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Authors: Mariano Gambín

Tags: #histórico, intriga, policiaco

Ira Dei (43 page)

Subió a la puerta y utilizó su móvil. Como nadie de mantenimiento respondía, llamó a dirección. Tampoco le contestaron en las oficinas. En la centralita, la voz metálica de un contestador automático no le ofreció ayuda alguna. A grandes males, grandes remedios, pensó. Marcó el número del concejal de infraestructuras y seguridad ciudadana.

—¿Señor Álvarez? Soy Jiménez, técnico de guardia del sistema de alcantarillado. Tenemos un problema. ¿Otro? ¿Cómo que otro? Yo sólo tengo uno, no sé los que tiene usted. Mire, se ha producido una avería en las compuertas de desagüe del sistema de evacuación del Casco Histórico —Jiménez escuchó durante unos segundos a su interlocutor—. ¿Que le explique lo que significa? Pues simplemente, que, si no deja de llover en diez minutos, todas las tuberías del subsuelo estarán llenas y comenzarán a rebosar. El agua buscará camino y se colará en todas las rendijas y huecos que encuentre a su paso. Y, cuando estos estén saturados, el centro de la ciudad comenzará a inundarse. Así de sencillo. ¿Cómo dice? No, no tiene solución técnica inmediata. Si quiere un consejo, haga como yo, que llevo un rato rezando para que deje de llover.

61

Galán notó que el agua estaba subiendo de nivel cuando se le mojó la entrepierna. Comenzaba a sentir frío y la nueva sensación le incomodó seriamente. Llevaba muchos minutos dando tumbos por aquel túnel sin dar con su fugitivo. Sus pasos eran lentos y calculados. No podía caer en ninguna trampa y, antes de doblar una esquina, utilizaba los trucos de seguridad contenidos en todos los manuales de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado. La tensión comenzaba a hacer efecto en su sistema nervioso y se notaba cansado.

La galería terminó abruptamente en un enorme distribuidor rectangular del que partían tres túneles más en distintas direcciones. A Galán se le sobrecogió el ánimo. ¿Por cuál de aquellos tres huecos habría escapado el ladrón de arte? Levantó las gafas de visión nocturna y encendió la linterna, buscando alguna pista a la luz eléctrica. Aquel espacio estaba construido de ladrillos mohosos oscurecidos por la humedad y el paso del tiempo. El techo era una bóveda de la que caían gruesos goterones.

Revisó sus opciones. O seguía al azar por uno de los túneles o se quedaba allí, esperando a que su presa se hubiera metido por una galería sin salida y volviera sobre sus pasos. Las dudas le asaltaban. ¿Y si no volvía? ¿Se quedaría allí como un pasmarote mientras aquel tipo se escapaba? Intentó ponerse en el pellejo de su perseguido.
Habría tomado el primer hueco a la derecha
—se dijo, sin pensar—.
¿Y por qué? ¿Por qué no seguir de frente y tomar el túnel del centro?

Un ruido le sacó de sus divagaciones. Alguien arrastraba algo por el agua. Apagó rápidamente la linterna, se colocó las gafas y se introdujo en las sombras de la boca del tercer túnel, el de la izquierda. Se agazapó contra la húmeda pared y se dispuso a esperar.

***

Sandra notaba la punta del frío acero en sus costillas. Ya había sufrido tres pinchazos por no acomodar su marcha a la de su secuestrador. Se encontraba de nuevo con las manos atadas a la espalda. Avanzaba a punta de cuchillo por el oscuro túnel. Apenas veía nada más que el resplandor apagado que surgía de una linterna de infrarrojos. El tipo que la había atado llevaba unas gafas enormes, que le recordaba a las de un oculista.

No había tenido opción de desarrollar sus planes cuando estaba en la mazmorra. Estaba adormilada cuando la puerta se abrió de repente. El potentísimo haz de luz de una lámpara halógena la dejó ciega durante más de un minuto. El dolor fue tan intenso que apenas notó cómo la golpeaban en el rostro, lanzándola al suelo. Sintió una bota sobre su cuello y chilló como no lo había hecho nunca. Un puñetazo en el pómulo la acalló. Ignoraba si había perdido el conocimiento. Creía que sí, ya que no recordaba el momento en que la habían atado. Se veía a sí misma de pie, apoyada contra la húmeda pared, sin poder mover los brazos. Sin embargo, veía de nuevo y comprobó que su agresor era el mismo tipo que la había atendido en la casa. Oyó unos ruidos sobre su cabeza, en el exterior, una conversación apagada. Una mujer le decía algo a un hombre, que respondía. El sonido llegaba tan ahogado que no pudo entender una palabra. Su atacante había mirado al techo con aprensión y había acercado un puñal enorme, muy largo y fino, a su rostro.

—Camina o te lo clavo.

La mirada de determinación llevó a Sandra a estar segura de que aquel hombre hablaba en serio. Impulsada por la fuerza de su brazo, se adentró en la oscuridad. Notaba su nerviosismo al escuchar las voces de arriba. Aprovechó la distracción para intentar escapar. Volvió a gritar y comenzó a correr hacia delante, en la penumbra. Su desesperada carrera terminó al chocar violentamente contra una rugosa pared de piedras y tierra. No veía nada en la oscuridad. El hombre la levantó y le propinó una fuerte bofetada.

—¡Maldita seas! ¡Yo te haré callar!

Sandra estuvo a punto de perder el conocimiento de nuevo. El rostro de su atacante se encontraba a escasos centímetros del suyo y pudo percibir su aliento fétido a queso rancio. El tipo la amordazó en pocos segundos. Sonrió satisfecho con su obra y pinchó levemente a la periodista en una costilla. Sandra entendió el mensaje y comenzó a caminar por el túnel.

Ahora, casi quince minutos después, se encontraba desorientada y aterida de frío. La altura del agua en aquellas galerías le llegaba por encima de la cintura. Había resbalado un par de veces y había terminado bajo la superficie. El fuerte brazo de aquel hombre la había sacado del fondo. Por lo menos de una cosa estaba segura, de momento, aquel tipo no deseaba que muriera.

***

Rolando Padilla maldecía para sus adentros. Se había equivocado de galería. Al llegar al rectángulo de las cuatro bocas de túnel había seguido en línea recta por la de enfrente. Diez minutos después se percató de que aquel no era el túnel que desembocaba en una de las casas de la calle San Agustín. Un trayecto que había hecho un par de veces con anterioridad. Se había equivocado, debía haber tomado el de la derecha.

Diez minutos antes, se había topado con un derrumbe del techo de la cavidad que obstruía el paso por completo. Dio media vuelta, y comprobó que no había entrado agua en los tubos de acero que cargaba a su espalda. Mantenía la MP5K en alto y comenzaba a cansársele el brazo. La oscuridad y el agua habían cambiado las imágenes que guardaba en su memoria del aspecto que ofrecían los túneles, y le habían confundido. El agobio de verse perseguido le había inducido a cometer el error a la hora de elegir la galería. Debía ser más cuidadoso. No había problema, pensó, con la potencia de fuego de su arma podía llevarse por delante cualquier obstáculo. Todavía le quedaba un cargador de reserva, además del que se encontraba en el subfusil. Estaba llegando de nuevo al cruce de galerías cuando oyó un ruido delante de él. Varias personas avanzaban hacía allí chapoteando en el agua.

***

Ariosto caminaba con esfuerzo con el agua a la cintura, arrastrando los pies sobre el fondo limoso. Se había quitado las botas, demasiado pesadas. A su espalda le seguía Marta, como una sombra. El agente Mandillo se había adelantado un par de metros. La arqueóloga había resultado ser una guía competente. Al llegar a la bifurcación de los dos túneles eligió sin vacilar el de la izquierda, lo que sin duda les había hecho ganar tiempo. En un momento determinado, el policía se llevó el índice a los labios, y apagó su linterna. Se detuvieron expectantes en la oscuridad. Se oía un salpicar de agua más adelante. Por el ruido, Ariosto apreció que se trataba de más de una persona. Debían ser Sandra y su secuestrador.

—Quédense aquí —dijo Mandillo— Voy a por él. Si no regreso en cinco minutos, vuelvan con ayuda.

Marta y Ariosto intercambiaron una mirada cómplice. Ni por asomo iban a hacer caso al policía. Le dejaron apartarse unos diez metros y siguieron su estela, que refulgía levemente sobre la superficie del agua.

***

Mandillo vislumbró las sombras de dos personas delante de él. Una de ellas portaba una linterna que despedía una luz muy tenue, pero lo suficiente para distinguir sus siluetas. Se acercó silenciosamente, deslizándose por el agua e impulsándose de puntillas. Cuando estuvo a unos diez metros, asentó los pies en el suelo.

—¡Policía! —el gritó reverberó sobre el ruido de las gotas cayendo en el agua—. ¡Quieto o disparo!

***

Padilla había distinguido dos figuras en la penumbra. Una casi remolcaba a la otra. No parecían ser de la policía. ¿Qué diablos hacían allí? De pronto oyó una voz de alto detrás de ellos, a la izquierda. ¡Un policía! Se apoyó contra una de las paredes del túnel y descerrajó una ráfaga de disparos contra el lugar de donde provenía la voz. El ruido era tal que parecía que las paredes se iban a venir abajo. Quedó sordo cuando el cargador se agotó, diez segundos después. Se apresuró a sacar el último e insertarlo en su lugar.

***

Mandillo no se esperaba la serpentina de brasas que se dirigía en su dirección proveniente de una de las bifurcaciones del túnel, a su izquierda. Apenas vio el fuego graneado, se dio cuenta de que procedía de un subfusil. Se lanzó al fondo a toda velocidad. Notó como varias balas pasaban junto a él, como diminutos torpedos. Una le rozó el gemelo de la pierna derecha, haciéndole una herida. Aguantó la respiración unos segundos. Se impulsó como pudo en la pared, deslizándose por el fondo unos dos metros, y emergió más allá. Se orientó en una décima de segundo y disparó cuatro veces al lugar donde suponía que se encontraba el agresor.

***

Galán no daba crédito a sus ojos. Por la boca de la galería había aparecido el vecino de la casa de al lado arrastrando a una chica a punta de cuchillo. Reconoció el arma. Y también a la chica. La había visto en el Hotel
Nivaria
el día anterior. Esperó unos segundos, intentando adivinar su siguiente paso. Una voz detrás delató a un agente de policía de uniforme dando el alto a la pareja. A continuación se oyó una descarga de subfusil, atronadora como ninguna, proveniente del comienzo de la galería que nacía a su izquierda. Un segundo después no había nadie sobre la superficie. Esperó a que terminara aquel infierno de fuego y sonido, tapándose los oídos. Cuando cesaron los disparos, Galán reconoció el ruido de un cargador al separarse del subfusil y caer al agua. Calculó que disponía de unos cinco segundos, si el atacante era diestro en la recarga. Había que neutralizarlo antes de que lo hiciera. Iría más rápido por debajo del agua. Se hundió suavemente y comenzó a bucear en dirección al comienzo de la galería del centro.

***

Sandra notó, cuando comenzaron los disparos, que su captor se agachaba y la empujaba hacia delante, intentando sumergirla. Comprendió que la confusión era su oportunidad. A pesar de tener los brazos atados se hundió girando sobre sí misma, calculó el lugar donde debía estar la cabeza del hombre y propinó una patada con la planta del pie con todas sus fuerzas. Dio de pleno en alguna parte de su cuerpo, algo blando que se separó tras el golpe. Aprovechó el impulso para alejarse y nadar pataleando todo lo que pudo, hasta que chocó con una de las paredes. Sólo entonces emergió lo justo para tomar aire.

***

A más de veinte metros, Ariosto, agazapado en el fondo del túnel, observó bajo el dorado resplandor de los disparos la escena que discurría ante sus ojos. Vio a Sandra separarse de aquel tipo y propinarle una patada en la cabeza. Su estela de burbujas le indicó hacia donde buceaba. Debía acercarse a ella y liberarla, si continuaba atada no tenía la más mínima oportunidad. Tomó todo el aire que le permitieron sus pulmones y se zambulló, rememorando en un segundo sus días de buceador en el muelle de Santa Cruz, cuando todavía se pescaban pulpos. La técnica debía estar ahí, en su subconsciente. Al menos, eso esperaba.

***

El tipo del cuchillo apenas se había recuperado de la patada en el rostro cuando algo chocó de nuevo contra su cuerpo. Era un hombre que buceaba proveniente del túnel de enfrente. Se separó de él con un puñetazo. Se percató de que el agua le llegaba ya al pecho, con lo que los movimientos perdían agilidad. Empuñó el estilete por delante de su cuerpo. Lo pincharía y seguiría su camino, con o sin la chica. En aquellas circunstancias había perdido su valor como rehén.

Notó un desplazamiento de agua a su derecha. Dio una cuchillada en semicírculo a su alrededor. El cuchillo se detuvo al chocar con algo duro. Se había clavado lateralmente en el torso de su atacante.

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