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Authors: Carmen Posadas

Tags: #Histórico

La cinta roja (3 page)

Con el correr de los años, Jovellanos llegaría a ser ministro de Gracia y Justicia de Su Majestad Carlos IV, y mi padre, el del ardiente espíritu, sería uno de los fundadores del Banco de San Carlos, más tarde llamado Banco de España. Sin embargo, en el año de gracia de 1773, cuando yo nací, la vida de ambos estaba aún en sus albores. Jovellanos era poco más que un joven que soñaba abrirse camino en el mundo de las letras y que acababa de componer una obra dramática llamada, fíjense qué profético,
El delincuente honrado
. Mi padre, por su parte, estaba aún muy lejos de ser consejero de Carlos IV o de trenzar amistad con personajes tan importantes como Olavide, el conde de Aranda o el mismísimo Godoy, futuro Príncipe de la Paz, con los que intimaría (otros dicen conspiraría) corriendo el tiempo. Por aquel entonces, Francisco Cabarrús era apenas un muchacho francés simpático e infatigable que dirigía una fábrica de jabón, ni siquiera en la Villa y Corte, sino en el pequeño pueblo vecino de Carabanchel.

Aun así, desde el momento en que mis hermanos y yo vinimos al mundo, y como si estuviera convencido de que el destino de los Cabarrús era medrar y subir muy rápido por la siempre resbaladiza escala social, mi padre se empeñó en procurarnos la más esmerada educación. Mis hermanos y yo contábamos, por ejemplo, con un preceptor musical que nos introdujo en los secretos de la guitarra y del clave. También con una Mademoiselle que nos hablaba sólo en francés. Pero, sobre todo, teníamos distintos profesores que nos ilustraban en diversas áreas del saber: en la historia, en las matemáticas, en otras lenguas como el latín y el italiano. Sí, fuimos instruidos en todas las disciplinas que, según mi padre, conformaban un ser armónico; en todas salvo en religión. Y es que hay que decir que papá era librepensador; ferviente admirador, además, de la recién proclamada independencia de los Estados Unidos, amén de lector de Voltaire y de Rousseau y, por consiguiente, gran devoto de esa diosa pagana de nuestro siglo, la diosa Razón. «Todo un masón», secreteaba la gente a sus espaldas en mi infancia, pero en aquel entonces yo ignoraba lo que podía significar tal palabra y por qué debía ser pronunciada en voz baja.

Sea como fuere, mis primeros años transcurrieron plácidos, sin saber cómo se fraguaba la azarosa –y hay quien dice también oscura– gran fortuna de don Francisco de Cabarrús. Si en 1782, con la anuencia de nuevos e importantes amigos como el conde de Floridablanca, mi padre intervino en la creación del llamado Banco de San Carlos, yo desde luego nada supe. Si dicha idea fue en su momento tan avanzada y revolucionaria que el mismísimo Mirabeau en Francia mandaría escribir largos tratados tachándolo de aventurero y de economista visionario, no pude saberlo, pues a mis nueve o diez años sólo me interesaba jugar a los disfraces y fantasear mirándome en los espejos. Y si la creación del Banco de San Carlos supuso para España un cambio sustancial en su economía al permitir «satisfacer, anticipar y reducir a dinero efectivo todas las letras de cambio, vales de tesorería y pagarés que voluntariamente se llevasen a él», según rezan los libros de historia, tampoco nada supe ni me interesó. Lo único que sabía por aquel entonces era que mi familia se había ido mudando de una casa a otra, cada vez más grande, cada vez con jardines más hermosos. Sabía también que los trajes de mi madre, a la que recuerdo bella pero excesivamente melancólica, eran cada año más complicados, y sus pelucas, traídas de Francia, tan estrafalarias que una de ellas, por ejemplo, tenía entretejido el pelo postizo de tal modo que formaba un gran velero con las velas desplegadas. «Un día no muy lejano, niña, cuando seas mayor y siguiendo la moda de Versalles –me dijo en una ocasión Mademoiselle–, también tú podrás lucir pelucas tan grandes y tan bellas. Casi tan altas como las que usa la
autrichienne
».

Incluso una niña mitad francesa, mitad española que vivía en Carabanchel sabía por aquel entonces quién era la
autrichienne
. Así se referían todos en Francia a la tan odiada reina María Antonieta, a quien apodaban despectivamente «la austríaca». Nada comparable con los epítetos que le dedicarían apenas unos años más tarde tras la caída de la Bastilla, es cierto; pero, aun así, a principios de la década de 1780 eran ya muchas las habladurías que corrían de boca en boca hasta llegar a aquel remoto lugar cercano a Madrid. Se contaba, por ejemplo, que la austríaca había convertido al buen rey Luis en un
cocu
, que dicho en francés suena más gentil aunque significa lo mismo que en español: cornudo. Que gastaba fortunas en los tapetes de juego y que era adicta a otros pasatiempos de carácter erótico; juegos y correrías que compartía no sólo con un bello militar sueco, el conde Fersen, del que todos hablaban como su amante oficial, sino también con algunas de las damas de su séquito, como la duquesa de Polignac o la princesa de Lamballe.

Pero de lo que más se hablaba a mediados de los ochenta era de un asunto que muchos años más tarde el propio Napoleón señalaría en sus memorias como el comienzo de la Revolución francesa. «Fue sin duda el
affaire
del collar de la Reina lo que preparó el camino de los reyes hacia la guillotina, su paso hacia la muerte». Así me lo dijo él mismo un día cuando aún éramos los mejores amigos.

El escandaloso
affaire
del collar de la Reina... Aquélla sí que fue una curiosa historia apta incluso para llegar a mis oídos infantiles. Por eso Mademoiselle, que pertenecía a una empobrecida familia de pequeños nobles bretones y que seguía a distancia, pero con mucha alarma, la creciente impopularidad de los reyes en su país, me lo contó en su día con todo lujo de detalles. Tenía yo entonces sólo once años, pero ya soñaba con ser una gran dama.

–Has de saber, niña –me confió una noche durante el largo rato que dedicaba a cepillarme el pelo antes de irnos a la cama–, que de todos los pecados que se le imputan a la
autrichienne
hay uno del que es completamente inocente. Pero aun así, muchos disgustos nos van a traer a todos los franceses, me temo.

–¿Las reinas también pecan, Mademoiselle? –pregunté yo abriendo mucho los ojos e imaginando en el espejo cómo sería llevar encima de la cabeza uno de esos enormes peinados de moda en París en forma de carabela o de velero.

Mademoiselle no se dignó contestar a mi pregunta. Demasiado ocupada estaba en cepillarme el pelo mientras desgranaba su escandalosa narración de intrigas palaciegas.

–Los personajes y elementos de esta curiosa historia son una aventurera que se decía descendiente de Enrique II, un cardenal tan deshonesto como estúpido y un collar demasiado caro incluso para una reina. ¿Quieres oírla?

Yo deseaba preguntarle primero si algo podía ser demasiado caro para una reina, pero no me atreví. Cuando a Mademoiselle se la contrariaba con una pregunta inoportuna, acababa impacientándose y era capaz de darme unos tirones de pelo demasiado violentos. Por otro lado, a mí me complacía mucho lo que estaba viendo en ese momento en el espejo: a mis casi doce años tenía ya una melena de pelo negro bastante larga y desde luego muy bella. No era difícil, por tanto, y recurriendo un poco a la fantasía, imaginarme como una gran dama charlando con su doncella durante la
toilette
.

–Claro que quiero que me la cuente –dije–. Por favor, Mademoiselle.

–Todo comenzó con un collar de los que antes llamaban una
riviére
de diamantes. Y una
riviére
o río, como su propio nombre indica, es un gran collar que se enrosca con un par de vueltas alrededor del cuello y luego cae generosamente sobre el corpiño, llegando hasta la cintura en diferentes cascadas. La riviére de la que estamos hablando, niña, había sido fabricada años atrás por un prestigioso joyero para la favorita del anterior rey, Luis XV, madame du Barry; pero al morir el soberano, el joyero vio cancelado el pedido, con el consiguiente trastorno económico para él. Sabiendo lo acuciado que estaba por vender la pieza, una aventurera de la corte ideó un enrevesado plan para sacar una buena cantidad de dinero y al mismo tiempo quedarse con la joya. Se trataba de la condesa de La Motte, supuesta descendiente del rey Enrique II, que, conocedora de la fama de caprichosa de la Reina, decidió engañar al joyero, implicando de paso a un cardenal, el de Rohan, que desde hacía años deseaba recuperar el favor real que había perdido. ¿Te hago daño, niña? ¿Estoy cepillándote el pelo demasiado fuerte?

Yo, que ya me veía paseando por Versalles junto a la falsa condesa de La Motte y luciendo una gran riviére de diamantes, negué con la cabeza.

–Claro que no, Mademoiselle. Por favor, continúe.

–Una calurosa noche de agosto, una prostituta de nombre Nicole Leguay, disfrazada con un bello y blanco vestido de muselina como los que usaba la Reina, fue introducida por la condesa en el bosquecillo de Venus del palacio de Versalles, uno de los rincones favoritos de María Antonieta. Allí, al abrigo de las sombras, Nicole se encontró con el ansioso cardenal, al que entregó una única rosa blanca. Debes saber, niña, que las citas galantes de este tipo son moda en Versalles y la reputación de la Reina hacía creíble la estratagema, de modo que el cardenal nunca dudó de que no fuera ella. Tampoco le sorprendió que la huidiza dama susurrase sólo una breve frase: «Ya sabéis lo que esto significa», antes de desaparecer veloz tras los arbustos. Ebrio de felicidad por la tan largamente deseada condescendencia, el cardenal entregó a de La Motte una gran suma de dinero.

–Pero ¿por qué, Mademoiselle? ¿Sólo por haber hablado con la Reina?

–No seas impaciente, niña; escucha y verás. El procurar una cita secreta con Su Majestad se cotiza muy alto en Versalles, pero de La Motte decidió ganar aún más. Escribió entonces una carta al cardenal como si fuera la soberana en la que ésta confesaba a Rohan que deseaba comprar, con su ayuda y a espaldas del Rey, aquel famoso collar hecho para madame du Barry. Un noble como Rohan debería haberse dado cuenta de que la carta estaba incorrectamente firmada, «María Antonieta de Francia», cuando las reinas no usan más que su nombre de pila con rúbrica; pero, entusiasmado por que la soberana le pidiera tan delicado favor, no reparó en ello. En realidad, todo era un engaño para quedarse con la joya y relacionar maliciosamente a la Reina con el cardenal, y lo cierto es que se consiguió. Al descubrirse la estafa, todos creyeron que María Antonieta tenía amores con Rohan, puesto que así lo juraba y perjuraba madame de La Motte, quien sostenía que ella sólo había desempeñado un papel de intermediaria entre los dos.

–¿Cómo es posible, Mademoiselle? ¿No tiene la palabra de una Reina más valor que la de una falsa condesa?

–Ay, niña –suspiró entonces Mademoiselle, tironeándome del pelo más de lo necesario–, qué poco sabes aún de la naturaleza humana. Cuanto más grandes son las mentiras, más fáciles de creer resultan, sobre todo cuando se vierten contra alguien que ha perdido el cariño de la gente, y mucho me temo que la
autrichienne
...

–Pues cuando vaya a Versalles yo seré muy amable con ella, Mademoiselle; al fin y al cabo es la Reina de todos los franceses. Y el trono de Francia es uno de los más antiguos e importantes del mundo, ¿no es así?

Mademoiselle no contestó a esta pregunta, seguía enfrascada en su relato.

–El Rey, que creía sin reservas en la inocencia de su mujer, estaba furioso con el asunto. Hubo un juicio y todos fueron condenados: la condesa de La Motte, a varios años de cárcel y a ser marcada a fuego en el pecho con la letra V de
voleuse
, es decir, de ladrona; Rohan, a ser destituido de su puesto y enviado a una abadía, y Nicole, la prostituta, a cadena perpetua.

–Bueno, pero si fueron castigados y se descubrió la verdad, entonces estaba muy claro que la Reina era inocente, ¿no, Mademoiselle?

–Ay, niña, también eso lo aprenderás un día. La verdad sola no es suficiente. Es necesario que la gente la crea como tal, y nadie la creyó. Es mejor que algo parezca verdad sin serlo a que lo sea y no lo parezca. El pueblo piensa de María Antonieta que es una derrochadora, una frívola, una adúltera. Más aún, piensa que tiene dominado al buen rey Luis, que éste no es más que un pelele a su merced. Y nadie cree en su palabra, aunque sea mentira la mitad de las cosas que se cuentan, porque la verdad puede ser muy mentirosa, ¿comprendes?

Yo entonces no entendí nada, pero tomé buena nota de esa reflexión que mucho me iba a servir andando el tiempo. Incluso iba a serme de utilidad a corto plazo. Y es que mi padre me había prometido que pronto, muy pronto, cuando cumpliera doce años, iba a enviarme a París para que conociera la capital de su país de origen. Su verdadera intención (aunque de esto no habría de enterarme hasta un poco más adelante) era prepararme para buscar un buen marido, porque ya empezaba a tener, según las costumbres de la época, «edad de merecer».

«¡París! –me decía yo mientras me probaba a escondidas unas bellas enaguas y crinolinas que había logrado sustraer del armario de mi madre–. París, la ciudad más bella del mundo, donde, según dicen, todo es diversión, donde las calles son una fiesta, y las damas, mucho más hermosas que en cualquier otra parte». París, donde los sueños se hacen realidad y también se vuelven reales los juegos de una niña que durante toda su infancia había fantaseado representando distintas vidas ante los espejos. «Qué gran actriz sería mi pequeña Teresa si tuviera ocasión –solía decir mi padre–. Miradla».

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