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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

Guerra y paz (95 page)

BOOK: Guerra y paz
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Pese a su desprecio por el gobierno, desea que Andréi ocupe un puesto importante y que esté a la vista del zar, no quedándose toda la vida como un coronel retirado. No es que la inactividad agobie también a Andréi, pero últimamente no ha estado nunca ocioso y no puede ser que siga así, dadas sus enormes posibilidades y gran corazón. No es posible contar todo el bien que ha hecho aquí a todos, desde sus mujiks hasta los nobles. No es que le incomode la inactividad, sino que se siente tan preparado para cualquier asunto de estado importante, ya sea civil o militar, que le apena ver cómo se desperdicia su talento y cómo otros, personas mezquinas, ocupan puestos que le pertenecen a él por derecho. Sé que está muy afligido por ello.

»Y así se ha marchado; flaco, enfermo y con algo de tos, pero cariñoso y reanimado. No ha ocultado su dolor, como hacía antes, considerando vergonzoso el mostrarlo. Ha llorado y se ha despedido de Koko, de mi padre y de mí. Me asombra el modo en que llegan los rumores del campo a Moscú, especialmente los falsos, como el que usted me describe sobre el matrimonio de Andréi con la pequeña Rostova. La verdad es que Andréi solamente ha alternado con ellos. Los Rostov, durante su traslado del campo a San Petersburgo con toda la familia, nos visitaron y pasaron un día entero en nuestra casa. Es cierto que Natalie Rostova es una de las chicas más encantadoras que he visto nunca y que Andréi se mostró muy cariñoso con ella, pero era el cariño de un viejo tío hacia su sobrina. También es cierto que le encanta su maravillosa voz, que regocijó incluso a mi padre, pero no creo que Andréi pensase alguna vez en casarse con ella y no pienso que pueda suceder. Y he aquí el porqué; en primer lugar, sé que a pesar de que Andréi rara vez habla de su difunta esposa, el dolor de esta pérdida está demasiado arraigado en su corazón como para sustituirla y dar una madrastra a nuestro pequeño Koko. En segundo lugar, porque Natalie no es del tipo de mujeres que puedan gustar a Andréi. Es atractiva, encantadora, pero no hay en ella lo que se llama profundidad. Después de que ella la fascine, sonriendo sin motivo aparente, mírela y se preguntará involuntariamente: “Pero ¿qué hay en ella de hermoso?, ¿de qué he quedado prendada?”, y no encontrará respuesta. Nos encantó a todos y tan solo al segundo día pude concentrar mis pensamientos para premeditar su carácter. Tiene dos enormes defectos: la vanidad, la pasión por las alabanzas y la coquetería sin límite. No he visto nada semejante. Coqueteaba con todos; con Andréi, conmigo, con su hermano, y principalmente, con mi padre. Por lo visto, había oído hablar de su carácter y decidió vencerle, cosa que hizo. Al cabo de dos horas, llegó incluso a permitirse con él unas libertades que nadie, creo, se ha permitido en la vida. Me parece que Andréi no la escogerá como esposa, y le digo francamente que no lo deseo.

»En cuanto a Nikolai, sinceramente le confieso que es muy de mi agrado, y al mirarle, sueño con que sea feliz con él. ¡Cuánto desearía ver a esta persona tan simpática como el marido de mi mejor amiga!

»Pero estoy hablando por los codos; estoy terminando la novena hoja. Adiós, mi querida amiga; que Dios la guarde en su santa y poderosa protección. Mi querida amiga, mademoiselle Bourienne, le manda un beso.»

Quinta parte
I

L
A
tradición bíblica dice que la falta de trabajo, la ociosidad, era la condición para la beatitud del primer hombre antes de su caída. El amor a la ociosidad sigue siendo el mismo en el hombre caído, aunque la maldición sigue pesando sobre él no solo porque tengamos que ganarnos el pan con el sudor de nuestra frente, sino porque no podemos mantenernos ociosos y estar tranquilos. Cierto gusanillo nos pica y nos cuenta que por estar ociosos debemos sentirnos culpables. Si el hombre pudiera hallar un estado en el que, permaneciendo ocioso, se sintiese útil y cumpliendo con su deber, encontraría una parte de la beatitud primitiva. Y en todos los países una gran clase, la clase militar, goza continuamente de ese estado de obligada e irreprochable ociosidad y precisamente en ello consiste la beatitud y el atractivo del servicio militar. Nikolai Rostov experimentaba de lleno esa dicha desde 1807, sirviendo en el regimiento de húsares en tiempos de paz.

Denísov ya no mandaba el regimiento, le habían trasladado. Se levantaba tarde por las mañanas, pues no había motivo para las prisas. Rostov se bebía una taza de té, se fumaba una pipa y charlaba con un sargento de caballería. Luego llegaban los oficiales, y le contaban alguna cosa importante que había hecho N. N., y cómo se podían bajar los humos a ese nuevo rufián. O le hablaban sobre el potro moro que había sido vendido por un precio ínfimo, o acerca de dónde ir por la tarde. Rostov no jugaba a las cartas —se había corregido durante el servicio militar—, se había batido una vez en duelo, siempre disponía de dinero, bebía mucho sin emborracharse y se mostraba generoso en los convites. Se había endurecido y convertido en un buen muchacho al que sus amistades moscovitas encontrarían de mal tono, pero al que sus camaradas de división respetaban por su reputación.

Era un jinete intrépido y continuamente cambiaba, vendía y compraba caballos en los que él mismo cabalgaba y hacía trotar sujetos a una cuerda. Almorzaba en casa y todo el que no tenía qué comer sabía que en casa de Rostov disfrutaría de un cubierto preparado y una cálida acogida. Después se echaba una siesta y luego llamaba a los cantores, a los que él mismo enseñaba. Visitaba a muchachas polacas y perseguía a las jóvenes solteras pero queriendo parecer un rudo húsar y no un galán. Si se quedaba a solas, raramente cogía un libro, y cuando lo hacía, olvidaba lo que leía.

En los últimos tiempos, es decir en el año 1809, en las cartas que recibía de su familia encontraba que su madre se quejaba cada vez más frecuentemente de que las cosas iban de mal en peor; le decía que era necesario realizar gestiones y que debía volver a casa. Al leer estas cartas, Nikolai experimentaba un sentimiento de intranquilidad y temía que quisieran sacarlo de ese limitado y conocido cascarón que es el servicio militar, en el que vivía tranquilamente preservándose de todos los enredos cotidianos. Sentía que tarde o temprano tendría que volver al torbellino de la vida y de los asuntos que iban mal y que había que arreglar, a las cuentas con los administradores (de las que ya su padre había insinuado algo en su última visita), a las relaciones sociales, al amor de Sonia y la promesa que le hiciera. Todo esto era terriblemente difícil y complicado, y a las cartas de su madre contestaba con las clásicas frías cartas callándose cuando tenía intención de volver a casa. Del mismo modo respondió a la carta que le informó acerca de la boda de Vera. No le escribieron nada sobre el arreglo de matrimonio con el príncipe Andréi, y solo por las cartas que recibía de Natasha tenía la sensación de que algo le sucedía y se le ocultaba, lo cual le inquietaba. De todos los suyos, Natasha era a quien más quería.

Pero a finales de 1810 recibió una carta desesperada de su madre, escrita a escondidas del conde. Le decía que si Nikolai no volvía y se ocupaba de los asuntos, toda la hacienda sería vendida en pública subasta y todos quedarían arruinados. El conde era tan débil, tenía tal confianza en Mítenka y era tan bueno, que todos le engañaban, y así las cosas iban de mal en peor. «En nombre de Dios, te lo suplico. Ven cuanto antes si no quieres hacernos a mí y a toda tu familia unos desgraciados», escribía la condesa. Esta carta impresionó a Nikolai; gozaba de un sentido común o instinto que indicaba qué era lo que debía hacer.

Ahora tenía que ir, si no solicitando la baja, sí pidiendo un permiso. Sin saber por qué después de la siesta ordenó que le ensillaran a Mars, un potro gris malísimo, que hacía tiempo que no montaba. A la vuelta, con el potro cubierto de espuma, mandó a Danila preparar el equipaje, y anunció que había pedido permiso para marchar a casa. Por muy desagradable y difícil que le resultara pensar que se iba sin enterarse en el estado mayor (lo cual le interesaba especialmente) si le ascendían a capitán de caballería o le concedían la orden de Santa Ana por su actuación en las últimas maniobras, por muy extraño que le pareciera marcharse sin vender al conde Golujovski los tres caballos de pelaje oscuro que le estaba regateando y por los que había apostado sacar dos mil rublos, y por muy incomprensible que fuera no asistir al baile que los húsares tenían que ofrecer a la señora Przezdziecka a despecho de los ulanos, que a su vez ofrecían otro a la señora Brzozowska, sabía de la necesidad de dejar ese ambiente feliz y sereno y dirigirse allá donde todo era absurdo y confuso.

Una semana después recibió el permiso y sus compañeros húsares no solo de regimiento, sino también de brigada, le ofrecieron un banquete de quince rublos el cubierto, con dos orquestas y dos coros.

Rostov bailó el trepak con el mayor Básov. Todos los jóvenes cayeron hacia las ocho de la tarde; los húsares y soldados, borrachos y balanceándose, se abrazaban a Rostov, que los besaba. Después los soldados le zarandearon de nuevo, y después de eso ya no recordaba nada más hasta la mañana siguiente, cuando se despertó con dolor de cabeza y enfadado en la tercera estación, donde por algún motivo zurró al dueño, que era un judío. Como ocurre siempre, a la mitad del camino, entre Kremenchúg o Kíev, todos los pensamientos de Rostov todavía estaban atrás, en su escuadrón.

Pero pasada la mitad del camino, comenzó a olvidar a los tres caballos de pelaje oscuro, a su capitán y a la señora Brzozowska, y se cuestionó con inquietud qué se encontraría en Otrádnoe. Cuanto más se acercaba, más pensaba en su casa, como si el sentido moral estuviese sometido a esa misma ley por la que la velocidad de caída de los cuerpos es inversa al cuadrado de las distancias. En la penúltima parada, golpeó al cochero, que tenía caballos malos, y en la última, antes de Otrádnoe, dio una propina de tres rublos para que el postillón se comprara vodka, y como un niño subió jadeante los escalones del zaguán de su casa.

Tras las efusiones de su recibimiento, y después de una extraña sensación de insatisfacción en comparación con lo que esperaba («todo sigue igual, ¿por qué me habré dado tanta prisa en venir?»), Nikolai empezó a habituarse al viejo mundo de su casa. Sus padres seguían siendo los mismos; únicamente habían envejecido algo más. Pero lo que había nuevo en ellos era cierta inquietud y un desacuerdo que en ocasiones mostraban, como Nikolai pronto supo, debido a la mala situación de los asuntos económicos. Sonia tenía ya veinte años. Había llegado a la plenitud de su belleza; no prometía más de lo que ya tenía, lo cual era bastante. Toda ella respiraba amor y felicidad desde la llegada de Nikolai, y el amor fiel e inquebrantable de la muchacha obró en él con alegría.

Natasha le asombró durante un buen rato, horrorizándole y haciéndole reír.

—Estás completamente distinta —decía.

—¿Y cómo estoy, más fea?

—Al contrario. Pero tienes una nueva dignidad...

Natasha le contó en secreto a Nikolai el mismo día de su llegada sus amores con el príncipe Andréi y le enseñó su última carta. Nikolai quedó muy sorprendido y poco contento. Para él, el príncipe Andréi era una persona ajena que provenía de otro mundo, un mundo superior.

—Bueno, qué. ¿Estás contento? —preguntó Natasha.

—Mucho —contestó Nikolai—. Es una persona excelente.

Y tú... ¿estás muy enamorada?

—Cómo decirte —respondió Natasha—. Me encuentro tranquila y segura. Sé que no hay nadie mejor que él, y ahora me encuentro tan bien y tan tranquila... Es completamente distinto a lo de antes...

Petia le asombró el que más. Ya era un muchacho grande.

Durante los primeros días desde su vuelta, Nikolai andaba triste e incluso enfadado. Le atormentaba la necesidad de intervenir en los absurdos asuntos de las cuentas y de toda esa vida no militar. Para librarse cuanto antes de esa carga, la misma tarde de su llegada (había llegado por la mañana), enojado, sin responder a Natasha, que le preguntaba adonde iba, se dirigió con el ceño fruncido al ala del edificio donde estaba Mítenka, y le exigió ver las cuentas
de todo
. En qué consistían esas cuentas
de todo
, Nikolai lo ignoraba aún más que Mítenka, que estaba aterrorizado y perplejo.

La conversación y el balance de Mítenka duraron poco tiempo. El alcalde de la pedanía y los elegidos por la comunidad y la administración, que esperaban en la antesala del edificio, al principio escucharon con placer y temor la cada vez más subida de tono voz del joven conde, y cómo zumbaban y crujían las terribles e injuriosas palabras, que caían unas tras otras con rapidez: «¡Bandido, bicho desagradecido! ¡Perro, te voy a matar a sablazos...! No me harás como a mi padre... ¡Nos has robado, canalla!».

Después, aquella gente, con no menos placer y espanto, vio cómo el joven conde, con el rostro encendido y los ojos inyectados en sangre, sacó de allí agarrado por el cuello al cariacontecido Mítenka, dándole con gran habilidad, entre palabra y palabra, puntapiés en el trasero al tiempo que le gritaba: «¡Fuera, que no quede aquí ni tu olor, canalla!». Mítenka bajó a todo correr los seis escalones y huyó hacia el parterre. (El parterre era un sitio famoso en Otrádnoe en el que se refugiaban los delincuentes. Allí se ocultaba de su esposa el mismo Mítenka, cuando llegaba borracho de la ciudad, y allí se escondían de él muchos habitantes de Otrádnoe, sabiendo que ese lugar ejercía de salvavidas.)

Las cuñadas y la mujer de Mítenka se asomaron asustadas desde una habitación, donde hervía un samovar reluciente cuyo humo subía por el alto lecho del intendente, cubierto con una colcha hecha de pequeños trozos de tela. El conde, sofocado, no les prestó ninguna atención, y con paso decidido, haciendo sonar las espuelas, pasó cerca de ellas y volvió a su casa.

La condesa, a la que las muchachas habían puesto enseguida al corriente de lo sucedido en aquella ala del edificio, por una parte se tranquilizó pensando que ahora su situación económica se arreglaría, pero se inquietó al pensar cómo aquel asunto afectaría a Nikolai. Varias veces, de puntillas, se acercó a la puerta de su habitación para oír cómo él fumaba una pipa tras otra.

Al día siguiente, el anciano conde llamó aparte a Nikolai y le dijo sonriendo:

—¿Sabes, alma mía, que te has acalorado en vano? Mítenka me lo ha contado todo.

Nikolai enrojeció, como no lo hacía desde mucho tiempo atrás. «Sabía —pensó— que nunca comprenderé nada aquí, en este mundo estúpido.»

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