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Authors: John Le Carré

Tags: #Terrorismo, intriga, policíaca

La chica del tambor (45 page)

BOOK: La chica del tambor
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–Mucho me temo que Michel no haya tenido tiempo de iniciarse en el Barroco -aclaró secamente; y una vez más ella creyó ver en él las sombras de un obstáculo secreto.

–¿Volvemos? -preguntó él.

Charlie meneó la cabeza. Haz que dure… Anochecía, la muchedumbre iba desfilando, se oían surgir coros de niños de las puertas. Fueron a sentarse junto al río y escucharon el sordo tañido de las campanas viejas compitiendo tozudas entre sí. Y de repente, al reanudar la marcha, se sintió tan floja que él hubo de sujetarla por la cintura para que no se cayera.

–Cena -ordenó ella mientras José la llevaba hacia el ascensor-. Champán. Música.

Pero apenas hubo llamado él al servicio de habitaciones, Charlie se quedó dormida sobre la cama y ni siquiera José habría sido capaz de despertarla.

Con la cara apoyada en el brazo izquierdo, así yacía Charlie, como lo había hecho en la playa de Mykonos, y Becker la observaba sentado en el sillón. La primera luz tenue del alba se colaba por las cortinas; olía a madera y brotes nuevos. La tormenta de la noche había sido tan fuerte y ruidosa como un tren expreso retumbando por el valle. Desde la ventana había contemplado él cómo la ciudad se mecía bajo la lenta y concienzuda embestida de los relámpagos, y las relucientes cúpulas donde bailoteaba la lluvia. Charlie estaba tan quieta que él llegó a ponerle el oído junto a la boca para asegurarse de que aún respiraba.

Echó un vistazo a su reloj. Hay que hacer planes, pensó, ponerse en marcha; hacer que la acción acabe con las dudas. La bandeja con la cena intacta y el cubo de hielo con la botella de champán por descorchar seguían junto a la ventana. Cogiendo ambos tenedores, Becker procedió a sacar la carne de la langosta del caparazón, a ensuciar los platos, a mezclar la ensalada y a estropear las fresas, añadiendo una última mentira a las muchas que ya habían vivido: su banquete de gala en Salzburgo; Charlie y Michel celebran el final feliz de su primera misión para la revolución. Llevó la botella de champán al baño y cerró la puerta para no despertar a Charlie al descorcharla. Luego vertió el champán en el lavabo y abrió el grifo del agua; arrojó al retrete la langosta, las fresas y la ensalada y hubo de tirar dos veces de la cadena porque no desapareció todo a la primera. Dejó champán suficiente para servirse un poco en la copa, y para la copa de Charlie cogió su lápiz de labios, dibujó unos rastros en el borde y añadió el resto que quedaba en la botella. Volvió después a la ventana, donde había pasado gran parte de la noche, y contempló las empapadas colinas azules. Soy un escalador harto de montañas, se dijo.

Se afeitó y se puso el blazer rojo. Se acercó a la cama, alargó la mano para despertarla pero la retiró, invadido por una gran desgana, un enorme cansancio. Volvió a sentarse en el sillón, cerró los ojos, se forzó a abrirlos; despertó con un sobresalto, sintiendo el rocío del desierto pegado a su uniforme de campaña y oliendo la fragancia de la arena húmeda que aún no ha secado el sol abrasador.

–Charlie…

Esta vez alargó la mano para rozarle la mejilla, pero en lugar de eso le tocó el brazo. Ha sido un triunfo, Charlie; Marty dice que eres una gran actriz y que le has obsequiado con un magnífico reparto de nuevos personajes. Esta noche me ha llamado, sabes, mientras dormías. Dice que mejor que la Garbo. Que no hay nada que no podamos conseguir juntos. Despierta, Charlie. Tenemos que hacer. Charlie…

Pero en voz alta se limitó a repetir su nombre. Luego se dirigió a recepción, pagó la factura y se quedó con el último recibo. Salió andando por la parte trasera del hotel para recoger el BMW alquilado, y el amanecer era como el crepúsculo del día anterior, fresco y todavía no estival.

–Simula que te despides de mí y luego finge ir a dar un paseo -le dijo Becker-. Dimitri te llevará a Munich.

14

Charlie entró en el ascensor, que olía a desinfectante y tenía unos paneles de plástico gris llenos de garabatos. Había apartado de sí toda flaqueza, como solía hacer en las manifestaciones, sentadas y demás festejos. Estaba nerviosa, excitada, y sentía la proximidad de un final inminente. Dimitri tocó el timbre y Kurtz en persona acudió a abrir. Detrás estaba José, y detrás de José colgaba un escudo de latón con una imagen de san Cristóbal con el niño a cuestas.

–Es realmente fantástico, Charlie.

eres fantástica -dijo Kurtz con cierta premura sentida, y la estrechó fuertemente entre sus brazos-. Increíble, Charlie.

–¿Dónde está él? -preguntó Charlie, mirando la puerta cerrada que había a espaldas de José. Dimitri, que se había quedado fuera, tras acompañarla hasta la puerta, había vuelto a bajar en el ascensor.

Hablando como si aún estuviese en la iglesia, Kurtz decidió dar una respuesta nada especial.

–Se encuentra bien -le tranquilizó mientras la soltaba-. Un poco cansado de tanto viaje, pero bien. Gafas de sol, José -añadió-. Que se ponga unas gafas de sol. ¿Tienes unas, querida? Ten este pañuelo para disimular ese pelo precioso. Quédatelo. -Era de seda natural, verde y bastante bonito. Kurtz lo llevaba en el bolsillo, listo para dárselo cuando llegara. Los dos hombres se quedaron mirando cómo ella se lo anudaba frente al espejo.

–Es pura precaución -aclaró Kurtz-. En este oficio no hay que descuidarse nunca. ¿Verdad, José?

Charlie había sacado del bolso de mano su polvera nueva y estaba arreglándose el maquillaje.

–Charlie, puede que esto te resulte un poco emotivo… -le advirtió Kurtz.

Ella apartó la polvera y cogió el lápiz de labios.

–Si te da náuseas, piensa que este hombre ha matado a muchos seres humanos inocentes -le aconsejó Kurtz-. Todo el mundo tiene su faceta humanitaria, y este muchacho no es una excepción. Magnífico aspecto, talento y aptitudes… todas malogradas. No resulta una visión agradable. En cuanto entremos, no quiero que digas nada. Recuérdalo bien. Deja que sea yo el que hable. -Kurtz abrió la puerta-. Verás que está muy manso. Tuvimos que amansarle para traerle en barco y hemos de mantenerle así mientras esté con nosotros. Por lo demás, está en buena forma, no te preocupes por eso. Limítate a no decirle nada.

Charlie advirtió que se hallaban en un dúplex al desnivel, muy deteriorado y, a juzgar por la escalera interior de buen gusto, la galería de estilo rústico y la balaustrada de hierro forjado, muy elegante. Una chimenea inglesa con brasas de mentirijillas pintadas sobre lienzo. Impresionantes cámaras fotográficas montadas en sus respectivos trípodes. Un magnetófono descomunal con patas y todo, un sofá curvo estilo Marbella de aspecto confortable con relleno de espuma de caucho, pero más duro que una piedra. José se sentó a su lado en el sofá. Deberíamos tomarnos de la mano, pensó Charlie. Kurtz había cogido el teléfono gris y estaba pulsando la extensión. Luego dijo unas palabras en hebreo mientras miraba hacia la galería. Colgó el teléfono y le dirigió una sonrisa tranquilizadora. Charlie percibió el olor a cuerpo de hombre, a polvo, a café, a salchichas… y a un millón de colillas. Distinguió otro olor pero fue incapaz de reconocerlo porque las posibilidades que se barajaban en su mente eran excesivas, desde los arneses de su primer caballo al sudor de su primer amante.

Su mente cambió de ritmo y a punto estuvo de dormirse. Estoy enferma, pensó: espero el resultado de los análisis. Doctor, doctor, dígamelo sin rodeos. Reparó en un montón de revistas típicas de sala de espera y deseó tener una en el regazo a guisa de punto de apoyo. José también estaba mirando hacia la galería. Charlie siguió la trayectoria de su mirada, pero tardó un poco en hacerlo pues quería darse a sí misma la impresión de que para ella era tan normal que apenas le hacía falta mirar, como una compradora en un desfile de modas. Se abrió la puerta del balcón y apareció un muchacho con barba, entrando de espaldas a la habitación con un sesgado contoneo de tramoyista e ingeniándoselas, incluso de espaldas, para transmitir su enfado.

Nada ocurrió durante breves instantes, pero luego apareció una especie de pequeño fardo colorado y detrás un muchacho perfectamente afeitado y de aspecto mucho menos colérico que respetuoso.

Charlie lo comprendió por fin. Eran tres chicos, no dos, pero el que iba en medio colgaba de los otros dos embutido en su blazer rojo: era el delgado joven árabe, su amante, su desmadejado muñeco del teatro de lo real.

Protegida por sus gafas de sol, se dijo con perfecta lógica: Sí, claro… Bien, el parecido no está nada mal dada la poca diferencia de años y la indefinible madurez de José. En sus ensueños había dejado a veces que los rasgos de José sustituyeran a los de su amante soñado. En otras ocasiones había llegado a representarse una figura distinta basada en los escasos recuerdos que guardaba del palestino enmascarado del mitin clandestino, y lo cerca que aquella imagen estaba de la realidad le impresionó hondamente. ¿No crees que las comisuras de la boca son un poquitín alargadas?, se preguntó para sus adentros. ¿No es una
pizca
exagerada su sensualidad? ¿Demasiado anchas las ventanas de su nariz? ¿Demasiado estrecho de cintura? Quiso correr a protegerle, pero ésas son cosas que no se hacen en escena, a menos que lo exija el guión. Y además, nunca habría podido librarse de José.

Sin embargo, durante un segundo estuvo a punto de perder el control. En ese segundo fue todo lo que José le había dicho que era: la redención de José, su salvadora, su Juana, su esclava, su actriz favorita. Por él había hecho su mejor papel, por él había cenado en un espantoso motel a la luz de las velas, por él había compartido su cama, abrazado sus ideas, llevado su pulsera, bebido su vodka y machacado su cuerpo para, a cambio, hacer que él le machacara también el suyo. Por él había conducido su Mercedes, besado su pistola y transportado su TNT ruso de primera calidad para los asediados ejércitos de liberación. Había celebrado con él la victoria en un hotel de Salzburgo a la orilla del río. Había bailado con él de noche en la Acrópolis y el mundo entero había renacido para ella sola; y se sentía invadida de un enfermizo sentimiento de culpabilidad que ningún otro amor le había causado nunca.

Era muy hermoso (tanto como había prometido José). Más que hermoso. Poseía ese aplastante atractivo que Charlie y las de su clase reconocían como algo inevitable: pertenecía a ese tipo de realeza y lo sabía. Era delgado pero perfecto, con los hombros bien formados y las caderas muy estrechas. Tenía frente de boxeador y rostro de dios pastoril coronado por una mata de pelo negro y liso. Nada de lo que había hecho para domesticarlo podía ocultarle a ella el ardor de su carácter ni extinguir la luz de la rebeldía que afloraba a sus ojos negrísimos.

Era vulgar como un pobre muchacho campesino recién caído de un olivo, con su repertorio de frases hechas y una vista de urraca para los juguetes de lujo, las chicas guapas y los coches buenos. Y tenía su indignación de campesino contra aquellos que le habían sacado de sus tierras. Ven a mi cama, pequeño, deja que mamá te enseñe las verdades de la vida.

Le sostenían de los sobacos. Al empezar a bajar las escaleras, iba dando traspiés con sus zapatos Gucci, cosa que parecía molestarle pues en su rostro apareció una sonrisa de turbación y el muchacho miró avergonzado sus errabundos pies.

Le llevaban hacia ella y Charlie no estaba segura de poder soportarlo. Se volvió hacia José para decírselo y vio que la miraba fijamente, le oyó incluso decir algo, pero en ese mismo instante el descomunal magnetófono empezó a sonar muy fuerte, y al darse ella la vuelta para mirar, allí estaba el bueno de Marty con su chaqueta de punto, inclinado sobre la consola manipulando los mandos para bajar el volumen.

Sonaba una voz suave y con un fuerte acento extranjero, la misma que ella recordaba de aquella sesión revolucionaria de fin de semana, y lo que decía eran eslóganes desafiantes leídos con incierto deleite.

«¡Somos los colonizados! ¡Hablamos en nombre de los indígenas y en contra de los colonos…! ¡Hablamos en nombre de los mudos, damos boca a los ciegos y oídos a los mudos…! ¡Porque a nosotros, las bestias de pacientes pezuñas, se nos ha acabado por fin la paciencia…! ¡Vivimos conforme a la ley que cada día nace bajo las balas…! ¡Lucharemos contra todo aquel que por decreto se nombre guardián de nuestra tierra!»

Los muchachos le habían acomodado en el sofá, al otro extremo de la curva donde se encontraba ella. Le fallaba el equilibrio. Se inclinaba peligrosamente hacia adelante y utilizaba los antebrazos para apuntalarse. Tenía las manos una sobre otra como si estuviera encadenado, pero era sólo el efecto de la ajorca de oro que le habían puesto para completar el disfraz. Detrás de él estaba el chico de la barba, de pie y enfurruñado, y a su vera, sentado muy piadosamente, el compañero del afeitado perfecto, mientras la voz grabada seguía sonando de fondo, Charlie vio que Michel movía los labios muy despacio, intentando doblar las palabras. Pero la voz era mucho más rápida y sonora que la de su dueño. Poco a poco, cejó en su intento y esbozo en cambio una tonta sonrisa de disculpa que a ella le recordó a su padre después de tener el ataque.

«Los actos violentos no son delito… siempre que se dirijan contra la fuerza que ejerce un Estado… considerado criminal por los terroristas.» Se oyó un crujir al pasar otra página. La voz sonaba ahora más perpleja y reacia. «Te quiero… tú eres mi libertad… Ya eres uno de los nuestros… Nuestros cuerpos, como nuestra sangre… están mezclados… eres mía… mi soldado… pero, oiga, ¿por qué he de decir esto? Juntos prenderemos la mecha. -Un silencio de perplejidad-. Por favor, le pido que me diga qué significa esto.»

–Enseñadle sus manos -ordenó Kurtz una vez que consiguió apagar el aparato.

El chico del afeitado perfecto abrió rápidamente una mano de Michel y se la ofreció a Charlie como si fuera parte de un muestrario.

–Mientras vivió en los campos, tenía las manos fuertes debido al trabajo manual -explicó Kurtz, cruzando la habitación-. Pero ahora es un intelectual de primera clase. Dinero, chicas, buena comida y una vida relajada. ¿No es cierto, pequeño? -Acercándose al sofá por detrás, Kurtz puso la palma de su regordeta mano sobre la cabeza de Michel y la hizo girar para que le mirara-. Es usted un gran intelectual, ¿sí o no? -Su voz no era cruel ni burlona; podría haber estado hablando con un hijo suyo descarriado (su cara reflejaba el mismo triste afecto)-. Utiliza chicas para que le hagan el trabajo, ¿verdad, pequeño? A una -le explicó a Charlie- la utilizó como bomba humana, la hizo subir a un avión con sus bonitas maletas y el avión saltó por los aires. Seguro que ni llegó a saber que lo había hecho ella. Eso estuvo muy mal, ¿verdad, pequeño? Esas cosas no se hacen a una señorita.

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