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Authors: David Liss

Tags: #Intriga, Histórico

La conjura (5 page)

—Señor Ufford, estoy familiarizado con el concepto de sermón.

—Por supuesto, por supuesto —dijo él; pareció desilusionarle no poder seguir con su definición—. Sabía que lo estaríais. Bien, como decía, en los últimos meses, me he acostumbrado a dar sermones sobre un tema muy querido por mí, y muy apreciado por mis parroquianos, pues mayoritariamente son trabajadores de la escala más baja entre los hombres que trabajan. Hombres que viven de lo que ganan cada día y a quienes perder la paga de unos pocos días o contraer una enfermedad que exija pagar a un médico podría acarrear la ruina más completa. He hecho mía su causa, señor, y he hablado en su nombre. He hablado, digo, por los derechos de los hombres trabajadores de la ciudad, para que tengan un salario decente y puedan mantener a sus familias. He hablado en contra de la crueldad de quienes los obligan a vivir en una pobreza tan absoluta que el atractivo de ganar dinero rápido cometiendo horribles delitos, el pecado de la prostitución y el olvido que les proporciona la ginebra conspiran para perderlos en cuerpo y alma, sí, en cuerpo y alma. He hablado en contra de estas cosas.

—Me atrevería a decir que estáis hablando en contra de ellas ahora —comenté.

De nuevo, el señor Ufford me sorprendió con su carácter bondadoso. Rió y me dio unas amables palmaditas en el hombro.

—Debéis perdonarme si hablo demasiado, Benjamin. Pero cuando se trata de los pobres y su bienestar nunca diré bastante.

—En ese particular sois admirable, señor.

—Solo cumplo con mi deber de cristiano… y me gustaría ver que otros en mi iglesia lo hacen. Pero, como digo, he hecho mía la causa de los pobres y he hablado de las injusticias a las que se enfrentan. Yo pensaba que mis actos harían el bien, pero he descubierto que hay a quien no le gusta mi mensaje, incluso entre los más necesitados, entre los hombres a quienes deseo ayudar. —En este punto, Ufford metió la mano en el interior de su levita y sacó un pedazo arrugado de papel—. ¿Queréis que os lo lea, Benjamin? —preguntó con toda la intención.

—Soy hombre de letra —dije, tratando con todas mis fuerzas de ocultar la irritación. No era frecuente que se me tuviera por alguien tan inculto como para no saber leer.

—Por supuesto, la vuestra es una raza cultivada, lo sé.

Me entregó la nota, escrita en unos caracteres bastos e irregulares.

Señor Yufur:

Mardito y mardito dos vezes y dos vezes mas, canaya sin escrúpulos. A naide le interesan sus discursos, mardito. Si no callas de una vez descubrirás que ay qien sabe azeros qe os cayais quemando vuestra casa con bos adentro y si la piedra no se qema pues os cortaran el pescuezo y os desangrareis porqe sois un zerdo. No mas discursitos sobre los pobres o vais a enteraros de lo que somos los pobres y qe podemos hazer y sera lo ultimo que sabréis porqe os iréis al infierno zerdo retorzido. Ya emos avisado, la prosima bez le mataremos.

Dejé la nota sobre la mesa.

—En mis tiempos, yo también oí a hombres de mi religión pronunciar discursos con los que no estaba del todo de acuerdo. Sin embargo, esta respuesta me parece excesiva.

Ufford negó con la cabeza tristemente.

—No podéis imaginaros la sorpresa que sentí al leer esta nota, Benjamin. Que yo, que he decidido dedicar mi vida a ayudar a los pobres, tenga que recibir sus insultos, aunque sean pocos, es una enorme decepción para mí.

—Y da miedo —apuntó Littleton—. Todo eso de quemar la casa y cortarle el pescuezo. Pondría a cualquier hombre muy nervioso. Vaya, si fuera yo, me escondería en la bodega como un niño azotado.

Sin duda al señor Ufford le había puesto nervioso. El cura se sonrojó y se mordió el labio.

—Sí. Veréis, Benjamin, mi primer pensamiento fue que, si la gente se oponía tan enérgicamente a mis sermones, quizá no debía continuar pronunciándolos. Después de todo, aunque tenga cosas que decir, no me considero tan excéntrico como para arriesgar mi vida por mis ideas. Pero entonces, cuando lo medité más a fondo, pensé si eso no sería una cobardía. Sería mucho más honorable descubrir quién estaba detrás de esas notas y llevarlo ante la justicia. Ni que decir tiene que no volveré a dar más sermones sobre el tema hasta que este asunto esté solucionado. Sería una imprudencia.

Al instante empecé a sentir que la helada maquinaria de mi oficio empezaba a descongelarse. Pensé en una docena de hombres sobre los que podía preguntar. Pensé en las tabernas que visitaría, en los mendigos predispuestos a que les preguntara. Había mucho que hacer para ayudar al señor Ufford, y me di cuenta de que estaba deseando hacerlo… no por él, sino por mí mismo.

—Si se lleva el asunto correctamente, no será difícil dar con el autor —aseguré. La seguridad de mi voz nos alegró a ambos.

—Oh, eso está bien, señor, muy bien, desde luego. Me han dicho que vos sois el hombre indicado para estos asuntos. Si supiera quién ha enviado la nota y solo fuera menester capturarlo, tendría que recurrir a Jonathan Wild. Pero me dicen que vos sois quien puede encontrar a un hombre cuando nadie sabe dónde está.

—Me halaga vuestra confianza. —Reconozco que me complacieron sus palabras, pues los méritos que me atribuía los había ganado a pulso. Había aprendido una o dos cosillas gracias a los problemas que tuve cuando trataba de descubrir quién había asesinado a mi padre y la relación que tenía su muerte con los complejos engranajes económicos que impulsan esta nación. Pero, lo más importante, descubrí que la filosofía que se esconde detrás de sus monstruosas finanzas, y que lleva por nombre «teoría de la probabilidad», podía aplicarse de forma sorprendente a la captura de ladrones. Hasta que supe de ella, no conocía otra forma de localizar a un villano que la de utilizar testigos o sonsacar confesiones. Pero, mediante el uso de la probabilidad, descubrí la forma de especular y calcular quién era más probable que hubiera cometido el crimen, cuál podía ser el motivo, y cómo el rufián podía haber llevado a cabo sus fechorías. Con este nuevo y asombroso método logré atrapar a criminales que de otro modo habrían escapado de las garras de la justicia.

—Imagino que os estaréis preguntando por qué he pedido a John que nos acompañara —dijo Ufford.

—Sí, me lo había preguntado —concedí.

—John es una persona que he conocido a través de la labor que realizo con los pobres de mi parroquia. Y, ciertamente, sabe mucho sobre las personas que podrían haber enviado esta nota. He pensado que podría orientaros un poco mientras exploráis las guaridas de los desafortunados habitantes de Wapping.

—No me gusta meterme en esas cosas —me dijo Littleton—, pero el señor Ufford me ha hecho algunos favores y tengo que devolvérselos en lo que puedo.

—Bien. —Ufford apuró su vaso y se apartó de la mesa—. Creo que ya hemos terminado. Evidentemente, debéis informarme de vuestros progresos. Y si tenéis alguna pregunta, espero que me mandéis una nota y buscaremos una fecha adecuada para discutir el asunto.

—¿No preguntáis —dije yo— por mi tarifa para realizar el servicio que pedís?

Ufford rió y se toqueteó con nerviosismo uno de los botones de su levita.

—Por supuesto, imagino que querréis vuestro dinero. Bien, cuando hayáis terminado, nos ocuparemos de eso.

Así era como los hombres de la posición del señor Ufford acostumbraban a pagar a los comerciantes. No preguntaban hasta que el trabajo estaba hecho, y entonces pagaban lo que querían cuando querían… o no pagaban. ¿Cuántos cientos de carpinteros, herreros y sastres se habían ido a la tumba en la más absoluta pobreza mientras los ricos a quienes servían les robaban abiertamente bajo el amparo de la ley? Yo no era tan necio como para aceptar semejante trato.

—Necesito que se me paguen cinco libras ahora, señor Ufford. Si mis pesquisas se prolongan más de quince días os pediré más, y entonces podréis decirme si estáis lo bastante satisfecho para pagarme lo que pido. Sin embargo, por experiencia puedo deciros que si en quince días no he conseguido localizar al criminal, seguramente nunca lo encontraré.

Ufford se soltó el botón y me miró con expresión severa.

—Cinco libras es mucho dinero.

—Lo sé —dije—. Por eso deseo que me las deis.

El hombre se aclaró la garganta.

—Debo informaros de que no estoy acostumbrado a pagar antes de que el servicio esté hecho, Benjamin. Y no demostráis ningún respeto al pedírmelo.

—Ni pretendo ser respetuoso ni pretendo ser rudo. Se trata simplemente de mi forma de llevar estos asuntos.

Ufford suspiró.

—Muy bien. Podéis volver hoy más tarde. Barber, mi sirviente, os entregará una boba con lo que pedís. Entre tanto, sin duda ustedes dos tienen mucho de qué hablar, jovencitos. Pueden quedarse en esta habitación tanto como quieran, siempre que no pase de una hora.

Littleton, que había estado muy ocupado mirando el fondo de su jarra de cerveza, levantó la vista.

—No somos jovencitos —dijo.

—¿Disculpad?

—Digo que no somos jovencitos. Usted no es mucho mayor que Weaver, y yo soy lo bastante viejo como para ser su padre, porque me inicié en estas lides siendo muy joven. Vaya que sí. No somos jovencitos, ¿no?

Ufford contestó con una parca sonrisa, tan condescendiente que fue mucho más cruel que un reproche directo.

—Por supuesto, John, tenéis toda la razón. —Y dicho esto se levantó y nos dejó solos.

En el transcurso de la conversación, había recordado de qué conocía el nombre de Littleton. Menos de diez años atrás, se había labrado, involuntariamente, cierta fama de agitador entre los trabajadores de los astilleros de Deptford. El descalabro provocado por su grupo de trabajadores dio pie a no pocos artículos en los periódicos.

Los trabajadores de los astilleros tenían por costumbre llevarse los fragmentos de madera que sobraban de su trabajo de serrar, fragmentos que ellos llamaban «astillas» y que después vendían o trocaban. El valor de las astillas tenía no poca importancia en sus salarios. Cuando Littleton trabajaba en los astilleros, la autoridad portuaria había llegado a la conclusión de que muchos hombres cogían piezas enteras de madera, las dividían en pequeños fragmentos y luego se las llevaban… lo cual le costaba al puerto una considerable fortuna cada año. La orden se dio inmediatamente: los trabajadores no podrían seguir llevándose las astillas, pero no se les ofreció ningún aumento de sueldo como compensación. Con aquella medida, pensada para reducir el fraude, la autoridad portuaria redujo drásticamente los ingresos de sus trabajadores y se ahorró una importante cantidad de dinero.

John Littleton fue uno de los que protestó más enérgicamente. Formó un grupo de trabajadores y declararon que si ellos no tenían sus astillas, los astilleros no tendrían trabajadores. En un gesto desafiante, cargaron con su botín como habían venido haciendo, se lo echaron a la espalda y salieron entre una multitud que los abucheó y les dijo cosas muy feas. Esa es la razón por la que, incluso después de tantos años, cuando un trabajador actúa de forma descarada con sus superiores, en Inglaterra decimos que «lleva una astilla al hombro».

Al día siguiente, cuando Littleton y sus amigos trataron de salir con el botín se encontraron con mucho más que un montón de oportunistas malhablados. Sí señor, lo que encontraron fue un grupo de rufianes pagados por la autoridad portuaria para hacer que aquel desafío les resultara poco rentable. Les golpearon y les quitaron sus astillas para venderlas ellos mismos. Todos los afectados escaparon con apenas unos moretones y algunos golpes en la cabeza…, todos salvo John Littleton, a quien arrastraron de vuelta a los astilleros, lo golpearon sin piedad y, tras atarlo a un montón de madera, lo dejaron a su suerte durante casi una semana. De no ser porque llovió antes de que lo encontraran, hubiera muerto de sed.

Este incidente fue recibido con gran indignación general, pero no tuvo ninguna consecuencia para los atacantes de Littleton… ninguna consecuencia salvo que terminó con la rebelión contra la autoridad portuaria y con la carrera de Littleton como agitador entre los trabajadores.

Littleton llamó a la moza para que volviera a llenarle la jarra y la apuró de un par de tragos.

—Ahora que se ha ido, os diré lo que tenéis que saber, y cuanto antes encontréis al tipo y consigáis vuestras cinco libras, más generoso seréis con vuestro amigo John Littleton. Con un poco de suerte, podríais tener el asunto zanjado mañana, y luego podéis reposar cómodamente como una comadre cuando le curan a su hombre la viruela.

—Decidme qué sabéis.

—Para empezar, debéis comprender que esta no es la parroquia de Ufford. Su iglesia es la de San Juan Bautista, en Wapping. No vive allí porque no le interesa vivir en un tugurio que huele el doble de bien que un pozo de mierda. Tiene un coadjutor que le paga unos chelines cada semana para hacer casi todo su trabajo y que anda siempre como un esclavo haciendo lo que Ufford le dice. Hasta hace poco le hacía también el sermón del domingo, pero entonces a Ufford le dio por defender a los pobres, como nos llama, y por eso aceptó más tareas.

—¿Y eso cómo puede ayudarme a encontrar al hombre que escribió la carta? —pregunté.

—Bueno, el caso es que hay bastante descontento entre los estibadores. —Y con gesto orgulloso se dio unos toques en su insignia—. Están quitando antiguos privilegios pero no dan nada a cambio. A los que se guardan un poco de tabaco en los pantalones o se meten unas pocas hojas de té en los bolsillos los están deportando, y dicen que tienen suerte de que no los manden a la horca. Y aunque ahora no pueden seguir birlando cosas, no les dan nada a cambio. Así que están enfadados, todos, enfadados como un perro con una vela encendida en el culo.

—¿Una vela encendida, decís?

Él sonrió.

—Chorreando cera.

Entendía perfectamente que a Littleton poco podía importarle aquella situación, pues debía de recordarle lo que le sucedió a él en los astilleros. Tal era la naturaleza del trabajo en todas las islas. Las compensaciones que se daban tradicionalmente, como bienes o material, se negaban a los trabajadores y no se les ofrecía nada a cambio. Lo que me sorprendía era que, teniendo en cuenta lo que había sufrido en el pasado por defender los derechos de los trabajadores, Littleton se dejara arrastrar al círculo de Ufford. Aunque sabía bien que cuando un hombre tiene hambre, con frecuencia se olvida de sus miedos.

Sin embargo, la historia que Littleton acababa de contarme no tenía sentido.

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