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Authors: Juan Valera

Tags: #Cuento, Relato

La buena fama (2 page)

—Pues, ¿te parece poco, mamá? Lo maduro se resiste a mi paladar. O nada, o fruto verde, aunque rejelee. Y dime, ya que, si bien lo sospecho, me agrada que me adulen el oído, ¿quién es ese gato relleno de oro que en forma de pretendiente me envía la misericordia del cielo?

—¿Pues quién ha de ser sino don Hermodoro? —contestó la madre.

—Ya me lo presumía yo —replicó Calitea—. Siempre que le llevo telas bordadas y paga mi trabajo, me mira con ojos picaruelos y encandilados y hasta se atreve a echarme piropos.

—No lo dudes, niña; el hombre está que se derrite, y, si no te muestras muy esquiva, con poco que hagas le conquistas del todo y se casa contigo.

—Pues no se casará, porque yo no pienso hacer ni haré nada para acabar de conquistarle.

—Eres muy ingrata —repuso la madre—. ¡Si supieras cuánto te admira y te elogia! ¡Con qué entusiasmo me habló de ti, pocos días ha, que vino a visitarme! Casi estuvo a punto de pedirte. Puso por las nubes tu bordado de la última casulla, y dijo que, así por su mérito artístico como por las bellísimas y delicadas manos que le hicieron, le pagaba el doble de lo que suele pagar.

—Por el mérito artístico de mi bordado cobré yo lo que cobré, y me pareció poco. Nada tiene ese necio que pagar ni nada que cobrarle yo por mis bellísimas manos, que sólo de balde han de servir para tirarle de las barbas y hartarle de pescozones si sigue desmandándose.

Justo es observar aquí, a fin de que nadie tilde a Calitea de señorita desaforada y de rompe y rasga, que ella vivió hace setecientos años, lo menos, en época más ruda; y que sin tener dueña ni escudero que la escoltase, como las señoritas de Madrid que llevan ahora, cuando van de paseo, una acompañanta a quien llaman la
carabina
, Calitea, por estar su madre enferma casi siempre, iba sola a sus negocios de costura, y entraba en almacenes y tiendas, y atravesaba calles, plazas y callejuelas, donde no había municipales, ni polizontes, ni alumbrado eléctrico. Era, pues, indispensable que, si quería defenderse, acudiese ella misma a la propia defensa, con algo de marcial, de arrogante y tremendo, como una doña María la Brava.

IV

A pesar de la costumbre que había adquirido de oír con resignación los desatinos y las altiveces de Calitea, su madre quedó consternada después dea último diálogo. Poca esperanza le quedaba ya, conociendo la terquedad de su hija.

Don Hermodoro era el mercader de más crédito en la ciudad; viudo, sin hijos, ansioso de casarse para tener quien heredase su caudal, y prendado de Calitea hasta más no poder. Despreciar todo esto, desde tan humilde y menesterosa posición, era el último extremo de la locura; pero Calitea había llegado a ese extremo, y harto comprendía su desdichada madre que era dificilísimo, casi imposible, hacerla retroceder.

—¡Dios mío! —exclamaba doña Eduvigis, cuyas meditaciones y soliloquios tomaban a menudo forma de plegaria—. ¡Dios mío! ¿Está loca mi hija? Todavía comprendería yo, por más que lo deplorase, que la muchacha desairara tan brillante partido si estuviese enamorada de algún mozuelo barbilindo, de los muchos que la han pretendido; pero si ella los ha despedido a todos, ¿qué es lo que quiere? ¿Sueña con algún duque? Hasta ahora a todos los novios los ha hallado vulgares, ordinarios, ignorantes y feos. ¿Será menester que de encargo le fabriquen uno bonito, joven, noble, elegante y valeroso, Adonis y Marte en una sola pieza?

En esto atinaba doña Eduvigis. Así era el novio con quien Calitea soñaba. El sueño, con todo, no se trocaba en realidad.

Sólo don Hermodoro, cada vez más fino, no atreviéndose a declararse directamente a la hija, hizo su declaración en regia por medio de la madre. El desdén se renovó por estilo más solemne; pero don Hermodoro no quiso desengañarse y retirarse, y siguió en su inútil porfía.

Pasaron meses y llegó la alegre primavera.

Calitea, que era bondadosa, aficionada a reír y a burlar, y divertidísima en su conversación salpicada de chistes sin malicia, tenía por amigas a bastantes muchachas honradas y de buena familia, las cuales se desvivían por convidarla a sus jiras y meriendas campestres en los sotos y prados de las cercanías, que eran un encanto por su fertilidad y que entonces estaban floridos y llenos de lozana verdura.

A pesar de su vida laboriosa y de que el tiempo no le sobraba, Calitea, aceptaba a veces los convites. Su madre, aunque por estar sana del estómago y de los pulmones comía con apetito, y en la lluvia de sus discursos no solía descampar, mientras no se rendía al sueño, como se encontraba cada día más torpe de la vista y de las piernas, no podía ir a estas expediciones; pero a fin de que todo apareciese correcto, y no porque la niña necesitase custodia y vigilancia, confiaba a Calitea a la más autorizada y venerable de las madres de sus compañeras.

De esta suerte asistió nuestra heroína a varias jiras y meriendas. Todos los que en ellas tomaban parte reían y celebraban la graciosa desenvoltura de Calitea: los mozos admiraban su beldad; algunos, que eran guapos y no despreciables partidos para su clase, la pretendieron con el mejor fin; pero ella los desahuciaba siempre, aunque por arte tan suave y con tan buena crianza, que ninguno le guardaba rencor, sino que persistían todos en ser sus amigos, reconociendo que jamás había ella atraído ni provocado a nadie para desdeñarle después, y que sabía agradecer sin amar, cada vez que inspiraba amor a pesar suyo.

Tales recreos, por más que agradasen a Calitea y lisonjeasen su amor propio, eran, sin embargo, poco frecuentes. Las faenas continuas a que ella tenía que entregarse para ganar el sustento no se avenían con mayor disipación, y casi podía afirmarse que su vida era retirada y austera.

Largas horas del día se pasaba en casa cosiendo o bordando, y oyendo las disertaciones de su madre y sus alegatos en favor de don Hermodoro.

Sólo cuando la linda costurera y bordadora terminaba alguna tarea, solía salir para entregar el fruto de ella a quien se la había encomendado.

Nunca dejaba entonces de entrar en la hermosa catedral bizantina, que estaba muy cerca de su casa; y allí, hincada de rodillas en lo más sombrío y solitario del sagrado recinto, rezaba fervorosamente.

El sitio en que de ordinario se arrodillaba para sus rezos era delante de una capilla cerrada por bien labrada verja de bronce, y sobre cuyo altar, en el misterioso camarín de un retablo de roble dorado y de rica y prolija talla, se parecía la efigie de San Miguel, con el fulmíneo acero en la diestra y en la otra mano una cadena de hierro a la cual estaba atado Lucifer en persona. De su boca espantable, llena de espumarajos y muy abierta, se diría que brotaban mil blasfemas maldiciones; pero el Arcángel tenía bajo sus pies a nuestro común enemigo, y todas sus maldiciones y reniegos eran en balde.

Si hemos de confesar la verdad, en aquel tiempo la escultura florecía poquísimo, y el San Miguel no era nada hermoso; pero en la obscuridad del camarín y contemplado con los ojos de la fe y desde lejos, podía dar ocasión, y la daba, a que se le imaginase y representase Calitea como un portento de juvenil y angelical hermosura. Era, pues, devotísima de aquel paladín del empíreo, y no dejaba de dirigirle muchas de sus oraciones.

V

Tan embebecida estaba en ellas, al anochecer de cierto día, que no advirtió entre las sombras que se extendían ya por el interior del templo, que alguien la observaba con persistencia y fijeza, admirando, sin duda, su rostro y toda su persona, sobre los cuales caían de soslayo los últimos fulgores del moribundo día que penetraban por una ventana poco distante.

Levantose Calitea y se encaminó hacia la puerta. Su admirador la siguió, recatándose un poco y aun sin ser por ella advertido.

La iglesia estaba desierta.

Cerca ya de la pila del agua bendita, Calitea reparó en alguien que se adelantaba, pero en quien sólo podía descubrir un bulto negro. Amplia capa de dicho color le caía desde los hombros casi hasta los pies.

No fue pequeña, ni desagradable tampoco, la sorpresa de nuestra heroína cuando, al ir a tomar agua en la pila para ponérsela en la frente, haciendo la cruz, se interpuso el desconocido, que acababa de mojar sus dedos y le ofreció el agua con notable cortesía.

La muchacha, a pesar de su altivez y recato, no acertó a rechazar tan santo obsequio, ofrecido del modo más respetuoso. Tomó, pues, el agua, tocando con sus dedos los dedos húmedos de quien se la ofrecía, cuya mano, según ella notó al mirarla y tocarla, era blanca, suave, muy cuidada y muy bonita, y tan pequeña, que no era mayor que la suya, aunque ella no las tenía, por cierto, ni feas ni grandes.

Miró también Calitea a todo el sujeto de la mano, y vio que era un mozuelo, al parecer de menos edad que ella, casi un niño, pero vestido muy a lo guerrero, y tan gentil y gracioso, que hubiera podido tomarse por el propio Arcángel, a quien ella acababa de rezar, y que se había descolgado del camarín para venir a saludarla. Las calzas ceñidas, de paño verde obscuro, dejaban ver la forma de las piernas, firmes, enjutas y bien torneadas; sobre el jubón o coletín de gamuza relucía la malla de acero bruñido, y del cinturón, de adobado becerro montaraz, pendía en medio la escarcela, al lado derecho una daga y al otro lado la espada. Sobre el puño apoyaba el galancete la mano izquierda, calzado el guante y sosteniendo donosísima caperuza, cuyo copete era una gran pluma de águila.

Su cabeza, bien plantada y descubierta entonces, aparecía coronada por los bucles, de oro de la abundante y larga cabellera; eran sus ojos azules como el cielo; la frente, despejada; ligero bozo apenas sombreaba, o más bien doraba, el labio superior con una sospecha de bigote, y la nariz recta, la barba firme y la boca desdeñosa e imperativa se contraponían chistosamente a lo adamado del resto de la persona.

Todo lo dicho agradó en extremo a Calitea, la cual sintió que, como en fortaleza que asalta el enemigo cuando más segura y descuidada se halla, se le entraba en el pecho y le alborotaba el corazón un tropel de sentimientos sobrado tiernos y hasta aquel instante jamás por ella experimentados. Pero lo que más la hechizó, moviéndola a desechar toda cautela, desvaneciendo recelo y disuadiéndola de reparar su descuido y de precaverse para en adelante, fue la turbación que advirtió en el mozo que le ofreció el agua bendita y el encendido rubor que le arreboló la cara, aumentando su amabilidad inocente.

Al llegar a este punto hacía notar don Juan Fresco, y yo debo imitarle, que en el país y en la época en que ocurrieron estos sucesos, ni se necesitaban aún previas presentaciones para que se hablasen las gentes, ni éstas, cuando se consideraban iguales, se daban tratamiento, sino que, si bien las más ceremoniosas empezaban por hablarse en tercera persona, lo usual era tutearse de buenas a primeras. Así, pues, no ha de parecer a nadie falto de la conveniente circunspección y decoro el diálogo que sigue, entablado por Calitea, después de dar las gracias por el agua ofrecida y aceptada.

—Y dígame —preguntó ella—, ¿es por ventura el señor soldado forastero en esta ciudad?

—Lo soy —contestó el mancebo—. Ayer llegué del lugar en que me crié y donde vive retirado mi padre, hidalgo de poquísimos bienes de fortuna. A fin de que yo me la busque, de lo que estoy impaciente, mi padre medió su bendición y armas y caballo, y me dejó venir por aquí.

—¿Y cómo consintió tu padre en que vinieras solo, al verte tan niño como eres?

—No soy tan niño —dijo él algo picado—. Veintidós años he cumplido ya.

—No lo creerías no me lo dijeses. Eres más viejo que yo: tienes dos años más. Perdona, hombre, que te haya tratado como a un rapazuelo, sin los miramientos y atenciones que se deben a personas de mayor edad.

—De ti no quiero yo más miramientos sino que me mires con muy amistosa simpatía.

—Pues eso estoy por afirmar que lo has logrado, y de fijo que lo conservarás y aumentarás si eres, tan bien criado y juicioso como tu buena presencia promete.

—Lo que es bien criado, ¿cómo no serlo contigo hasta el más rendido acatamiento? En punto a juicio, difícil será que le conserve si tú me le robas.

El joven pronunció la última frase siguiendo a Calitea, que había salido ya de la iglesia e iba andando hacia su casa.

Volvió ella el rostro, y dijo sonriendo:

—Déjate de lisonjas. No gusto de ellas nada. Si sigues así, no llegarás a verme otra vez, para que ni en broma me acuses de que por mí te vuelves loco.

—No te enojes. Yo me quedaré cuerdo, pero consiente que te acompañe hasta tu casa.

—No; vete ya.

—Me iré, si lo mandas.

—Lo mando.

—Bien está; pero prométeme que vendrás mañana por aquí a la misma hora.

—¿Y para qué?

—Para que yo tenga da dicha de verte y de hablarte.

—Pero, desventurado, ¿no ves que perderlas así el tiempo? ¿Buscas fortuna? Pues mal modo de hallarla es andar en conversaciones ociosas.

—No serán ociosas. Tú eres, lo conozco, tan discreta como prudente, y deseo pedirte consejo.

—Eso ya es distinto. Aunque no presumo de buena consejera, la conciencia me remordería de negarte el consejo que pides. Me queda, con todo, un escrúpulo. Es sacrilegio citarnos en la iglesia para tratar asuntos profanos.

—Pues dime dónde vives, e iré a tu casa.

—¡Imposible! ¿Qué diría mi madre?

—Entonces, sal ya tarde a la reja, cuando tu madre se acueste.

—¡Jesús! ¿Qué estás diciendo, muchacho? ¿Qué pensarías de mí si yo tal hiciese? Apenas te conozco. No sé siquiera tu nombre.

—No quede por eso, hija mía. ¿Conque no me viste rezar con devoción junto a la capilla del Arcángel, donde, aun no sé si para mi desgracia o para mi ventura, te vi y te admiré? Fui allí, porque el Arcángel es mi santo. Me llamo Miguel.

—Bien está, Miguel. Márchate ahora, déjame en paz y no quieras convertirte en diablo.

—¡Cruel! La diablura es que me despidas. ¿Y por qué?

—Ya es de noche; pero mis vecinas están atisbando siempre, y tienen ojos de lince. ¿Qué no murmurarán si me ven con mancebo tan cubierto de armas? Supondrán que me llevas presa.

—El preso y el enredado soy yo en la mágica red que tienden cuando miran tus ojos divinos.

—Ya te he dicho que detesto los requiebros —exclamó Calitea, negando con la complacida expresión de su sonrisa, con su dulce mirar y con lo trémulo de su voz, las palabras que pronunciaban sus labios.

El ansia de amar, el torrente de afectos, contenido y represado hacía cuatro años, desde que Calitea era mujer, había roto los diques y brotaba con tal ímpetu de su alma, que no lograban atajarle la reflexión y la prudencia.

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