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Authors: David Liss

Tags: #Intriga, Histórico

La conjura (9 page)

BOOK: La conjura
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Aquello era nuevo. Yo pensaba que se trataba solamente de un cura de buen corazón que estaba metiendo las narices donde no debía. Sin embargo, si los problemas de Ufford tenían relación con las elecciones, las cosas seguramente eran más complicadas de lo que había imaginado.

—Explicadme la relación que hay entre los estibadores y las elecciones —dije. Yo sabía muy poco de tales asuntos; únicamente que los whigs eran el partido de los nuevos ricos, hombres sin títulos ni historia, y que no querían que la Iglesia o la Corona les gobernaran. Los tories eran el partido de las antiguas familias y los tradicionalistas, los que querían que la Iglesia recuperara su antigua fuerza, que el poder de la Corona se reforzara y que el Parlamento se debilitara. Los tories decían querer destruir la corrupción de los nuevos ricos, pero muchos creían que lo que en realidad querían era que los nuevos ricos desaparecieran para que su dinero pudiera volver a las familias más antiguas. Yo tendía a confundir los partidos hasta que mi buen amigo Elias me explicó, con su cinismo habitual, que los whigs eran unos gusanos y los tories unos tiranos.

Sin embargo, me sorprendía el apoyo que encontraban los tories entre los pobres y los descontentos. Puede que los whigs ofrecieran al trabajador el sueño de prosperar. Los whigs habían luchado por eliminar las restricciones al progreso, habían modificado los juramentos de lealtad para ocupar cargos gubernamentales o municipales y, gracias a eso, ahora cualquier protestante podía ocupar esos cargos, no solo los miembros de la Iglesia anglicana. Debilitaron el poder de la Iglesia y de los tribunales eclesiásticos para que los religiosos ya no pudieran controlar a los comerciantes. Pero los tories seguían siendo el baluarte de la tradición frente a la marea del cambio. Promovían el regreso a unos tiempos más sencillos y benevolentes en que los hombres con poder protegían al débil. Hacían la vista gorda ante viejas creencias y supercherías, o ideas como que el rey podía curar la escrófula con su mano. Sí, los whigs podían hacer que un hombre pensara que podía ser algo más, pero los tories hacían que se sintiera feliz por ser inglés.

Por la expresión de Littleton, no estaba muy seguro de que entendiera estas cosas.

—Bueno, si tengo que seros sincero, no conozco muy bien los intereses de Ufford —me dijo—. Para mí los estibadores son estibadores y los hombres del tabaco son hombres del tabaco, pero para Ufford todo es política. Le he oído decir que quiere que los tories recuperen Westminster y que preferiría enfrentarse al diablo que ver a los whigs ganar. Ya sabéis cómo son estos de la Iglesia. Los tories les han prometido que les devolverán el poder, que tendrán el derecho de decirnos cuándo podemos mear o cagar. No hay cosa que le guste más a un cura que la causa de los tories.

Yo escupí. Uno de los tories que se presentaban en Westminster era Griffin Melbury, el marido de Miriam. Poco me preocupaban los detalles políticos y, puesto que no vivía en las proximidades de Westminster, las elecciones me interesaban menos aún, pero una cosa sabía: deseaba que Melbury fracasara. ¿Por qué se había casado Miriam con él? ¿Por qué había abandonado a su nación —y a mí— por un hombre que la había obligado a cambiar de religión? Si los esfuerzos de Ufford por ayudar a los trabajadores ayudaban a que Melbury saliera elegido, prefería mil veces ver a Ufford acosado y a los pobres depauperados.

Todavía pestañeaba cuando me imaginaba a Miriam casada con ese hombre. Nunca había hablado con él, ni le había visto, pero tenía una imagen muy definida en mi cabeza: alto, bien proporcionado, rostro elegante, pantorrillas fuertes. Encantador y desenvuelto a la manera de los ingleses. Sabía algunas cosas de él: procedía de una antigua familia de tories propietarios de tierras, su padre y sus tíos siempre habían tenido un escaño en el Parlamento, y tenía dos hermanos en la Iglesia. Anteriormente había ocupado un puesto en un burgo donde se compraban los votos y, dado que tenía buena relación con ciertos obispos de la Iglesia anglicana con influencia en Westminster, le animaron a que se presentara por un escaño en aquel burgo… quizá el más importante de la nación.

Debía de ser encantador, sin duda. Había logrado convencer a Miriam para que se convirtiera a su Iglesia. Ella se había casado muy joven con el hijo de mi tío Miguel, un crío muy austero que murió en el mar sin haber conocido apenas a su esposa. Yo la había tratado bastante cuando intentaba aclarar los sucesos que llevaron a la muerte de mi padre, y ciertamente creía que ella sentía por mí el mismo cariño que yo sentía por ella. Pero, a pesar de lo que digan los escritores, vivimos en un mundo más inclinado a las acciones prácticas que a los ideales novelescos. Podemos sentarnos con nuestros pequeños libros e imaginar un amor dichoso en una casita en el campo, pero tales ideas no son más que quimeras. No podemos realizarlas. Al contrario, debemos comer y vestir y convivir con compañeras que sean de nuestro agrado. Y, a ser posible, sin miedo a que te asalten los acreedores.

Aun sabiendo todo esto, pedí a Miriam que se casara conmigo, pero ella me dijo que nuestras vidas no eran compatibles. Yo sabía que tenía razón, lo cual no impidió que volviera a pedírselo. Después del tercer intento me rendí, convencido de que si insistía solo conseguiría quedar como un necio ante ella y sentirme humillado.

De todos modos, Miriam y yo nos habíamos acostumbrado a estar juntos. Yo había dejado de pedir su mano, pero el deseo seguía ahí, sin articular pero palpable. Ella lo sabía —tenía que saberlo—, y a pesar de ello buscaba mi compañía. Una tarde, vino a casa de mi tío para la
havdalah
, la clausura del sabbat. Yo sentía que había algo distinto en las atenciones que me dedicaba y, a la luz de la vela trenzada, con la cabeza embriagada por el dulce aroma del especiero, noté el calor de su mirada en mi rostro.

Miriam estaba hermosísima con su vestido azul y su sombrero, bajo el que se derramaban un millar de oscuros rizos. Era una mujer bien proporcionada, con un bello rostro de rasgos íberos y ojos de color esmeralda, pero muy necio hubiera tenido que ser para admirarla solo por su belleza, pues en Londres había una cantidad sin par de mujeres bellas y asequibles. No, yo admiraba a Miriam por su audacia, su sentido del humor y su vitalidad. El destino había sido muy cruel con ella: la casaron muy joven con un chico introvertido al que apenas conocía y me atrevo a decir que no amaba. Él murió a los pocos meses de la boda, pero ella siguió bajo la tutela de mi tío y, si bien era un hombre benévolo, ella ansiaba ser libre.

Aunque no fue culpa suya, Miriam se vio envuelta en el embrollo de la South Sea Company al que yo había vinculado la muerte de mi padre. Sin embargo, a ella le fue mucho mejor, y la compañía le pagó bien por su silencio. Ese dinero le aseguró su independencia, aunque durante un tiempo mantuvo una fuerte lealtad hacia los padres de su difunto marido.

Aquella noche, poco a poco la habitación fue quedando vacía: mi tía, los invitados y, finalmente, mi tío, que sabía muy bien lo que hacía y tenía tantas ganas de verme casado con Miriam como yo. Nos dejó solos como si no hubiera nada extraño en ello. Miriam hubiera podido quejarse. Hubiera podido excusarse, pero no lo hizo. Se quedó. Pidió más vino.

Habíamos iniciado aquella velada sentados cada uno en un extremo de la habitación, pero de alguna forma acabamos sentados en el mismo sofá. De alguna forma, digo, aunque miento, pues cada pequeño movimiento mío fue fruto de una estrategia perfectamente estudiada. Me levantaba para coger algo y me sentaba un poco más cerca. Dejaba caer un botón, me levantaba para cogerlo y me acercaba más. Con cada paso, yo estudiaba su reacción, y en ningún momento vi un gesto de desaprobación.

Y así hasta que nos besamos. Aquella noche yo había bebido demasiado, pero recuerdo bien cómo ocurrió. Estábamos sentados muy juntos, apenas a unos centímetros, y ella hablaba de un libro que estaba leyendo y le interesaba mucho. Yo solo escuchaba a medias, porque el vino y el deseo resonaban con fuerza en mis oídos. Al final, cuando no pude aguantar más, estiré el brazo y le puse la mano en la mejilla.

Ella no la apartó, al contrario, se acercó más, olisqueándome como si fuera una gata, así que me incliné y la besé.

Solo fue un momento, porque entonces ella se levantó y se apartó de mí.

—¿Qué hacéis? —me preguntó susurrando tan fuerte como era posible.

Yo preferí seguir sentado, para que viera que no compartía su sensación de alarma.

—Os estaba besando.

—Pues no deberíais. Y vos lo sabéis. ¿Tengo que decíroslo otra vez?

—Miriam —dije—, poned vuestra petición por escrito.

Ella abrió la boca para azuzarme con algún cruel comentario, pero se contuvo; permaneció inmóvil durante lo que pareció una eternidad. Yo escuchaba el sonido de mi respiración y de los carruajes que pasaban por la calle como si fueran lo más interesante del mundo.

—Tenéis razón —dijo en un susurro, tan flojo que ni siquiera estaba seguro de que fuera eso lo que había dicho—. Tenéis razón, y lo siento… debo irme —añadió bruscamente, y se dirigió hacia la puerta.

Yo me levanté de un salto y la cogí del brazo. No con fuerza, por supuesto, pero no podía permitir que se fuera. No entonces. No todavía.

—¿Por qué corréis? No queréis huir, ¿por qué lo hacéis?

Ella meneó la cabeza con la vista gacha. Supe entonces que no iba a quedarse. Así que la solté.

—Corro —dijo por fin— porque no quiero correr. —Respiró hondo—. Benjamin, ¿cuándo fue la última vez que alguien trató de mataros?

Yo no esperaba aquella pregunta, y me reí.

—Hace solo dos semanas —dije, pues un ladrón a quien seguía se enfrentó a mí con un cuchillo. De no haber estado alerta, me hubiera herido gravemente, o peor.

—Hay tantas cosas que quiero en mi vida… y sé que vos me las daríais —dijo—. Sé que no me trataríais como si fuera un objeto, o una sirvienta. Sé la clase de hombre que sois, Benjamin. Pero vos herís y matáis y siempre estáis en peligro de que os hieran u os maten.

Calló, pero yo nada podía decir en mi defensa, así que durante unos largos minutos estuvimos en silencio.

—Yo no puedo vivir de esa forma —me dijo al fin—. No puedo vivir con un esposo que en cualquier momento puede ser asesinado o ahorcado o deportado. ¿Queréis casaros conmigo? ¿Tener hijos? Una mujer debe tener un marido. Los hijos necesitan un padre, Benjamin. Yo no puedo vivir así.

Y yo no tenía ningún argumento para convencerla de lo contrario.

Tres semanas después, recibí una nota suya donde me pedía que la visitara en su casa en Anne's Court. Nunca antes me había enviado un mensaje semejante y, por un rato, me sentí halagado; pensé que, con insinuaciones de dama, pretendía decirme que había cambiado de opinión, que había meditado debidamente el asunto y había desechado sus prejuicios. Sin embargo, aunque me dejé llevar por la imaginación, en ningún momento llegué a creer realmente que me diría lo que yo tanto deseaba escuchar.

Aunque tampoco había previsto que me daría la noticia que yo más temía. Cuando su sirvienta me hizo pasar a la sala de recibir, la vi en pie, nerviosa, pasando las páginas de un libro cuyo nombre, sospechaba yo, no hubiera sabido decirme si le hubiera preguntado. Lo dejó y me dedicó la misma sonrisa forzada que un cirujano cuando prepara una operación dolorosa. Sus ojos verdes parecían más hundidos de lo que yo recordaba.

—¿Un vaso de vino? —preguntó, aunque sabía perfectamente que yo aceptaría. Todas mis ilusiones se desvanecieron al ver su expresión angustiada. Tomé el vino de su mano temblorosa, esperando que me diera ánimos.

»Aún no he informado a vuestro tío —me dijo cuando los dos estuvimos sentados—, pues deseaba decíroslo a vos primero. No quería que lo supierais por terceras personas.

No tenía ni idea de qué quería decirme, aunque en el fondo debía de saberlo, pues recuerdo que me aferré a los brazos de la silla, medio incorporándome, y volví a sentarme otra vez.

—Voy a casarme —anunció. Sus labios estaban entreabiertos, en una cruel imitación del pavor. Y entonces, controlándose, esbozó otra sonrisa forzada. Cuando me la imagino casada, siempre la veo con esa sonrisa.

Durante unos eternos minutos, no dije nada. Tenía la mirada clavada en el frente. ¿A quién había encontrado que fuera más digno que yo? Pensaba en todos los momentos que habíamos compartido —como amigos, por supuesto— y en lo feliz que me sentía siempre cerca de ella, el placer que me producía su compañía. En la emoción de sentir a cada instante que tal vez lograría hacer que cambiara de opinión. Ahora todo había acabado.

—Espero que seáis muy feliz —dije al fin. Hablé en tono neutro y uniforme, pensando que era lo más digno… y lo más cruel.

—Temo que vuestro tío pueda mostrarse disgustado —dijo muy deprisa, como si lo tuviera ensayado—. Veréis, el hombre con quien voy a casarme es inglés, y su familia apoya desde hace mucho las tendencias de la Alta Iglesia. Por el bien de los dos, he decidido convertirme a su Iglesia.

Yo di un sorbo a mi vino y lo tragué demasiado deprisa. Sentí un ligero mareo.

—¿Vais a convertiros?

—Sí.

Ignoro qué esperaba Miriam de mí… que me enfadara y la aleccionara y divagara, que exigiera que me explicara lo que supiera de ese hombre y utilizara mis habilidades de cazador de ladrones para averiguar lo que pudiera. Abrí la boca para hablar, pero solo conseguí proferir un sonido ahogado y humillante. Me aclaré la garganta y volví a empezar.

—¿Por qué? —dije muy serio.

—¿Cómo podéis preguntarme eso?

—¿Cómo? ¿Y cómo podría no hacerlo? ¿Creéis lo mismo que él? ¿Su fe es la vuestra?

—Me conocéis desde hace el tiempo suficiente para saber que no tomaría una decisión como esta por mis creencias. De haber querido convertirme al cristianismo por convicción, lo habría hecho hace mucho tiempo.

—Entonces, ¿por qué? —Mi tono era más alto y agresivo de lo que pretendía.

Miriam cerró los ojos un momento.

—Se trata de la felicidad.

Oh, cuánto me hubiera complacido poder destruir sus argumentos, pero ¿con qué podía rebatir sus palabras? ¿Qué podía decir de su felicidad… la felicidad que le proporcionaba un hombre al que no conocía? Hubiera debido irme en ese momento, lo sé, pero, puesto que iba a pasar medio año torturándome, no había razón para no empezar allí mismo.

—¿Lo amáis?

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