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Authors: Dominique Lapierre

Tags: #Drama

La Ciudad de la Alegría (49 page)

Envuelta en un sari de colores alusivos —azul y rojo con una lluvia de estrellitas doradas—, Manubai iba de un grupo a otro. Como los doscientos o trescientos invitados restantes, Max estaba deslumbrado por la gracia y la belleza de aquella india que recibía como una soberana. Sin embargo, el suyo había sido un camino durísimo antes de llegar a crear esta ilusión. Aunque hoy en día las viudas ya no se arrojan a las llamas de la pira funeraria de su marido, en el seno de la sociedad india su suerte no es envidiable. Para seguir viviendo en su hermosa casa y disfrutar de unos ingresos decentes, ¡cuántas batallas había tenido que librar Manubai a la muerte de su esposo, propietario de la primera casa de comercio de la ciudad! Apenas se habían apagado las llamas de la pira de su marido, cuando su familia política decretaba su expulsión. Durante dos años, llamadas telefónicas anónimas la habían tratado de acaparadora y de puta. Insultos, amenazas, todo lo había soportado con la frente muy alta, oponiéndose a sus enemigos con el silencio, dedicándose a la educación de sus dos hijos, viajando, impulsando la carrera de artistas jóvenes, apoyando sus obras. Acababa de legar sus ojos de color de esmeralda al primer banco de ojos de Bengala, institución que ella misma había fundado para socorrer a algunos de los numerosos casos de ceguera de esta parte del mundo.

De pronto, Max advirtió que un brazo se deslizaba bajo el suyo.

—¿Es usted el doctor Loeb? —preguntó Manubai.

Aspiró un perfume embriagador de pachulí.

—Lo ha adivinado —dijo tímidamente.

—Me han hablado de usted. Parece que es usted un tipo formidable: vive en un
slum
y ha montado allí un dispensario para atender a los pobres… ¿Me equivoco?

Max sintió que se ruborizaba hasta la punta de los pies.

Las caras de Kamruddin, de Bandona, de Margareta, de todos sus compañeros indios del
slum
pasaron ante sus ojos. Si en algún lugar había personas formidables eran ellos. Ellos, que nunca habían necesitado una noche en un hotel de lujo para olvidar el horroroso escenario de sus vidas. Ellos, para quienes nunca había ni recepciones ni cumplidos.

—Sólo he querido distraerme haciendo algo útil —respondió.

—¡Es usted demasiado modesto! —protestó Manubai con viveza. Le cogió la mano con sus largos dedos y le empujó hacia adelante—. Venga —dijo—, voy a presentarle a uno de nuestros mayores sabios, nuestro futuro Premio Nobel de Medicina.

El profesor G. P. Talwar, un risueño cincuentón, era un hombrecillo activo y sonriente. Había cursado parte de sus estudios en el Instituto Pasteur de París. Jefe del departamento de biología en el Instituto de Ciencias Médicas de Nueva Delhi, templo de la investigación médica india, desde hacía varios años trabajaba en una vacuna revolucionaria capaz de transformar el porvenir de la India. Se trataba de la primera vacuna contraceptiva mundial: una sola inyección bastaría para hacer estéril a una mujer durante un año. Max pensó en los cientos de paquetitos de carne que madres desesperadas habían dejado encima de su mesa. No había ninguna duda, acababa de conocer a un bienhechor de la humanidad. Pero ya Manubai le llevaba hacia otro de sus protegidos.

Con sus cabellos rubios y ensortijados y su cara de
bon vivant
, el inglés James Stevens se parecía más a un anuncio publicitario del jabón Cadum que a un émulo de la Madre Teresa. Y no obstante, aquel hombre de treinta y dos años, vestido a la manera india, con una camisa holgada y un pantalón de algodón blanco, era, como Paul Lambert, e indudablemente como otros desconocidos, una especie de Madre Teresa anónima, alguien que había dedicado su vida a los pobres, en su caso los seres más desheredados y abandonados de Calcuta, los hijos de los leprosos. Nada destinaba a un próspero propietario de una cadena de camiserías en Inglaterra a aquel apostolado en la India, pero un día su afición a los viajes le condujo a Calcuta. Aquella visita le impresionó tanto que a su regreso liquidó todos sus bienes, incluyendo su hermosa quinta de Thornbury. De vuelta a Calcuta, se casó con una india. Luego, después de alquilar con su dinero una gran casa de los suburbios, empezó a recorrer los barrios de chabolas en una vieja camioneta recogiendo a niños enfermos y hambrientos. Al cabo de un año, su hogar contaba con cerca de un centenar de pequeños pensionistas. Le dio el hermoso nombre indio de Udayan, Resurrección. La obra devoró toda su fortuna. Pero felizmente, almas generosas como Manubai tomaron el relevo. Stevens por nada en el mundo hubiera dejado de asistir a uno de sus
parties
. Para ese aficionado al whisky y al jerez, representaban cada vez una escapada a otro planeta.

Una escapada que aquella noche empujó a Max Loeb a un lugar que no había previsto: la cama con baldaquino de la primera anfitriona de Calcuta. ¿Cómo pudo llevar a cabo esa hazaña? Había bebido demasiados whiskies y vino de Golconda para recordarlo exactamente. Sólo recordaba que cuando, hacia medianoche, había juntado las manos a la altura del corazón para despedirse de Manubai, ésta rechazó su gesto. Sus ojos verde esmeralda imploraron:

—Max, quédese un poco más. Esta noche es deliciosamente fresca.

Dos horas más tarde, cuando ya se hubo ido el último invitado, le había arrastrado directamente hacia su alcoba, un cuarto inmenso que ocupaba casi todo el primer piso de la mansión. El parqué relucía como un espejo. Muebles de maderas tropicales exhalaban un delicioso perfume de alcanfor. Al fondo se encontraba la cama, con dos columnas salomónicas de madera de teca, sosteniendo un baldaquino de terciopelo del que caía el fino bordado de un mosquitero. En las paredes había un papel floreado de vivos colores. En una de ellas se exhibía una venerable colección de amarillentos grabados con vistas de la Calcuta colonial de antaño y escenas de la vida en Bengala. En la pared de enfrente no había nada, excepto un inmenso retrato de hombre con una expresión severa. No era un cuadro, sino una fotografía. Aquel rostro habitaba la alcoba con la misma intensidad que si estuviese vivo.

Max recordaba que Manubai encendió un tocadiscos. Y de pronto la voz, la voz ronca y emotiva de Louis Armstrong, acompañada de las sonoridades desgarradoras de su trompeta, invadieron la alcoba. Olvidándose por un instante de la India, Max se dejó caer, vencido por la felicidad, en el diván que había ante la cama. Un criado descalzo trajo whisky y botellas de soda. Manubai se instaló en las rodillas del americano y bebieron juntos. Se besaron. Max recordaba que en un momento determinado entraron por la ventana gritos de pájaros, mezclando sus agudísimos trinos a los sones de la trompeta. Era fantástico. La joven apagó todas las luces, salvo una gran lámpara china cuya pantalla con borlas inundaba la alcoba en una voluptuosa penumbra. El retrato de su marido parecía haberse borrado en la pared. Lo que ocurrió luego no era más que una sucesión de imágenes confusas y excitantes. Después de haber esbozado unos pasos de baile, la india y el americano derivaron suavemente hacia los mullidos almohadones y las sábanas de seda de la cama con baldaquino. Se encerraron tras el muro invisible del mosquitero. Tendidos uno al lado del otro, esperaron a que callara la voz de
Satchmo
. Entonces se abandonaron al placer.

Era ya pleno día cuando unos golpes en la puerta arrancaron a Max de los brazos de Manubai. Fue a abrir.


Sahib
, hay alguien que quiere verte. Dice que es urgente.

Max se vistió y bajó corriendo la escalera detrás del criado.

—¡Lambert! ¡Diantre! ¿Se puede saber qué haces aquí?

—Ya suponía que después de tu
party
se te iban a pegar las sábanas —respondió riendo el francés—. Por eso he venido a buscarte.

Recuperando su seriedad, añadió: «El autobús de los leprosos está a punto de llegar. Te necesitamos, Max. Habrá amputaciones».

«El autobús de los leprosos» era el apodo que Lambert había dado a la ambulancia que la Madre Teresa le enviaba todos los miércoles con tres de sus hermanas. No pudiendo abrir su pequeña leprosería en el barrio de chabolas, era el único medio que había encontrado para atender los casos más graves. A fin de evitar cualquier nuevo enfrentamiento con el padrino y sus sicarios, instalaba la ambulancia en la acera del bulevar que llevaba a la estación, es decir, lejos de los límites de la Ciudad de la Alegría.

Las monjas de la Madre Teresa eran verdaderas fuerzas de la naturaleza. La que tenía más edad del grupo, una muchacha alta, de piel muy clara, bella y distinguida en su sari blanco con cenefa azul, no había cumplido aún los veinticinco años. Se llamaba Paulette. Era india de la isla Mauricio, y hablaba en pintoresco y musical francés de las islas. Comiéndose las erres, había apodado a Lambert «Dotó Pol». Dotó Pol por aquí, Dotó Pol por allá, las llamadas de Sor Paulette hacían reír a Lambert. «Eran como orquídeas lanzadas en medio de la podredumbre». Porque las sesiones del miércoles eran una dura prueba.

Esa mañana, como siempre ocurría, hubo un aluvión en cuanto aparecieron, en el hormigueo del bulevar, las chapas blancas y rojas del pequeño vehículo, «regalado a la Madre Teresa por sus amigos de Japón». Los leprosos salían a decenas de las aceras donde habían pasado la noche. Aferrados a sus muletas, a sus tablas con ruedas, arrastrándose sobre maderos, se aglomeraban alrededor de las tres mesas plegables que las monjas armaban en plena calle. Una servía para distribuir medicamentos, otra para las inyecciones y la tercera para curar las llagas y para amputar. Con suavidad, pero también con firmeza, Sor Paulette trató de ordenar aquella marea de lisiados en una fila más o menos organizada. Cuando llegaron Max y Lambert, ocupaba varias decenas de metros.

¡El hedor! Max vio a transeúntes que de repente huían corriendo, con la nariz oculta en un pañuelo. Pero en general la atracción del espectáculo era más fuerte. Racimos de mirones se agrupaban en torno a los dos
sahibs
y a las tres monjas. Pronto todo el bulevar fue un atasco. «Me sentía como un prestidigitador exhibiéndose en una feria», dirá el norteamericano, todavía con la euforia de su noche de placer. Pero su euforia iba a ser breve. La escena era dantesca. Apenas un leproso ponía su muñón sobre la mesa, de él escapaba un bullicio de lombrices. Jirones de carne se desprendían de los miembros completamente podridos. Los huesos se pulverizaban como madera carcomida. Provisto de un simple par de pinzas y de una sierra de metales, Max cortaba, cercenaba, limaba. Un trabajo de carnicero. En medio de un pegajoso torbellino de moscas, de súbitas ráfagas de polvo, con un calor sofocante, vertía sobre las llagas ríos de su propio sudor. Sor Paulette hacía de anestesista. No tenía nada para aliviar los dolores de ciertas amputaciones, ni morfina, ni curare, ni
bhang
[53]
. Sólo tenía su amor. Max no olvidaría nunca la imagen de aquella india «cogiendo en sus brazos a un leproso, abrazándole y canturreándole una nana mientras yo le cortaba la pierna».

Pero, como solía ocurrir, en medio de las peores situaciones había escenas de una increíble jocosidad. Max recordaría siempre «la cara compasiva de aquel policía con casco que contemplaba las amputaciones aspirando enérgicamente el humo de dos bastoncillos de incienso que se había pegado debajo de las ventanillas nasales». Aprovechando el numeroso público de que disponían, unos astutos lisiados que carecían de piernas se pusieron a ejecutar un número de cabriolas y payasadas que desataron las risas e hicieron caer una lluvia de moneditas en su bolsa. Por el contrario, otros enfermos atrajeron la atención de los espectadores mediante una brusca explosión de cólera. Amenazando a las monjas con sus muletas, exigían medicamentos, comida, zapatos, ropa. Sor Paulette y «Dotó Pol» tenían que aplacar continuamente esas tormentas. Lambert lo había comprobado a menudo: es más difícil recibir que dar.

Max llevaba ya tres horas operando cuando dos leprosos depositaron sobre su mesa a un hombre sin piernas, barbudo, con el pelo hirsuto cubierto de ceniza. El americano se apresuró a llamar a Lambert, que repartía pastillas de sulfone al otro lado de la ambulancia. El sacerdote lanzó un grito.

—¡Max, es Anonar! Estuviste en el parto de su mujer la noche de tu llegada.

—¡Ya decía yo que conocía esa cara! ¡Y que no debía de recordarla de Miami!

A pesar de lo trágico de la situación, ambos lanzaron una carcajada. Pero la hilaridad de Lambert no tardó en esfumarse. El pobre Anonar parecía estar en las últimas. Tenía los ojos cerrados. Sudaba. De su boca escapaban palabras incoherentes. Su cuerpo descarnado se hinchaba al ritmo de una respiración imperceptible y agitada. A Max le costó mucho encontrarle el pulso.

—La gangrena —dijo Lambert, examinando el vendaje sucio y maloliente que envolvía el antebrazo hasta el codo—, sin duda es la gangrena.

Ayudados por Sor Paulette, con mucho cuidado deshicieron las vendas. Anonar parecía insensible. Por fin llegaron a las últimas gasas. Entonces Max sintió que sus piernas «se hundían bruscamente en un mar de algodón». El brazo podrido de Anonar, la multitud de rostros que le rodeaban, los silbidos desgarradores de los autobuses, la voz de Lambert, todo se precipitó súbitamente en un torbellino de colores y de ruidos. Luego, en seguida se produjo el vacío. Hubo un ruido sordo en el bordillo de la acera. Max Loeb se había desplomado, desvanecido. Abandonando el brazo del leproso, Sor Paulette y Lambert cargaron entre los dos al americano y le transportaron a la ambulancia. Entonces el sacerdote vio que la mano de la dulce Paulette rasgaba el aire sofocante para caer sobre la mejilla de Max.

—¡Despierta,
dotó
! ¡Despierta! —gritaba ella, abofeteándole repetidamente.

El americano acabó por abrir los ojos. Al ver la cara de la monja tan cerca de la suya, se sorprendió. Hasta su memoria ascendieron recuerdos de la última noche.

—¿Dónde estoy? —preguntó.

—En una acera de Calcuta, cortando piernas y brazos a leprosos —respondió Lambert, a quien el incidente más bien había irritado.

Se arrepintió inmediatamente de haber dicho aquello. «No es nada, hombre. Sólo un poco de cansancio a causa del calor», añadió afectuosamente.

Media hora después, Max volvía a sus pinzas y a su sierra de carnicero. Esta vez tenía que cortar todo un brazo hasta el hombro. El brazo podrido de gangrena de Anonar. Sin duda era ya demasiado tarde. Al carecer de antibióticos, la infección debía de estar ya galopando por todo el organismo de aquel hombre invadido por el mal desde hacía mucho tiempo. Lambert y Paulette tendieron al lisiado de costado. Entre los mirones se oyó un murmullo de voces ahogadas cuando la mano de Max, enarbolando las pinzas, se elevó por encima de la silueta tumbada. Pero nadie oyó el primer corte en la carne. El propio Max tenía la impresión de cortar en una esponja, hasta tal punto la piel, los músculos y los nervios se encontraban en estado putrefacto. A veces, al seccionar un vaso, brotaba un poco de sangre negruzca que Sor Paulette absorbía con una compresa. Al llegar al hueso, justo debajo de la articulación del hombro, Max cambió de instrumento. Esta vez todo el mundo oyó el rechinar de dientes de la sierra mordiendo la pared del húmero. Al cabo de muy poco, Max volvió a sentir que sus piernas «se hundían en algodón». Crispó sus dedos sobre el mango y se apoyó con todas sus fuerzas. Para evitar pensar, oler, ver, oír, habló para sí mismo. «Sylvia, Sylvia, te quiero», repitió, mientras su mano aceleraba el movimiento de vaivén, como un autómata. De pronto, todos oyeron un chirrido más agudo de la hoja. Como un árbol al que un último hachazo acaba de derribar, el miembro se separó del cuerpo. Ni Lambert ni Sor Paulette llegaron a tiempo de coger el brazo, que cayó sobre la acera y fue rodando hasta el arroyo. Max dejó la sierra y se secó el sudor de la frente y de la nuca. Entonces vio el rápido espectáculo que iba a obsesionarle durante todo el resto de su vida, «un perro sarnoso que se llevaba entre los dientes el brazo de un hombre».

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