándose a contestar, y continuó—. ¿Es costumbre entre sus círculos habituales andar a hurtadillas detrás de las mujeres?

Landini aceptó el reproche con su milésima sonrisa.

—Ignoraba que fuera usted tan asustadiza,
signorina
. Le ruego que acepte mis disculpas.

Ella estuvo a punto de decirle cuánto le importaban sus disculpas y lo que podía hacer con ellas, pero en ese instante se dio cuenta de que Cristoforo se estaba levantando del suelo. Al volverse hacia él, el vagabundo empujó ligeramente con ambas manos la caja de cigarrillos contra el pecho de la muchacha, como si aquellas tizas fueran más valiosas que ninguna cartera o monedero. Durante un momento temió que fuera a responder a la pregunta sobre el dibujo precisamente entonces, que Landini lo oiría todo, ataría cabos y haría que sus guardas se la llevaran.

Sin embargo, sus temores eran infundados. Cristoforo únicamente se levantó y contempló su obra.

Coralina vio que también Landini miraba la pintura con detenimiento.

—Es un gran fan de Piranesi, por lo que se ve —y añadió con un guiño ladino dirigido a Coralina—. Parece auténtico, ¿verdad?

La joven no quería devolverle la mirada, por lo que examinó largamente el dibujo terminado. Finalmente entendió lo que tanto le había incomodado en un primer momento.

El dibujo no estaba completo. Faltaba algo, quizá la parte más importante. Si bien Cristoforo había reproducido la corriente subterránea en medio del calabozo, no había añadido la isla amurallada en medio de la misma, ni el obelisco que se alzaba sobre ella. También faltaba el contorno de la misteriosa llave.

Coralina contempló al viejo artista, buscando alguna emoción en su arrugado ceño. La barba sobrepoblada y la suciedad de sus mejillas le conferían a su rostro un aspecto similar al de una máscara, irreal, como si alguien hubiera colocado una visión fantasmal sobre la piel del viejo Cristoforo.

El pintor colocó la cabeza de forma oblicua, mudó la mirada de la pintura a Coralina y la dejó perdida hacia el infinito, sin ver en realidad a la muchacha.

Landini se colocó de cuclillas y arrugó el entrecejo.

—Quizá deberíamos hacer que uno de nuestros expertos la examinara.

Coralina aprovechó la oportunidad.

—Hágalo —dijo, dándole la razón—. Me parece buena idea.

Landini se volvió a ella, dubitativo, después se irguió y partió hacia la iglesia. Coralina se percató de que era la primera vez que le había visto sin su permanente sonrisa falsa. Estaba completamente serio, y lejos de mostrarse amistoso.

Una vez más se volvió al pintor.

—¿Cristoforo? ¿Puede oírme?

El velo que cubría los ojos del anciano cayó durante un breve instante. «Crist-o-foro», murmuró en una peculiar cadencia pausada.

Nerviosa, se aseguró de que Landini desaparecía en ese momento en el interior del templo. Únicamente el cardenal Von Thaden permanecía en el portal y la observaba. Coralina sintió un escalofrío ante la fría intensidad de aquella mirada. Entendió finalmente por qué a la Congregación para la Doctrina de la Fe se la consideraba como una moderna Inquisición a cargo del Vaticano: la conducta de Von Thaden, al menos, hacía honor a su puesto como Gran Inquisidor.

Una miscelánea de chicos y chicas se entremezclaron en una gran algarabía justo entre Coralina y el portal, de forma que Von Thaden desapareció repentinamente tras un batallón de joviales adolescentes.

Coralina respiró hondo, después avanzó rápidamente hacia Cristoforo y le agarró del antebrazo.

—¡Ven! Voy a sacarte de aquí.

Para su sorpresa, el anciano no opuso ninguna resistencia, y la siguió mansamente cuando pusieron rumbo hacia los tres taxis anteriores.


¡Signorina!

Landini y otro hombre habían salido de la iglesia y se aproximaban a ellos con pasos apresurados.

El pulso de Coralina se aceleró cuando empujó al pintor y su caja de tizas hacia los taxis. Frente a ellos, los taxistas, que leían juntos un periódico con toda tranquilidad, miraron a la joven por encima de sus gafas de sol.

—¡Signorina!
—volvió a gritar Landini—. ¡Espere, por favor!

Ella no quería salir huyendo y admitir indirectamente la culpabilidad que Landini quería achacarle por lo que, en lugar de ello, continuó a buen paso tomando a Cristoforo del brazo como si se tratara de un hombre enfermo.

Landini y el segundo hombre les seguían mientras el cardenal Von Thaden los miraba, inmóvil.

Antes de que el flemático taxista llegara a ponerse de pie, la propia muchacha había abierto una de las puertas posteriores, y empujado a Cristoforo en su interior. Después derrapó por la parte trasera del automóvil, se metió por la puerta y bajó el pestillo.

—Arranque —le indicó al conductor—, deprisa, por favor.

—¿A dónde quiere ir?

Los dos hombres prácticamente habían alcanzado los taxis. No corrían, pero cada vez avanzaban más rápido.

—Simplemente conduzca en dirección al centro de la ciudad.

El taxista se encogió de hombros, se colocó las gafas de sol y arrancó el motor.

—¿Podría darse un poco de prisa?

Landini alzó la mano indicándole que volviera.

—En marcha —dijo el taxista, pisando el acelerador.

Mientras se marchaban, Coralina vio por la luneta trasera que Landini la llamaba. Entonces, súbitamente, el cardenal apareció a su lado, sin que ella pudiera entender de dónde había salido, y dijo algo al oído de su asistente.

Landini asintió pensativo y contempló con mirada glacial la marcha del taxi de Coralina y Cristoforo.

Santino se encontraba junto a la ventana de un hotel remoto, en una habitación remota, y sus temblorosos dedos aferraban un marco de madera. Inspiraba y espiraba profundamente. Justo por debajo, en una estrecha plaza entre casas con los postigos cerrados, habían desmantelado los puestos de un pequeño mercado ambulante. La mayoría estaban ya desmontados, y formaban montones de toldos, cuerdas y barras de metal sobre el remolque de un desvencijado camión. Ni siquiera el humo que escapaba del tubo de escape podía paliar el olor a pescado, fruta pasada y cloro. Hombres vestidos con sucios monos de trabajo acumulaban los desechos en una misma pila y barrían a cortos escobazos alrededor de un único puesto de flores, que permanecería ensamblado durante la noche justo debajo de la ventana. De ser necesario, Santino podría saltar al tejado del puesto sin gran riesgo, y desde allí, al suelo.

«Otra vía de escape», pensó. Otra concesión a la omnipresente sensación de miedo y amenaza.

El último camión se puso en movimiento y desapareció por una callejuela. Otro aluvión de restos de fruta, trozos de papel y pescado fétido aterrizó sobre el montón de basura en mitad de la plaza. Uno de los obreros empapó los residuos con el líquido de un bidón y arrojó una cerilla ardiendo al montón: la montaña de desechos comenzó a arder con una llamarada de un metro de alto. La humareda se elevó como una trenza de vapor negro y blanco que se entremezclaba algunos metros por encima del suelo y flotaba como un polvo grisáceo sobre la plaza.

Santino no soportó el hedor demasiado tiempo y cerró la ventana. Poco después le asaltó el temor de que sus enemigos, con la protección de la humareda, pudieran aproximarse al hotel y escabullirse en su interior sin ser vistos, pero no tardó en desechar ese pensamiento. Poco a poco comenzaba a cansarse de prever los pasos de sus perseguidores. Tenía el cuerpo cubierto de arañazos y moratones originados durante sus arriesgadas huidas por ventanas, tejados e inestables escaleras de incendios. Le dolía todo, sus músculos estaban tensos y permanentemente azotados por numerosos calambres. Ya era suficiente, ya no aguantaba más; estaba extenuado, destrozado, pero también sabía que no tenía elección. Aún no había visto todo, nuevos horrores ocultos en las cintas de vídeo seguían aguardando que los descubriera.

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