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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Ha estallado la paz (4 page)

—¡Eso no lo creo! Quien no come es mosén Iguacen. No hay más que verlos a los dos.

El Palacio Episcopal fue restaurado con prontitud. La instalación eléctrica funcionaba de maravilla. Las monjas habían renunciado a la genuflexión… El archivo metálico estaba, en efecto, lleno hasta los topes y una de las carpetas, de los expedientes, que había en él, se refería a César Alvear…

De pronto,
El Tradicionalista
publicó una noticia que provocó en el señor obispo una crisis de alegría: los católicos alemanes preparaban el envío a España, con destino a la zona que fue «roja», de una enorme cantidad de objetos para el culto: cálices, copones, casullas…

El doctor Gregorio Lascasas, colocándose con gracia el solideo, exclamó:

—¡Bendito sea Dios!

* * *

El más alto representante del Partido en Gerona fue, como era de suponer, Mateo.

El muchacho se tenía el puesto merecido, habida cuenta de que había fundado, el año 1933, en circunstancias más que adversas, la primera célula en la ciudad. Por otro lado, sus contactos personales, a lo largo de la guerra, con los camaradas Núñez Maza, Salazar y otras jerarquías —al parecer, muchos falangistas de los que defendieron el Alto del León tendrían ahora, en Madrid, mando nacional— lo capacitaba como a nadie para desempeñar sin desvíos su misión, que en resumidas cuentas no era otra que «devolverle al hombre español el orgullo de serlo».

Mateo Santos recibió, pues, el nombramiento de Jefe Provincial de FET y de las JONS y al propio tiempo, a petición propia, y puesto que concedía la máxima importancia a la formación política de las nuevas generaciones, el de Jefe Provincial de las Organizaciones Juveniles. «Quiero controlar —había dicho— no sólo a los falangistas ya formados, sino a los hijos que de éstos nazcan». Mateo, pese a no haber obtenido todavía el licenciamiento militar, por lo que la estrella de alférez provisional seguía reluciendo en su pecho, consiguió ser reclamado y, por tanto, a fines de mayo había tomado ya posesión de ambos cargos.

El problema que suponía encontrar el local adecuado para las instalaciones del Partido, tuvo también feliz arreglo: el caserón palaciego de Jorge de Batlle, el caserón de las dos armaduras en la entrada, en el que durante tanto tiempo habían vivido el Responsable y los suyos. Jorge de Batlle, huérfano y combatiente en Aviación, comprendió desde el primer momento que ya nunca podría habitar aquella mansión en la que cayeron asesinados sus padres y todos sus hermanos, y la cedió a Mateo, quien la amuebló con muebles requisados aquí y allá. Por deseo expreso, por capricho personal, Mateo quiso que la mesa de su despacho fuese precisamente la que había utilizado el ex jefe socialista, Antonio Casal. Mateo afirmaba repetidamente que la Falange demostraría que se podían implantar las irreversibles conquistas del socialismo sin necesidad de armar al pueblo, ni de sacrificarlo todo a los esquemas económicos, ni de negar que el gallo cantó tres veces.

El programa de Mateo era amplio y lo era en direcciones múltiples. En primer lugar, debía organizar las jefaturas locales, constituir una red coherente. El empeño sería ingrato y, en parte, irrealizable, pues era evidente que no existía un hombre idóneo, un falangista cabal, para cada uno de los pueblos de la provincia. Había en ésta pueblos cuyos habitantes no tenían todavía idea de que los puntos de Falange fueran veintiséis y de lo que significaba el color azul. Al respecto no olvidaría nunca lo que ocurrió en Darnius, localidad próxima a Figueras, el día de la liberación. Los darniuenses se concentraron en la plaza y al oír el
Cara al Sol
que, extendido el brazo, cantaban los «nacionales» desde el balcón del Ayuntamiento, supusieron que se trataba de alguna canción regional singularmente bienquista por los soldados, por lo que al término de ella aplaudieron y gritaron: «¡Que se repita! ¡Que se repita!».

Luego, Mateo debía atacar. Deshacer muchos prejuicios y edificar un bloque social operante, dinámico, cimentado principalmente en los Sindicatos. Los Sindicatos debían ser la obra básica, vertical, de su quehacer, que, como tantas veces había repetido —como le dijera años antes a Ignacio en sus diálogos bajo los soportales de la Rambla—, uniera en una labor común a empresarios, técnicos y obreros. «Costará mucho meter esta idea en la cabeza de las gentes —decía Mateo—, porque están acostumbradas a admitir como un hecho insoslayable la lucha de clases. Pero con el tiempo comprenderán…»

Además, Mateo debía defenderse… La verdad es que el muchacho —Pilar se dio cuenta de ello en seguida— se había vuelto objetivo en extremo y no se dejaba embaucar ni por sí mismo. En consecuencia, abrigaba serios temores de que, si la Falange no estaba alerta, fracasara en su anhelo y, pese a sus flechas y a su entusiasmo, se apoderaran de la victoria los banqueros y los terratenientes. Mateo, hablando con Marta, quien compartía sus recelos, le había dicho: «Los capitalistas han sufrido mucho con la guerra y es lógico que quieran desquitarse. En Andalucía, en Ciudad Real y otros lugares están ocurriendo cosas que no me gustan ni tanto así. Debemos montar la guardia y vigilar, lo mismo que al preparar el Alzamiento vigilábamos a los militares sospechosos».

Al margen de estos y otros obstáculos, que de alguna forma se solucionarían, Mateo vivía con plenitud los comienzos de la posguerra. Su padre, don Emilio Santos, le decía a veces: «Hijo, me da la impresión de que has crecido». No había tal. Era el pisar fuerte de Mateo y la manera peculiar, victoriosa, con que el muchacho erguía la cabeza. Era su cabellera casi mosqueteril, negrísima y rizada a fuerza de enredársele en las alambradas enemigas. Lo que sí se le había transformado a Mateo —Pilar, ¡cómo no!, se dio también cuenta de ello— era el modo de mirar. Antes sus ojos eran exclusivamente negros. Ahora, como si se hubieran cansado de muerte, tenían irisaciones verdes. Mateo no quería oír hablar de «majaderías de ese tipo», pero las irisaciones verdes de sus ojos eran una realidad. «Son bonitos —le decía Pilar—. Pero a veces me dan un poco de miedo». Mateo le replicaba: «No te apures, pequeña. Los hombres, al llegar de la guerra, dan siempre un poco de miedo».

El piso de Mateo en la plaza de la Estación, el piso del que se incautara, en tiempos, el trotskista Murillo, había sido reamueblado con severidad, pero pintado con colores alegres. La habitación que Mateo remozó con más cariño fue aquella en que, cuando su llegada a Gerona, celebró las primeras reuniones clandestinas: el despacho. El despacho presidido por el retrato de José Antonio, que éste le dedicó en 1933 —retrato que Julio García le robó con ocasión del famoso interrogatorio en Comisaría— y por el pájaro disecado. Mateo colgó un retrato idéntico, aunque sin dedicatoria, consiguió otro pájaro, de pico un tanto más largo, y abarrotó la librería con un lote de volúmenes que requisara en Teruel y que Miguel Rosselló, en uno de los viajes que realizó con su camión, le trajo a domicilio.

El sosiego en este piso hubiera sido absoluto a no ser porque la nueva criada, Trini de nombre, sustituta de aquella Orencia que por cien pesetas denunciaba a un cura, se pasaba el día cantando folklore andaluz. Y, sobre todo, a no ser porque la desaparición del hermano de Mateo, en Cartagena, se había confirmado definitivamente, y porque don Emilio Santos estaba muy delicado de salud, de resultas de su estancia en la checa de Barcelona. Aparte la hinchazón de las piernas, tan enormes que parecían polainas, don Emilio Santos padecía una de las enfermedades características de la desnutrición, enfermedad llamada «mal de la rosa», con placas encarnadas en distintas zonas del cuerpo, cuya piel no soportaba los rayos solares. Además, las encías le sangraban y tenía espantosas diarreas.

Don Emilio Santos procuraba no complicarle la vida a Mateo.

—No te apures por mí —le decía, sentado en su sillón, con una manta sobre las rodillas—. Con que por las mañanas me acompañes en coche a la Tabacalera y por las tardes a casa de Matías, me basta. Tú a lo tuyo. Adelante con la Falange…

¡Adelante con la Falange! A Mateo le gustaba oír hablar así a su padre.

—Pilar… ¿puedo confiar en ti? ¿Me ayudarás?

—¡Qué cosas tienes, tonto, más que tonto! ¿No ves que te quiero con toda mi alma?

* * *

El alto representante de la Autoridad Civil, con poderes y atribuciones tan amplios que Mateo, en broma, hablaba de «virreinato», lo fue en Gerona don Juan Antonio Dávila, montañés de origen. Don Juan Antonio Dávila, pisándole los talones al general Sánchez Bravo, llegó a la ciudad y tomó posesión del Gobierno Civil y al propio tiempo de la Jefatura de Fronteras. Hombre en plena madurez, de 44 años, perteneciente a la vieja guardia de las JONS, estuvo preso en Santander hasta que los «nacionales» tomaron la capital, incorporándose luego a una Bandera de Falange y alcanzando, por méritos propios, el grado de capitán.

Don Juan Antonio Dávila era persona de mucho arrojo y entendimiento y se esperaba de él que realizase, desde el despacho que por espacio de tanto tiempo había ocupado el H… Julián Cervera, de la Logia Ovidio, una meritoria labor. Su máxima preocupación era mantener el orden público. En su primera alocución a los gerundenses dijo: «Mi obligación es velar para que la tranquilidad reine en las calles y en los hogares». También, naturalmente, cortaría de raíz cualquier conato de especulación.

«Los tiempos en que el pez grande se comía al chico han terminado. El ideal del Movimiento es conseguir un reparto equitativo de la riqueza». Asimismo hizo saber a la población que dedicaría los mayores esfuerzos a solucionar el problema alimenticio. «Es preciso que el mercado esté abastecido, que a nadie le falte lo necesario. Hemos venido a traeros la norma, pero también el pan».

Don Juan Antonio Dávila, que vestía invariablemente camisa azul y boina roja —desde el primer momento fue ferviente partidario de la Unificación— tenía una facilidad de palabra comparable a la del Delegado Nacional de Prensa y Propaganda, camarada Núñez Mazas, pero sin el énfasis de éste. Por el contrario, hablaba en tono amistoso, coloquial, a la manera de ciertos diputados de la República que en los mítines soltaban sus discursos paseándose por el escenario. Poseía el arte de decir las cosas de forma sencilla y poética, sin renunciar a los golpes de efecto. Tenía una teoría: si una consigna era formulada con exceso de dramatismo, perdía la mitad de su poder. De ahí que en sus peroratas llamara a los muchachos de las Organizaciones Juveniles «los rapaces» y a las chicas de la Sección Femenina «esas guapas de azul». «Tengo el tórax tan ancho —le decía a Mateo, sonriendo, antes de empezar una alocución— que si me descuidara un poco me parecería a un tenor, que es el oficio que más hemos de detestar quienes hemos venido a gobernar a gente que ha sufrido».

La personalidad de Juan Antonio Dávila despertó pronto, en la ciudad y provincia, un incuestionable fervor. Todo el mundo hablaba de él.

—Es un tío espontáneo, franco, que dice las cosas por su nombre…

—Se le ven deseos de ayudar…

—¿Sabéis lo que hizo ayer? Se presentó de improviso en Auxilio Social y se sentó a comer con las mujeres y los niños allí recogidos…

—Mientras no se le suban luego los humos a la cabeza…

Realista como Mateo, cuando sus interlocutores daban rodeos o se alargaban demasiado, les interrumpía con un ademán severo y les decía: «Por favor, que España tiene prisa…» Sus primeras decisiones fueron comentadas favorablemente. Para empezar, quiso ser llamado simplemente camarada Dávila. «Nada de tratamientos. Soy uno más entre vosotros». ¡Quiso que lo tutearan hasta los «flechas» y los conserjes!

Seguidamente, anunció que su despacho estaría abierto para todo el mundo que le solicitara audiencia, sin distinción de matices sociales o políticos. Sólo exigía una cosa: lealtad. Que no le tendieran trampas ni intentaran jugar sucio, porque en ese caso se mostraría implacable, como si la guerra durase todavía.

Mateo, que era para él lo que mosén Alberto para el señor obispo, le advirtió:

—No sé si enfocas bien el asunto. Te expones a que te pierdan el respeto.

El Gobernador sonrió. Se tomaba la vida personal por el lado bueno.

—¿Por qué me lo van a perder? Y si lo hacen, verán lo que les cae encima.

El camarada Dávila, que, como tantos otros falangistas, llevaba gafas negras y que tenía la costumbre de saborear caramelos de menta y de eucalipto —durante la guerra fumó demasiado, hasta que un día dijo: «basta»—, se ganó a los gerundenses con una facilidad que asombró al general, al notario Noguer, al Jefe de Policía, con el que había de colaborar estrechamente, y a todos los que estaban a su lado, entre los que destacaba el camarada Rosselló, al que nombró su secretario particular y su chófer, es decir, su hombre de confianza.

Su formación jurídica, de licenciado en Derecho, le confería rigor y precisión. El hecho de haber sido cuatro hermanos, «los cuatro Dávila», los que habían luchado en el frente, le confería autoridad moral. Su decidida admiración por el nacionalsocialismo alemán, que no ocultaba, era para muchos garantía de que se preocuparía de los problemas obreros. «No hay que olvidar —dijo en el acto de toma de posesión— que la revolución nazi, al igual que la revolución italiana, es de signo popular, se hace para el pueblo». Por último, tenía el don de la ubicuidad. De estatura mediana, cabeza grande y zancada larga, se levantaba temprano, a las siete de la mañana, tomaba una ducha fría, se desayunaba fuerte ¡y a trabajar hasta las tantas! Bajaba la escalera corriendo, pues sabía que lo esperaban en Figueras, en su calidad de Jefe de Fronteras, ya que muchos exilados empezaban a repatriarse; que lo esperaban en el Servicio de Recuperación, en cuyos almacenes iban amontonándose cachivaches de todas clases, prestos a ser devueltos a quien acreditara ser su dueño; que lo esperaban en la Rambla, donde algunos comerciantes acaparaban el aceite, el azúcar, el jabón y otros artículos de primera necesidad y en cuyos bares se servía al público café que no sabía a café.

—No hagáis eso. Os lo aconsejo. Os lo advertí nada más llegar. Debemos colaborar todos a hacernos la vida agradable.

El camarada Dávila estaba convencido de que el error capital que cometieron los rojos fue ése: no asegurar el abastecimiento de la población. «Ello contribuyó a que perdieran la guerra; y si nosotros descuidáramos este capítulo, perderíamos la paz».

Al camarada Rosselló, que en el SIFNE había aprendido a leer los pensamientos que hervían debajo de la piel, le pareció adivinar en el Gobernador Civil, en el camarada Dávila, cierta desconfianza hacia la masa que había de gobernar. Vale decir que las sospechas del camarada Rosselló eran fundadas… El camarada Dávila había llegado a una conclusión: el hombre español se había atiborrado durante siglos de teorías de toda suerte y se había mostrado incapaz de digerirlas. En consecuencia, le convenía una cura de reposo mental. Unos cuantos que pensaran por todos, y eso bastaba. Y ello había de durar cinco, diez, quince años… Hasta que la desintoxicación fuera palpable. Hasta que hubiera pruebas de que el engranaje cívico empezaba a funcionar por sí solo y de que la gente, encarrilada, no operaba ya con espíritu de fragmento —como había hecho al votar en las urnas o al dirigirse, con extraños casquetes, al frente de Aragón—, sino pensando con menos envidia en los demás. La labor era sutil y entrañaba serios peligros, entre los que no era el menor el de la monotonía; pero no había otra salida. En consecuencia, la censura de Prensa, de cualquier espectáculo o noticia, de la radio, sería rígida para evitar la dispersión.

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