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Authors: Kami García,Margaret Stohl

Tags: #Infantil y juvenil, #Fantástico, #Romántico

Hermoso Final (23 page)

* * *

John y yo nos marchamos a primera hora de la mañana. Teníamos que salir temprano ya que nos esperaba una larga caminata por los Túneles en vez de Viajar, aunque de haber sido por John, podríamos haber estado allí fácilmente en un abrir y cerrar de ojos.

No me importaba. No pensaba permitírselo. No quería que me recordara a los viejos tiempos en los que accedí a que John me llevara… directamente hasta Sarafine.

Así que lo hicimos a mi manera. Realicé un hechizo
Resonantia
a mi viola y la puse a practicar en una esquina mientras me marchaba. Tarde o temprano acabaría parándose, pero ganaría un poco de tiempo.

No le dije a mi tío que me marchaba. Simplemente lo hice. El tío Macon aún dormía la mayor parte del día, los viejos hábitos seguían siendo los mismos. Supuse que tendría, como mínimo, seis horas por delante antes de que notara mi ausencia. O mejor dicho, antes de que se pusiera como loco y viniera a por mí.

Una de las cosas que había comprendido durante el año pasado era que había ocasiones en las que nadie te iba a dar permiso. Daba igual, eso no significaba que no pudieras o debieras hacerlas, especialmente cuando se trataba de asuntos importantes, como salvar al mundo o viajar hasta una costura sobrenatural entre realidades o traer a tu novio de vuelta del mundo de los muertos.

Algunas veces tienes que coger tú mismo las riendas. Los padres —o tíos, si eso es lo más cercano que tienes— no están preparados para enfrentarse con eso. Porque ningún padre que se precie en este mundo o en cualquier otro va a apartarse y decirte: «Adelante, arriesga tu vida. El destino del mundo está en juego».

¿Cómo podrían decir algo así?

Quiero verte de vuelta para cenar. Espero que no mueras.

No podrían. Y no se les puede culpar por ello. Pero eso no significaba que tú no puedas ir.

Tenía que hacerlo, sin importar lo que el tío Macon dijera. O eso es lo que me dije mientras John y yo nos dirigíamos hacia los Túneles por debajo de Ravenwood. Donde, sumidos en la oscuridad, podía ser cualquier hora, día o año, cualquier siglo incluso, de cualquier parte del mundo.

Los Túneles no eran la parte que me asustaba.

Ni siquiera pasar un tiempo a solas con John —algo que no había vuelto a hacer desde que me engañó y me arrastró a la Frontera en mi Decimoséptima Luna— era un problema.

La verdad era que el tío Macon tenía razón.

Lo que más me asustaba era la puerta que estaba delante de mí y lo que encontraría al otro lado. Esa vieja puerta por la que la luz se filtraba hasta los escalones de piedra del Túnel Caster, y ante la que ahora me había detenido. La que estaba marcada como Nueva Orleans. El lugar en donde Amma había acabado haciendo un pacto con la magia más Oscura del universo.

Me estremecí.

John me miró y ladeó la cabeza.

—¿Por qué te paras aquí?

—Por nada.

—¿Tienes miedo, Lena?

—No. ¿Por qué habría de tenerlo? No es más que una ciudad. —Traté de apartar los lúgubres pensamientos sobre magia negra, bokores y vudú de mi mente. Sólo porque Ethan hubiera seguido a Amma hasta allí en los malos tiempos, eso no significaba que fuera a encontrar la misma Oscuridad. Al menos no al mismo bokor.

¿Verdad?

—Si piensas que Nueva Orleans es solamente una ciudad, entonces tienes un problema. —John hablaba con voz queda, apenas podía ver su rostro en la penumbra de los Túneles. Sonaba tan asustado como yo.

—¿De qué estás hablando?

—Es la ciudad Caster más poderosa del país, la mayor convergencia de poder Oscuro y Luminoso de los tiempos modernos. Un lugar donde todo puede suceder, a cualquier hora del día.

—¿En un bar de cien años de antigüedad con unos Sobrenaturales de doscientos años? —¿Podría ser tan escalofriante? Eso es lo que me repetía a mí misma todo el tiempo.

Se encogió de hombros.

—Puede que todo empiece allí. Conociendo a Abraham, no será tan fácil encontrarlo como creemos.

Empezamos a subir las escaleras hasta la brillante luz del sol que nos llevaría a La Cara Oculta de la Luna.

* * *

La calle —una hilera de bares cutres empotrados entre bares más cutres todavía— estaba desierta, lo que tenía sentido, considerando que aún era muy temprano. Se parecía al resto de calles que habíamos visto desde que, al atravesar la puerta, desembocamos en el infame Barrio Francés de Nueva Orleans. Ornamentadas rejas de hierro se extendían por todos los balcones a lo largo de cada edificio, curvándose incluso en las esquinas de las calles. En la fría luz de la mañana, los colores de la pintura de las fachadas parecían desvaídos y desconchados. En el borde de la acera se alineaba un montón de basura tras otro, la única evidencia que quedaba de la noche anterior.

—Siempre odié el aspecto que tenía esto por la mañana después de Mardi Grass —dije, buscando un hueco por donde atravesar la montaña de desperdicios que se interponía entre la acera y yo—. Recuérdame que no vaya nunca a un bar.

—No sé qué decirte. Pasamos buenos ratos en el Exilio. Tú, Ridley y yo, armando jaleo en la pista de baile. —John sonrió y yo me sonrojé al recordarlo.

Brazos rodeándome

bailando, apresurada

la cara de Ethan

pálida y preocupada.

Sacudí mi cabeza, dejando que las palabras se desvanecieran.

—No me refería precisamente a un agujero en el Inframundo para Sobrenaturales marginados.

—Oh, venga. No éramos exactamente marginados. Bueno, tú no lo eras. Ridley y yo probablemente sí —repuso John, y me empujó bromeando hacia la puerta.

Le aparté, no tan bromista.

—Déjalo. Eso fue hace un millón de años. O quizá dos millones. No quiero ni pensarlo.

—Vamos, Lena. Estoy contento. Tú eres…

Le lancé una mirada y se contuvo.

—Volverás a ser feliz, te lo prometo. Por eso estamos aquí, ¿no?

Le contemplé fijamente. Ahí estaba, plantado junto a mí, en medio de una desierta calleja del Barrio Francés a esa hora tan temprana de la mañana, ayudándome a buscar a un hombre que no era hombre y al que odiaba más que a nadie en el universo. Tenía muchas más razones que yo para odiar a Abraham Ravenwood. Y, sin embargo, no se había quejado en ningún momento sobre lo que le estaba obligando a hacer.

¿Quién hubiera dicho que John acabaría siendo uno de los mejores tíos que me había encontrado? ¿Y quién hubiera dicho que John acabaría ofreciéndose, aun a riesgo de su vida, para traer de vuelta a mi amor?

Le sonreí, aunque por dentro sentía ganas de llorar.

—¿John?

—¿Sí? —No estaba prestando atención. Estaba mirando los rótulos de los bares, probablemente pensando cómo iba a tener el valor de entrar en alguno de ellos. Todos parecían la guarida de un asesino en serie.

—Lo siento.

—¿Eh? —Ahora estaba escuchándome. Confuso, pero atento.

—Todo esto. Que tenga que implicarte. Y si no quieres… quiero decir, si no encontramos el libro…

—Lo encontraremos.

—Sólo digo que no te culparé si no quieres pasar por esto. Abraham y todo lo demás. —No podía soportar hacerle eso. Ni a él ni a Liv, por muchos roces que hubiera habido entre nosotros. Por mucho que ella hubiera creído que amaba a Ethan.

Antes.

—Encontraremos el libro. Vamos. Deja de decir tonterías. —John hizo de una patada un claro en el montón de basura, y nos abrimos paso a través de botellas vacías de cerveza y mugrientas servilletas hasta la acera.

Para cuando logramos recorrer media manzana, estábamos asomándonos a través de los portales abiertos para ver si había alguien dentro. Para mi sorpresa, había gente escondida entre el maderamen, literalmente. Desplomada en los oscuros umbrales. Barriendo la basura de los desiertos y sombríos callejones. Incluso perfilándose en algunos de los balcones vacíos.

Comprendí que el Barrio Francés no era tan diferente del mundo Caster. O del condado de Gatlin. Había un mundo dentro de cada mundo, bien oculto a la vista.

Sólo tenías que saber dónde mirar.

—Allí —señalé.

LA CARA OCULTA DE LA LUNA

Un rótulo de madera tallada con el nombre del local se balanceaba adelante y atrás, colgado de dos viejas cadenas, y emitiendo un chirrido al moverse con el viento.

A pesar de que no había viento.

Entorné los ojos en la brillante luz de la mañana, tratando de escrutar entre las sombras de la entrada.

Esta Cara Oculta no era muy diferente de los otros bares casi desiertos del vecindario. Incluso desde la calle podían escucharse voces resonando a través de la pesada puerta.

—¿Hay gente dentro tan temprano? —John hizo una mueca.

—Tal vez no sea tan temprano. Tal vez sea tarde para ellos. —Clavé los ojos en un hombre ceñudo que estaba apoyado contra el marco intentando encenderse un cigarrillo. Murmuró algo entre dientes y apartó la vista.

—Sí. Demasiado tarde.

John sacudió la cabeza.

—¿Estás segura de que éste es el lugar correcto?

Por quinta vez le pasé la tapa de las cerillas. La sostuvo en alto, comparando el logo con el rótulo. Eran idénticos. Incluso la luna creciente tallada en el letrero de madera era una réplica exacta de la que estaba impresa en la etiqueta de la caja de cerillas que John tenía en la mano.

—Y yo que estaba deseando que la respuesta fuera no. —Me devolvió la caja.

—Pues sigue deseando —declaré, apartando de una patada un trozo de servilleta húmeda de mis Converse negras.

Me guiñó un ojo.

—Las damas primero.

22
El pájaro en la jaula dorada

A
mis ojos les llevó un buen rato adaptarse a la débil luz, y un rato más largo aún para que el resto de mi persona se acostumbrara al hedor. Olía a cerrado y a herrumbre, a cerveza rancia, a todo rancio. A través de la penumbra, pude distinguir hileras de pequeñas mesas redondas y una alta barra de bar, casi de mi altura. Las botellas se apilaban en estanterías que se extendían hasta el alto techo, tan alto que los largos candelabros de latón parecían colgar de la nada.

El polvo cubría cada superficie y cada botella. Incluso pululaba en el aire, en los pocos sitios donde los haces de luz se filtraban a través de los cerrados postigos de las ventanas.

John me dio un codazo.

—¿No existe ningún tipo de hechizo que impida que nuestras narices puedan oler esto? ¿Una especie de
Stinkus Lessus Cast
?

—No, pero se me ocurre que tal vez unos cuantos hechizos
Shutus Upus
podrían venirnos al pelo ahora mismo.

—Vaya temperamento, chica Caster. Se supone que tú eres Luminosa. Ya sabes, uno de los chicos buenos.

—Rompí el molde, ¿recuerdas? En mi Decimoséptima Luna, cuando fui cristalizada en Luz y Oscuridad. —Le lancé una mirada muy sombría—. No lo olvides. Poseo un lado Oscuro.

—Estoy aterrorizado. —Sonrió.

—Deberías estarlo. Y mucho.

Señalé un cartel sobre un espejo colgado en la pared que tenía justo a su espalda. Era una silueta de mujer pintada junto a unas cuantas palabras. «Los labios que tocan el licor no tocarán los nuestros». Sacudí la cabeza.

—Desde luego, ése no sería el eslogan de las animadoras del Jackson.

—¿Qué? —John levantó la vista.

—Apuesto a que este lugar solía ser una taberna clandestina. Un bar oculto durante la Prohibición. Probablemente Nueva Orleans debió de estar llena de ellos. —Eché un vistazo a la habitación—. Lo que significa que tiene que haber otra habitación, ¿no es eso? Una habitación detrás de ésta.

John asintió.

—Por supuesto. Abraham nunca merodearía donde cualquiera pudiera entrar en su escondite, dondequiera que esté. Era la única cosa que todas nuestras casas tenían en común. —Miró alrededor—. Pero no recuerdo un lugar como éste.

—Tal vez fuera antes de tu época, y volviera aquí porque era el único lugar donde nadie que estuviera actualmente con vida pudiera encontrarlo.

—Tal vez. Aun así, siento que hay algo fuera de lugar en este sitio.

Entonces escuché una voz familiar.

Mejor dicho, una risa familiar, dulce y siniestra. No había ninguna igual en el mundo.

¿Ridley? ¿Eres tú?

La llamé en kelting, pero ella no respondió. Tal vez no lo había oído, o había pasado demasiado tiempo desde la última vez que conectó de esa forma. No estaba segura, pero tenía que intentarlo.

Corrí hacia la escalera de madera al fondo del local. John iba pisándome los talones. En cuanto llegué arriba, empecé a aporrear la pared de donde creí que había salido el sonido, justo por encima de varias pilas de cajones y cajas con cascos de botellas. La pared del almacén estaba hueca, y claramente podía sentirse que había algo detrás.

¡Ridley!

Necesitaba echar un vistazo. Aparté una alta pila de cajas que me obstaculizaba el paso. Cerré los ojos y dejé que mi cuerpo se alzara en el aire, hasta que quedé flotando en paralelo con el tragaluz. Abrí los ojos, escudriñando durante un segundo. Lo que vi fue tan sorprendente que hizo que me precipitara de vuelta al suelo.

Hubiera podido jurar que había visto a mi prima con una buena capa de maquillaje y lo que parecía ser un destello dorado. Rid no estaba en peligro. Probablemente estaba tumbada en alguna parte, pintándose las uñas, o lamiendo un chupachups y pasándoselo en grande.

Eso o es que estaba alucinando.

Voy a matarla.

—Te lo juro, Rid. Si realmente estás tan loca, si realmente te has vuelto tan Oscura, pienso hacerte tragar esos chupachups tuyos hasta el fondo de la garganta, una bola de azúcar detrás de otra.

—¿Qué?

Sentí los brazos de John detrás de mí, levantándome del suelo.

Señalé hacia la pared.

—Es mi prima. Está al otro lado de esta pared. —Golpeé el muro por encima de la pila de cajas más cercana.

—No. No, no, no… —Empezó a retroceder, como si la sola mención de mi prima le hubiera despertado unas ganas terribles de salir corriendo.

Sentí que me sonrojaba. Era mi prima, y quería matarla. Pero eso no cambiaba el hecho de que, aun así, seguía siendo
mi
prima, y
yo
era la que quería matarla. Era un asunto de familia. No algo por lo que John tuviera que preocuparse.

—Mira, John. Tengo que llegar hasta ella.

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