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Authors: Dominique Lapierre

Tags: #Drama

La Ciudad de la Alegría (47 page)

La madre de Bandona estaba de pie. Era una mujer de corta estatura, con moño y completamente arrugada, como las viejas chinas del campo. Bromeaba con las vecinas que se aglomeraban en su vivienda limpísima y cuidadosamente ordenada. En la pared, detrás del poyo que servía de cama a ella y a sus cinco hijos, tenía dos imágenes de sabios budistas tocados con gorros amarillos y una fotografía del Dalai Lama. Ante estos iconos ardía la llama de una lámpara de aceite.


Daktar
, no tenías que molestarte —protestó—. Me encuentro muy bien. El gran Dios aún no me quiere a su lado.

Obligó al americano a sentarse y le sirvió té y golosinas. Bandona, tranquilizada, volvía a sonreír.

—De todas formas, me gustaría reconocerla —insistió Max.

—No vale la pena, te repito que me encuentro muy bien.

—Mamá, el doctor ha venido especialmente de América —intervino Bandona.

El nombre de América tuvo un efecto mágico. Pero no hacía falta expulsar a la gente del cuarto. En un
slum
todo se hace en público, hasta un examen médico.

Media hora después, Max guardaba su estetoscopio.

—Bandona, tu mamá es fuerte como una roca —afirmó, con tono tranquilizador.

Entonces se produjo el drama. La anciana quiso ponerse de pie para verter agua en la tetera y un súbito acceso de tos le cortó la respiración. Se desplomó. Un chorro de sangre salió de su boca. Max se precipitó para ayudar a Bandona a llevarla a la cama. Bandona le limpiaba la sangre. Max comprendió por el movimiento de sus labios que rezaba. La vieja assamesa estudió a las personas que la rodeaban. En su expresión no había ningún temor, al contrario, una serenidad total. Max preparó una jeringuilla con un tónico cardíaco, pero no tuvo tiempo de clavar la aguja. El rostro de la madre de Bandona se tensó bruscamente. Dejó escapar un suspiro. Todo había terminado.

Entonces Bandona lanzó un verdadero aullido y se desplomó sollozando. Todos los demás hicieron lo mismo. Durante unos minutos, hubo un estruendo desgarrador de gritos, de llantos, de lamentos. Las mujeres se rasgaban la cara con las uñas, los hombres se daban puñetazos en el cráneo. Los niños, como enloquecidos, imitaban a sus padres. Otros gemidos procedían del corralillo y de la calleja vecina. Luego, tan bruscamente como se había desmoronado, Bandona volvió a levantarse, se sacudió el sari, se ordenó las trenzas. Con los ojos secos, la cara grave, se hizo cargo de la situación.

«Entonces asistí a un asombroso festival de órdenes y de mandatos», habría de contar el americano. «En diez minutos, la joven lo organizó todo, lo programó todo. Mandó a sus hermanos a los cuatro extremos de Bengala para avisar a los parientes, y despachó vecinos y amigos al bazar para comprar los accesorios funerarios: una litera mortuoria de color blanco, según la tradición budista, polvo de bermellón para la decoración ritual del cadáver, cirios, incienso,
ghee
,
khadi
de algodón y ramilletes de jazmín, de claveles y de lirios. Para pagar todo eso hizo que llevaran sus dos brazaletes de oro y su colgante al usurero afgano que había al fondo de su calleja a fin de obtener un préstamo inmediato de mil rupias. Para acoger, alimentar, atender debidamente y agradecer a las decenas de parientes y amigos que acudirían, mandó comprar cincuenta kilos de arroz, otro tanto de harina para los
chapatis
, además de legumbres, azúcar, especias y aceite. Finalmente hizo llevar cien rupias al bonzo de la pagoda de Howrah para que viniese a recitar los
slokas
budistas y a realizar los ritos religiosos».

Tres horas más tarde, todo estaba preparado. Envuelta en una mortaja de algodón blanco, la madre de Bandona reposaba sobre una litera perfumada de jazmín. Sólo los pies y las manos, embadurnados de bermellón, eran visibles, además de su rostro, del que la muerte había borrado casi todas las arrugas. Parecía una momia. A su alrededor, decenas de bastoncillos de incienso exhalaban un suave olor de pachulí. En una lamparilla ardía alcanfor. A continuación las cosas fueron muy de prisa. El bonzo vestido con una túnica de color azafrán recitó sus oraciones haciendo sonar un par de címbalos. Luego untó con
ghee
y con alcanfor la frente de la muerta y esparció granos de arroz sobre su cuerpo a fin de facilitar la transmigración de su alma. Cuatro hombres de la familia levantaron entonces las parihuelas. Cuando Bandona vio que sacaban a su madre del cuchitril donde las dos habían vivido y luchado durante tantos años, no pudo ocultar su dolor. Las mujeres volvieron a gritar, a sollozar, a gemir. Pero ya la litera se alejaba por la calleja inundada. Sólo los hombres acompañan a los difuntos hasta la hoguera. Entonaban con un ritmo sincopado cánticos a Ram, porque la madre de Bandona iba a ser incinerada según el rito hindú, a falta de un lugar de cremación específicamente budista. El pequeño cortejo necesitó una hora para abrirse paso hasta el
ghat
funerario a orillas del Hooghly. Los porteadores depositaron las parihuelas bajo un baniano mientras el hermano mayor de Bandona iba a negociar el alquiler de una pira y los servicios de un sacerdote. Finalmente, la difunta fue depositada sobre una de las pilas de leña. El brahmán vertió unas gotas de agua del Ganges entre sus labios. Luego el hijo primogénito dio cinco vueltas a los despojos y hundió una antorcha encendida entre los leños. Entonces se oyó elevarse unas voces para cantar, mientras se iniciaba el crepitar de las llamas.

Sabiendo que un cadáver necesita cuatro horas para consumirse, Max se eclipsó discretamente para ir a llevar un poco de consuelo a Bandona. Pero unos metros antes de llegar a su domicilio, notó de pronto que el suelo se hundía bajo sus pies. Por la boca le entró un líquido negruzco. La nariz, las orejas, los ojos se hundieron a su vez en aquel gorgoteo pestilente. Se debatió, pero cuanto más luchaba más era aspirado hacia el fondo de la cloaca. Dos o tres veces en su existencia había salvado la vida gracias a sus habilidades de nadador. Esta vez, en aquel fango inmundo, estaba paralizado: la densidad del líquido y su consistencia hacían inútiles todos sus esfuerzos por volver a la superficie. Comprendió que iba a ahogarse. Dicen que en ese trance uno revive de golpe su existencia entera. En aquel remolino de podredumbre, apenas tuvo tiempo de ver una extraña visión: «la de mi madre que me traía un enorme pastel de cumpleaños en la terraza de nuestra casa de Florida». En aquel instante perdió el conocimiento. La continuación se la contaron. La silueta de un
sahib
navegando entre las cloacas de Anand Nagar no podía pasar inadvertida durante mucho tiempo. Algunos le habían visto desaparecer. Se precipitaron en su socorro y no vacilaron en lanzarse al fondo. Le sacaron desvanecido y le condujeron a casa de Bandona. Por segunda vez en aquel día, la joven assamesa tomó el mando de las operaciones. Convocó a todo el mundo. Lambert, Margareta y los demás acudieron. Incluso consiguió hacer venir a un médico de Howrah. Respiración artificial, inyección intracardíaca, lavado de estómago, se recurrió a todo para reanimar al infortunado. Al cabo de tres horas de obstinadas maniobras, el norteamericano acabó abriendo los ojos. Entonces vio inclinarse sobre él un sorprendente espectáculo: «toda una colección de caras maravillosas a las que mi despertar parecía producir una alegría endiablada. Sobre todo dos ojos almendrados que me observaban con ternura y que aún estaban enrojecidos porque aquel día habían llorado mucho».

56

D
ESPUÉS de tus expansiones acuáticas, necesitas una buena purificación —anunció Lambert al día siguiente al rescatado de las cloacas de Anand Nagar—. ¿Qué te parece un pequeño baño de clorofila? Conozco un lugar soberbio.

Max pareció vacilar.

—¡Si he de ser sincero, preferiría un baño con mucha espuma en un hotel de cinco estrellas!

Lambert alzó los brazos al cielo.

—¡Eso es una vulgaridad! Mientras que el lugar adonde quiero llevarte…

Una hora después, un autobús dejaba a los dos
sahibs
ante la entrada de un oasis que parecía inconcebible tan cerca de la concentración urbana más loca del mundo, un jardín tropical de varias decenas de hectáreas con miles de árboles venerables de todas las esencias de Asia. En efecto, el universo de lujuriante vegetación en el que penetraron no podía dejar de sorprender. Allí había enormes banianos prisioneros de encajes de lianas, cedros multicentenarios con troncos anchos como torres, bosquecillos de caobas y de tecas que ascienden al asalto del cielo, árboles de
ashok
en forma de pirámides, gigantescos magnolios con hermosas hojas semejantes a las tejas lustrosas de las pagodas chinas. «Una visión de paraíso terrenal acababa de surgir ante mis ojos irritados por la mierda y los humos de la Ciudad de la Alegría», dirá Max Loeb. Aún más inauditos eran el número y la variedad de los pájaros que poblaban aquel parque. Había oropéndolas de amarillo intenso, espléndidos picos rojos, con lomo de oro y pico cónico grande como el de las palomas, majestuosos milanos negros de cola hendida que giraban en el cielo antes de caer sobre sus presas. Había orgullosas picudillas de largos picos curvados hacia arriba, encaramadas en sus altos zancos de migradores. Volando de un bosquecillo de bambúes a otro, mainates de pico amarillo, urracas de color canela, mirlos del color de las aguzanieves, grandes cotorras de plumaje amarillo que estriaba el aire inmóvil. De pronto, un alción con un plumaje violeta-rojizo intenso y un gran pico rojo se posó delante de los dos paseantes. Se detuvieron para no asustarle, pero era tan poco huraño que cambió de bambú para acercarse aún más.

—¡Qué alivio contemplar a un pájaro en la naturaleza! —se extasió Lambert—. Es un ser en estado natural, un ser libre. No se ocupa de uno. Salta de una rama a otra, caza un insecto, lanza un grito. Luce su plumaje.

—Hace su trabajo de pájaro —asintió Max.

—Eso es precisamente lo formidable: ni siquiera nos mira.

—Si nos mirase, tal vez todo resultaría falseado.

—En efecto. Es verdaderamente libre. Y en cambio nosotros en nuestra vida nunca encontramos a seres libres. La gente siempre tiene algún problema. Y como uno está allí para ayudarles, se siente obligado a plantearse cuestiones respecto a ellos, a tratar de comprender su caso, a estudiar sus antecedentes, etcétera.

Max pensó en los días duros que acababa de vivir.

—Es cierto: un motivo de tensión.

Lambert señaló al pájaro.

—Menos con los niños —dijo—. Sólo un niño es una criatura sin tensión. Lo veo cuando miro a un chiquillo a los ojos. No adopta una pose, no representa una comedia, no cambia en función de los acontecimientos, es límpido. Como este pájaro. Este pájaro que vive su vida de pájaro en la perfección.

Max y Lambert se sentaron en la hierba. Uno y otro se encontraban a miles de kilómetros de Anand Nagar.

—Creo que de aquí he sacado la fuerza de resistir durante estos años —confesó Lambert, en vena de confidencias—. De aquí y de la oración. Cada vez que me asaltaba la morriña, tomaba un autobús y venía aquí. Una libélula revoloteando sobre unas matas, el trino de un pico rojo, una flor que se cierra cuando se acerca la noche, éstos han sido mis salvavidas.

Hubo un largo silencio reposante. Luego, bruscamente, el francés preguntó:

—Tú eres judío, ¿no?

Ante la sorpresa de Max, Lambert se disculpó: «Hacer esta pregunta es un reflejo indio. Aquí se juzga siempre a un hombre por su religión. La religión condiciona todo lo demás».

—Sí —dijo Max—, soy judío.

El rostro de Lambert se iluminó.

—Eres un privilegiado. El judaísmo es una de las religiones más suntuosas del mundo.

—No siempre ha sido ésa la opinión de todos los cristianos —observó Max, sosegadamente.

—¡Por desgracia, no! ¡Pero qué heroísmo milenario os ha inspirado la persecución! ¡Qué fe inquebrantable! ¡Qué dignidad en el sufrimiento! ¡Qué tenacidad en la escucha del Dios único! ¿No habéis grabado el Shema Israel en la puerta de vuestros hogares? ¡Qué lección es todo eso para los demás hombres! Sobre todo para nosotros, los cristianos.

Lambert posó una mano en el hombro del norteamericano. «¿Sabes? Nosotros, los cristianos, somos espiritualmente judíos —prosiguió, animándose de pronto—. Abraham es nuestro padre común, Moisés nuestro guía. El mar Rojo forma parte de mi cultura. No, de mi vida. Como las tablas de la Ley, el desierto, el Arca de la Alianza. Los profetas son nuestras conciencias. David es nuestro cantor. El judaísmo nos ha dado a Yavé, el Dios que es. Todopoderoso, trascendente, universal. El judaísmo enseña a amar a nuestro prójimo lo mismo que a Dios. Formidable mandamiento. ¡Ocho siglos antes de nuestra era! ¿Te das cuenta? El judaísmo dio al mundo esta noción extraordinaria de un Dios Uno y Universal. Una noción que sólo puede ser fruto de una revelación. Ni siquiera el hinduismo, a pesar de su poder intuitivo y místico, pudo imaginar un Dios personal. El privilegio exclusivo de Israel es haberlo revelado al mundo. Y no haberse apartado nunca de esta noción. Es verdaderamente fantástico. Piensa, Max, que en el mismo momento luminoso de la humanidad que veía nacer a Buda, Lao Tsé, Confucio, Mahavira, un profeta judío llamado Isaías proclamaba la primacía del Amor sobre la Ley».

¡El Amor! El judío y el cristiano conocían a partir de entonces el verdadero sentido de esta palabra. Dos pobres de la Ciudad de la Alegría volverían a recordárselo esa noche, a su regreso. «Un ciego de unos treinta años estaba en cuclillas en la entrada de la calle principal ante un niño que sufría poliomielitis», contará Max. «Le hablaba, dándole un delicado masaje en sus pantorrillas finas como agujas, luego sus rodillas deformadas y sus muslos. El niño se agarraba de su cuello con una mirada que rebosaba gratitud. El ciego reía. De aquel hombre todavía tan joven emanaba una serenidad y una bondad casi sobrenaturales. Al cabo de unos minutos se incorporó y cogió delicadamente al niño por los hombros para ponerle en pie. Éste hizo un esfuerzo para sostenerse sobre sus piernas. El ciego le dijo unas palabras y el niño adelantó su pie dentro del agua negra que inundaba la calzada. El ciego le empujó suavemente hacia adelante y el niño movió el otro pie. Había dado un paso. Tranquilizado, dio un segundo paso. Al cabo de unos minutos, he aquí que los dos caminaban por el medio de la calleja, el niño guiando a su hermano de las tinieblas, y éste empujando hacia adelante al chiquillo en su andar titubeante. El espectáculo de aquellos dos náufragos era tan conmovedor que hasta los niños que jugaban a canicas en los bordillos se levantaron para mirarles pasar con respeto».

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