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Authors: Juan Valera

Tags: #Cuento, Relato

La buena fama (6 page)

En medio de esta vida algo escandalosa, don Miguel no lograba olvidar a Calitea. Aquellas primeros castos amores le parecían más bellos que cuantos después había tenido. La iniciación había superado para él todo el ulterior y pleno conocimiento de los misterios. La casi divina ventura que la iniciación prometía jamás se había realizado.

Don Miguel, no obstante (menester es confesarlo aunque nos sea muy simpático), empleaba, tal vez involuntariamente, las sutilezas más refinadas del egoísmo para evaporar el amor de Calitea en la alquitara de su pensamiento y reducirle a vago sueño deleitable. La superioridad con que brillaba Calitea en su memoria dependía, según él, de la luz de la aurora de la vida que en su memoria la iluminaba. Tal superioridad no debía existir en el mundo visible. Y así, para no tocar el desengaño y para que su grato sueño no se disipara, don Miguel, por amor al recuerdo de Calitea, procuraba no saber de ella, ni oírla mentar, ni volver a verla nunca. Hasta le entraba miedo a veces de que, el día menos pensado, después de transcurrir mucho tiempo, volviese él a encontrarla, por casualidad, ajada, jamona, mal vestida, casada con algún pobre diablo, y rodeada de seis o siete chiquillos poco limpios y más feos y ordinarios que su padre. ¡Cómo se desvanecerían entonces todas las ilusiones! No; lo mejor era que, en la realidad, y para él, Calitea hubiese dejado ya de existir.

XI

A pesar de tan cómodas imaginaciones y de aquellos vagos y pérfidos deseos de don Miguel, que soñaba con la desaparición real de Calitea, a fin de conservar mejor su recuerdo poético, pasaron tres años, y Calitea siguió existiendo. Calitea llegó a estar más hermosa que nunca.

La expresión de su semblante era más noble por la pasión que en él se reflejaba, y realzaban el hechizo de toda su persona la santa resignación con que sufría un amor sin esperanza, y ese mismo amor, tan firme y constante como su orgullo y no menos arraigado en el alma que el propósito de no ceder a él rebajándose.

La más viva y profunda fe religiosa era el consuelo de Calitea. Abandonar el cuidado y el aseo de su gallardo cuerpo y dejar que su espíritu se hundiese en ociosa melancolía o se consumiese en estériles quejas, hubiera sido para ella el mayor de los pecados: ingratitud para con Dios, menosprecio de los dones que de Dios había recibido, desdeñarlos y arrojarlos de sí con satánica rebeldía. Así es que ella siguió cultivando su espíritu, como si nada la atormentase, y no dejó de mirar ni un día siquiera, por la salud, agilidad, limpieza y hermosura de su cuerpo, como si fuese la víspera de su boda, como si no tuviese pleno convencimiento de que ningún mortal había de poseer aquellos tesoros. El cielo se los había confiado, y hubiera sido ofender al cielo echarlos a la basura. Si un poderoso magnate entrega a su mayordomo, para que los custodie, dijes riquísimos, un vaso de oro con esmalte u otro objeto por el estilo, ¿estará bien que el zopenco del mayordomo tire al muladar todas estas cosas para hacer gala de magnánimo y de desprendido?

Al llegar a este punto, don Juan Fresco declamaba mucho contra Luis Veuillot y contra los santurrones sucios y las beatas hidrófobas; pero yo prescindo de sus declamaciones y paso adelante.

Calitea, aunque acicalada y lindísima, esquivaba ya las fiestas y reuniones. Cesaron de perseguirla los mancebos. Sus antiguas amigas la abandonaron. Su aislamiento no podía ser mayor. Apenas salía de su casa sino de madrugada para ir a la iglesia, y siempre con su madre.

Su crédito de bordadora subió como la espuma. Aunque trabajaba y velaba, no daba abasto a tantos pedidos. La vieja criada llevaba a su destino las obras que Calitea iba terminando. Y de esta suerte ella y doña Eduvigis vivían, si bien humildemente, con bastante desahogo.

La casa de Calitea, aunque pequeña, era alegre, bien ventilada, sana y propia: única finca que de los derroches de su padre había podido salvarse. Nada había que no estuviese ordenado y limpio en aquella casa, situada en la parte más alta de la ciudad, que, como todas o casi todas las ciudades famosas, es claro que había sido fundada sobre siete colinas.

La susodicha vieja criada era una fiera para el trabajo: condimentaba y sazonaba platos tan sabrosos que despertaban el apetito de la persona más desganada y más romántica; y aun le sobraba tiempo para emplearse en el manejo de la aljofifa, de la escoba, de los zorros y del estropajo, por manera que las cacerolas y los peroles relucían como el oro, suspendidos en la pared de la cocina; en los muebles de las alcobas y del estrado se podía cualquiera ver la cara; era una delicia contemplar sábanas, manteles, toallas y demás ropa blanca, puesto todo en dos enormes arcas, y lavado, planchado y sahumado con alhucema; y los suelos estaban tan fregados y tan bruñidos, que daban ganas de comer en ellos natillas.

A espaldas de la casa había un corralón, no menos atendido que el resto. Elevadas tapias erizadas de bardas y con honores de muros le guarecían hasta de las miradas escrutadoras de cualquier vecino. Y allí Calitea, en libre abandono, en horas de solaz y recreo, y compitiendo por su actividad con la sirvienta, lo convertía todo en ameno y diminuto jardín, salvo un rincón hacia el lado opuesto a la casa, donde en recinto capaz, que un encañizado formaba, se veían gallinero y palomar encima, y no pocos palomos, gallinas y pollos.

Podían regarse las plantas y las flores de aquel jardín con el agua dulce de un pozo que en su centro se parecía. En lo hondo del pozo, que era en verdad muy hondo, sonaba de continuo el agua. Era un arroyo caudaloso, era casi un riachuelo que bajaba por allí despeñado, y cuya corriente cobraba mayor caudal, rapidez y frescura en el estío, por el tributo del hielo que se derretía en muy cercanas y encumbradas montañas.

Como se ve, el retiro de Calitea no era penitente, ni había necesidad de ello. La penitencia en Calitea hubiera sido curarse en salud, y lo contrario de miel sobre hojuelas. Hartas penas tenía ella en el alma.

Su vida era solitaria y triste, aunque muy apacible.

Ni don Hermodoro, el más terco de sus perseguidores, acudía ya a visitarla. Con la sospecha de haber incurrido en un conato frustrado de crimen de lesa majestad, andaba don Hermodoro aterrado y huido, y nada quería ya saber, ver ni oír de Calitea. Al tuno del secretario, que fue su seductor y su cómplice, le había enviado de comisionista a países remotos, a fin de quitarle de su presencia, sin hacer de él un enemigo.

Doña Eduvigis y don Prudencio habían intervenido en el asunto del aderezo de perlas y diamantes, y se admiraban y enorgullecían del desinterés y de la virtud de Calitea; pero callaban todo lo ocurrido, porque ella así lo exigía a su madre por cuanto hay de más sagrado en el mundo, y por el sigilo de confesión al presbítero.

No bastó tanto misterio a evitar que se entreviesen un poco y cundiesen por el barrio ciertos asomos del sublime desdén de Calitea, lo cual, y la conducta ejemplarísima que observó ella desde la noche del alboroto, le conquistaron la consideración y el respeto de las gentes, aunque apenas de vista la conocían, pues no se trataba con nadie.

Sólo don Prudencio, confesor de ella y de su madre, les hacía frecuentes visitas. Era este señor un carcamal de cortos alcances, tan lleno de preocupaciones como de virtudes. Doña Eduvigis le escuchaba y le obedecía como a infalible oráculo; pero Calitea confiaba poco en su saber y no atendía sus consejos, aunque le veneraba.

La rígida soberbia, tomando por disfraz la humildad y armándose de las virtudes mismas que en don Prudencio brillaban, hacía odioso a don Prudencio, porque le despojaba de todo indulgente amor al prójimo, cuyos pecados y vicios se complacía él en exagerar y en fustigar ásperamente.

A menudo decía:

—No hay que enojarse; voy a hablar con libertad cristiana.

Y todo el que oía este preámbulo tenía que precaverse como se precavían, no hace muchos años, los que oían decir en una ventana: «¡Agua va!», al pasar por las calles de varias ciudades en que no había aún alcantarillas.

Con la mejor intención, con el fin recto y sano de corregir a los pecadores y de mejorar las costumbres, don Prudencio lanzaba por aquella boca sapos y culebras, mil suciedades y mil venenos.

Harto sabía él que Calitea amaba e idolatraba al rey; pero no discurrió nada tan a propósito para curarla de aquella pasión sin ventura como referir escandalizado todos los lances amorosos de su majestad, hiriendo y martirizando el pobre corazón de la muchacha con el aguijón de los celos.

Otras veces, en aquellos íntimos coloquios, prevalido de lo que él llamaba libertad cristiana, en la que se atrevía Calitea a sospechar que entrase por algo la mala educación, don Prudencio denigraba las travesuras juveniles del rey, abominaba de su relajación y desenfreno y le calificaba de pillete y de casquivano, pronosticando que todos sus súbditos acabarían por odiarle o por despreciarle, en apoyo de lo cual citaba en latín sentencias de la Escritura, como por ejemplo:

Simia in tecto rex stultus in solio suo

(un rey necio en su trono es una mona en un tejado).

Calitea perdía entonces la paciencia y se revolvía furiosa contra el detractor de su ídolo. ¡Cuán bella estaba en aquellos momentos! Parecía de mayor estatura al erguir la cabeza, y puesta de pie: el rubor encendía la tersa tez de su rostro; sus grandes y negros ojos centelleaban; se le veían mejor, al hablar, la nacarada blancura de los dientes y la fresca lozanía y gracioso movimiento de los labios; y la emoción entusiasta agitaba las airosas curvas de su firme pecho. Su voz temblorosa, pero vibrante y argentina, resonaba elocuentemente en defensa y alabanza de su dulce amigo. Ella refería sus hazañas; hablaba de su prudencia y valor en los combates y de su bondadosa templanza en la victoria; contaba los asilos y las escuelas que había fundado, los caminos que había abierto y los templos y monumentos que había erigido; describía las naciones bárbaras que había domado y la mudanza dichosa que obró en ellas la cultura, y encarecía, por último, la sencillez, la llaneza y la inagotable generosidad con que el rey socorría a los menesterosos sin humillarlos, y la esplendidez con que enriquecía y honraba a los sabios, a los trovadores y a los artistas.

—¡Dios mío! ¡Dios mío! —exclamaba aquí don Juan Fresco, interrumpiendo la narración—. ¿Quién no se alegraría de ser rey, y sobre todo de ser buen rey, para ser celebrado y adorado así por una súbdita tan guapa? ¡Ah, nunca, nunca —añadía luego citando a uno de nuestros mejores poetas:

Tan sublime modelo

de estro feliz, de inspiración divina,

mostró Casandra en los dardanios muros

ni en las lides olímpicas Corina!

XII

Las moralidades feroces en que don Prudencio solía desatarse contra el padre de Calitea, causaban a su hija mayor enojo aún, porque veneraba y amaba la memoria de su padre, aunque no le había conocido; porque era harto más difícil defenderle, y porque doña Eduvigis, acaso por admiración condescendiente hacia el clérigo, se convertía en eco de cuanto el clérigo afirmaba. A pesar del acendrado amor al marido, por quien suspiraba al cabo de los veinte y pico de años de haberle enterrado, y a quien llamaba a todas horas mi queridísimo Adolfo, la bendita señora, sin poderse refrenar, acompañaba siempre a don Prudencio y entonaba con él a dúo un piadoso responso de vituperios y anatemas contra el difunto.

Menester es confesar que, si en esto, prescindiendo de la fe ciega en el director espiritual, cabe alguna disculpa, doña Eduvigis la tenía. Su queridísimo Adolfo le había hecho poco caso; le había sido infiel con frecuencia; se había casado con ella por casarse; jamás le había confiado sus pesares, sus planes ni sus secretos, si los tuvo; jamás había realizado con ella la santa comunicación y la estrechísima unión de las almas, que hacen verdaderamente sacramental el matrimonio; y, por último, había consumido en vicios y en extravagancias casi todo el dote que aportó ella y los bienes que él tenía.

Don Adolfo, no obstante, a quien hablando en castellano me parece que debemos llamar Don, era la bondad misma; cautivaba las voluntades con su afabilidad y dulzura, y competía por lo valiente con el Cid, por lo leal con un perro y por lo generoso con el Magno Alejandro. Sus defectos no eran defectos, sino sobras: sobra de alegría, sobra de afición inteligente hacia todo lo hermoso y deleitable y sobra de confianza en la misericordia del cielo. De todo lo cual resultaba un sujeto extraviado y manirroto, lo que llaman vulgarmente un perdido, pero de gran ser y sumamente simpático. Varias veces había adquirido mucho dinero, mas en seguida le gastaba con rumbo de gran señor en conquistas, en limosnas, en obsequiar a sus amigos y conocidos y en divertirse y holgarse. Su situación crónica y ordinaria era, pues, estar a la cuarta pregunta.

En aquella edad, ya por alguna hazaña memorable, ya por la empresa que se ponía en el escudo, ya por calidad o virtud en que sobresaliesen, los caballeros tomaban apellido o título significativo y sonoro. Y así como hubo el caballero del Cisne, el del Lago, el del Águila rapante, el del Penacho de oro, el de la Ardiente espada y el del Brazo de hierro, a don Adolfo le llamaron el caballero de la Bolsa vacía; título que él aceptó como justo y gracioso, aunque ya le tenía un trovador contemporáneo suyo; pero ¿en qué siglo y en qué reino o república no ha habido caballeros y trovadores que le merezcan?

Para la mejor comprensión de esta historia, aunque verdadera algo confusa y desfigurada por el indocto vulgo, conviene poner aquí en resumen, si bien con las aclaraciones e interpretaciones de don Juan Fresco, algo de lo que Calitea pudo sacar en claro de la vida de su padre, oyendo lo que decían doña Eduvigis y don Prudencio.

Según parece, en aquella misma sangrienta batalla en que el famoso Saladino venció e hizo prisionero a Guy de Lusignan, se vio tan cercado de infieles el caballero de la Bolsa vacía, que, después de pelear como acosado león, cayó mal herido y tuvo que rendirse.

Cautivo ya, le llevaron a Damasco; y como el mar olor de la pobreza penetra y ofende las narices más tabicadas, los muslimes que le habían cautivado olieron pronto que nadie daría un ardite por su rescate, y le vendieron a un mercader parsi o güebro, devotísimo de Zoroastro, y que comerciaba en sedas, perfumes, especierías y piedras preciosas. Don Adolfo, que, según hemos dicho, poseía el don de gentes, se ganó a escape el aprecio y el cariño del mercader, tuvo vara alta en su casa y le acompañó en sus viajes. Ambos, embarcándose en una nave que zarpó de Ormuz, traspusieron a la India oriental y visitaron sus más antiguas y magníficas ciudades.

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