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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

Guerra y paz (83 page)

BOOK: Guerra y paz
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—¡Ah! —continuó Pierre—. ¡Así que usted es de la misma opinión sobre Bonaparte! A mi parecer, es una nulidad y una vacuidad que se halla próximo a desaparecer. Es un hombre que no podrá mantener su posición y que se desmoronará.

—Sin duda, sin duda —respondió el príncipe Andréi asintiendo con la cabeza como si lo que decía Pierre fuese una perogrullada, aunque en San Petersburgo apenas unos pocas personas compartían tales ideas.

Se quedaron en silencio y se miraron. Les resultaba agradable sentir que a pesar de vivir por separado sus ideas avanzaban por los mismos derroteros. Después de un largo intervalo en el camino de sus vidas, se encontraban de nuevo juntos. Por una natural asociación de ideas con respecto a este acercamiento, el príncipe

Andréi pasó a recordar a Borís, que en 1805 le había causado muy buena impresión. Sentía que sus ideas habían divergido muchísimo en ese tiempo.

—¿Recuerdas que te hablé de Borís Drubetskoi, al que me recomendaste? Me cayó bien, pero me equivoqué por completo. He vuelto a verle ahora y no me gusta.

De nuevo coincidieron. Parecía que Pierre también hubiera estado antes arrebatado y desilusionado por ese joven, pero no expresó las sospechas que en principio tenía sobre él.

—No, es muy buen chico. Es más, goza de gran éxito en la sociedad y en el ejército.

—Sí, sí. Llegará muy lejos. Pero precisamente por eso no me gusta. Concede mucha importancia a su carrera y a su círculo. Es lo lamentable de la cuestión. Es el más listo de todos, lo cual no es difícil. No obstante, posee un tacto especial para disimular su superioridad y fingir un nivel similar sin ofender a los demás. Es la fórmula principal del éxito, pero resulta lamentable que no sea lo suficientemente inteligente para comprender que no vale la pena lo que hace. Cree que todo eso es muy importante. Infla afanosa y cuidadosamente esa pompa de jabón, pero las cosas le irán mal cuando la pompa reviente.

Pierre cambió de conversación.

—Bueno, ¿y qué me dice usted? ¿Ha visto a Speranski?

El príncipe Andréi resolló.

—Una equivocación menos —dijo—. No es que no esté de acuerdo contigo. Se puede y se debe hacer mucho, pero no con esas manos manchadas.

—¡Oh, querido mío, alma de casta...!

—Casta o no, simplemente no puedo aguantar ese tono ladino y dogmático con cierto lustre de jacobinismo cortesano. El ladino es de una calaña especial.

—No estoy de acuerdo. Su proyecto es válido, pero no las medidas.

—Pero piense que es la única persona que puede...

—Y luego —interrumpió el príncipe Andréi— esa gente no puede comprender la libertad, porque están acostumbrados a mirar desde abajo hacia arriba.

VI

L
OS
asuntos financieros de los Rostov no se solucionaron en los dos años que permanecieron en el campo. A pesar de que Nikolai, manteniéndose fuerte en sus intenciones, continuaba sirviendo en el seno del ejército y gastando poco dinero en comparación, el ritmo de vida en Otrádnoe era tal y en especial Mítenka llevaba los negocios de tal manera, que las deudas aumentaban cada año de un modo insostenible. El servicio civil supuso la única ayuda evidente que recibió el viejo conde, marchándose a San Petersburgo en busca de un puesto en él y como decía, a divertir a las chicas por última vez. Y puede que incluso casar a alguna, tal y como piensan todos los padres. En realidad, Berg, al mando ahora de un batallón de la guardia, engalanado con la orden de Vladimir y el sable de oro por su arrojo, joven justo, discreto, apuesto y que iba por el camino más brillante, le hizo una proposición de matrimonio a Vera, que se había decidido firmemente a hacer cuatro años atrás y que había cumplido firmemente.

—¿No ve usted? —decía haciendo virtuosamente aros de humo delante de su camarada, al que le llamaba amigo solo porque sabía que todo el mundo los tenía—. ¿No ve usted que lo he pensado todo? No me habría casado si no lo hubiese premeditado todo y por alguna u otra razón resultara inconveniente. Pero todo lo contrario. Mis padres están ahora bien mantenidos, les he organizado el arriendo de una casa en el territorio de Ostzeis, y así puedo vivir con mi esposa en San Petersburgo con mi sueldo y con sus bienes. No contraigo matrimonio por dinero, lo considero una bajeza, pero opino que la esposa tiene que aportar lo suyo y el marido también. Tengo mi carrera en el servicio militar y ella posee algunos recursos económicos y buenas relaciones. En nuestros días, eso ya es algo, ¿no es así? Y lo principal es que ella es una chica magnífica y respetable. Me ama... —Berg enrojeció y sonrió.

—Así que venga a... —quería decir a comer, pero cambió de parecer y dijo a tomar el té. Atravesándolo rápidamente con la lengua, hizo un arito redondo de humo que plasmaba por completo sus sueños de felicidad.

Al principio, la proposición de Berg se recibió con una perplejidad poco halagüeña para él. Se percibió como algo extraño que el hijo de un sombrío noble de Livonia pidiera en matrimonio a Vera, pero el principal rasgo del carácter de Berg consistía en un fuerte egoísmo ingenuo y bondadoso. Los Rostov pensaron que el asunto saldría bien si él mismo estaba tan convencido de ello. Además, Vera explicó con convencimiento que Berg era un barón, que iba por el buen camino y que no existía ni la más mínima posibilidad de que resultase un mal casamiento si se esposaba con él y que en la sociedad había numerosos ejemplos de ese tipo de matrimonios que ella aportó. Se dio el consentimiento. El sentimiento de los familiares pasó de la perplejidad a la alegría, pero no era una alegría sincera, sino aparente. Se notaba la confusión y la vergüenza entre los familiares que hablaban del casamiento, como si sintieran pudor por no querer a Vera y deshacerse de ella. El viejo conde era el que estaba más desconcertado. Seguramente, no hubiera sabido citar la causa de su aturdimiento, pero los motivos eran sus asuntos financieros, que en los últimos tiempos se habían unido a los familiares y a los de casa. Resueltamente, desconocía la cuantía de su fortuna, cuántas deudas tenía y qué era lo que estaba en condiciones de dar a Vera como dote. Cuando nacieron sus hijas, a cada una se le asignó como dote una posesión de trescientos campesinos. Pero ya se había vendido una y la otra estaba hipotecada y con el plazo caducado, por lo que debía de ponerse a la venta. Berg estaba prometido desde hacía más de un mes. Solo quedaba una semana para que se celebrase la boda y el conde todavía no había decidido la cuestión de la dote para Vera. No hablaba de ello con la condesa que, compadeciéndose de su marido, se había prometido no comentar nada sobre el dinero. A una semana de la boda todo seguía sin resolver, y la vergüenza y el peso de la conciencia atormentaban al conde de tal modo que habría caído enfermo si Berg no le hubiera sacado de esa posición. Este solicitó una conversación a solas con el conde, y con una sonrisa llena de virtud le pidió respetuosamente que le informara de en qué iba a consistir la dote asignada a Vera. El conde se sintió tan culpable y desconcertado con esta pregunta, la cual presentía desde hacía ya tiempo, que contestó sin pensar con lo primero que le vino a la cabeza.

—Me gusta que te hayas preocupado y quiero que quedes satisfecho —dándole unas palmaditas en el hombro se levantó, deseando poner fin a la conversación. Pero Berg, sonriendo agradablemente, le explicó que si no era posible saber en qué iba a consistir la dote de Vera y recibirla por adelantado, no se casaría con ella, a pesar de todo su amor.

—Porque juzgue usted, conde. Actuaría vilmente si ahora me permitiera casarme sin poseer recursos fijos para sostener a mi esposa...

La conversación concluyó cuando el conde, deseando mostrarse espléndido y no someterse a nuevas peticiones, dijo que le extendería una letra de cambio por valor de ochenta mil rublos, pero Berg, pensándolo, respondió que no podía aceptar una letra de cambio y pidió cuarenta mil en efectivo y los otros cuarenta en letra.

—Sí, sí. Está bien —dijo el conde apresuradamente—. Acepta no obstante mis disculpas, amigo. Conseguiré cuarenta mil y te daré además una letra de cambio por valor de ochenta mil. Dame un beso, pues.

Al poco tiempo el conde consiguió el dinero por un porcentaje de judíos y se lo entregó a Berg. La conversación entre el conde y el novio fue secreta para todos los de la casa. Solamente advirtieron que el conde y el prometido estaban especialmente alegres.

Nikolai continuó sirviendo en su regimiento destacado en Polonia. Al recibir la noticia de que su hermana iba a contraer matrimonio, envió una fría carta de felicitación y no acudió a la boda, con el pretexto de tener asuntos que le retenían allí.

Poco después de firmarse el acuerdo de paz de Tilsit, se desplazó a casa por vacaciones y produjo entre los suyos la sensación de que había cambiado mucho. Su padre le encontró muy crecido y maduro. Gastaba poco dinero, no jugaba a las cartas y en dos años prometió licenciarse, casarse y volver al campo para administrarlo.

—Ahora todavía es pronto. Dejadme que sirva como capitán de caballería.

—Es un buen muchacho, buen muchacho —decía su padre.

La condesa también se mostraba satisfecha con su hijo, pero a sus ojos maternales no le era ajeno que Nikolai se había endurecido. Deseaba que se casase, pero fue insinuar la posibilidad de una novia rica, concretamente Julie Kornakova, y comprendió que su hijo no estaba por la labor. Algo había empeorado en él, pero no sabía el qué. Experimentó por vez primera ese instinto maternal con el que alegremente se cree en cada paso que da tu niño, pero no se cree —aunque se sienta— que ese mismo paso sea hacia abajo. Vera estaba enteramente satisfecha de su hermano; aprobaba su moderación en los gastos y su seriedad. Sonia deseaba más que nunca convertirse en la esposa de Nikolai. Él no le comentaba nada de amor o boda, pero era dulce y cariñoso con ella. De cualquier manera, Sonia no hacía más que amarlo fielmente y prometía seguir haciéndolo tanto si se casaba con ella como si lo hacía con otra. El amor de Sonia era tan firme y fiel, que Natasha decía:

—Yo incluso ni siquiera entiendo cómo se puede amar así; es como si te lo hubieses ordenado a ti misma y ya no pudieses cambiar.

Solo Natasha estaba descontenta con su hermano. Se quejaba ostensiblemente de sus maneras, de su cuello pardo, del modo en que sostenía la pipa entre los dedos, no hacía más que importunarle y fastidiarle, de un salto se montaba en él a caballito y le obligaba a llevarla por las habitaciones como si buscara algo que luego no encontraba.

—¿Qué es lo que te pasa? —decía ella—. ¡Eh, eh! ¿Dónde estabas? —le preguntaba todo el rato molestándole, como intentando encender su chispa. Los demás no reparaban en ella y solo a Natasha le gustaba, pero en los últimos tiempos esa llama se había apagado bastante.

VII

N
ATASHA
, que había vivido en soledad en el campo durante el último año, se había formado su propia noción de todo de un modo muy preciso y con frecuencia contradecía la opinión de sus familiares. Ese último año en el campo había sido aburrido, pues todo el mundo, menos Sonia y ella, hablaba solamente del poco dinero disponible y de que no era posible desplazarse a Moscú, se compadecían de las señoritas y todos los días oían los chismes de Vera, que decía que en el campo es muy difícil casarse, que una se muere de aburrimiento, que se puede encontrar un puesto en San Petersburgo, etcétera. Natasha rara vez intervenía en la conversación, y cuando lo hacía, atacaba a Vera airadamente y afirmaba que en el campo se vive con más alegría que en Moscú. En el verano, efectivamente, Natasha se organizaba la vida de tal modo que, sin fingir, aseguraba que era extraordinariamente feliz. Se levantaba temprano por la mañana y junto con las chicas del servicio doméstico, la institutriz y Sonia, se iba a recoger setas, bayas o nueces. Cuando el calor apretaba, se acercaban al río y tomaban un baño en un lugar dispuesto para ello. Natasha aprendió a nadar con alegría y orgullo. Luego cantaba, almorzaba y acompañada por su perro de caza Mitka, se marchaba a caballo a sus lugares preferidos; el campo y los prados. A medida que pasaban los días sentía cómo se hacía más fuerte y hermosa, engordaba, y nadaba, cabalgaba y cantaba mejor. Siempre estaba feliz en el campo y fuera de la casa. Cuando a la hora de la comida o el té de nuevo oía los mismos bulos sobre el aburrimiento en el campo y la pobreza, se sentía todavía más feliz en el campo, en el bosque, a caballo, en el agua o a la luz de la luna en su ventana. No estaba enamorada de nadie y no sentía ninguna necesidad de ello. Sonia tomaba parte en su vida, pero en los mejores minutos de Natasha notaba que este aun con todo su deseo a duras penas la podía seguir, tal y como no podía hacerlo en el bosque, en el agua o a caballo. Un día caluroso de julio, cuando las dos, junto con la institutriz y el resto de las chicas llegaron a la parte del río acondicionada para el baño, Natasha se quitó la ropa, se anudó un pañuelo blanco en la cabeza y con una blusa se puso en cuclillas en la parte delantera del banco. Abrazó con sus delgados brazos sus flexibles piernas y detuvo sus ojos sobre el agua. Hacía ya rato que todas estaban en el agua, chapoteando y gritando. Las muchachas se llamaban a gritos, olvidando la diferencia entre señores y siervos.

—¡Venga, chicas! ¡En esa dirección! —gritaban con ese envalentonamiento femenino típico con el que se bañan las rusas. Natasha seguía sentada y miraba al agua y a la orilla contraria. Pensaba seriamente por primera vez en su vida: «¿Para qué ir a Moscú? ¿Por qué motivo no se puede vivir siempre aquí? ¿Acaso no estamos bien aquí? Ah, qué bien... ¡Y qué contenta y feliz que estoy!

Y luego dicen que somos pobres. Cómo vamos a ser pobres teniendo tantas tierras, empleados y casas. Mira, Nastia no tiene nada excepto ese vestido rosa. ¡Y qué simpática es, qué alegre y qué trenzas tan bonitas tiene! ¿Cómo vamos a ser pobres? Entonces, ¿para qué tenemos tantos maestros, músicos y dos bufones? No necesitamos todo eso. Papá y mamá están satisfechos con todo, y yo también. ¡Cómo sería de divertido si se vendiese todo lo que sobra y viviéramos con las dos chicas en un ala de la casa! Iré y se lo diré a papá», decidió ella para sí.

En ese instante, una ráfaga de viento atravesó el campo, levantando una polvareda sobre el campo arado. Rizando el agua sopló sobre el rostro de Nastia, que estaba nadando y esta, asustándose, perdió el aliento y luego se echó a reír. Natasha, riéndose, corrió hacia la poza y se tiró al agua. De vuelta a casa, con el pañuelo anudado sobre la cabeza, bronceada y alegre, corrió hacia su padre y seria e imponentemente le expuso su filosofía, como ella misma la definía. Su padre, riéndose, la besó y con un cariñoso desdén dijo que estaría muy bien si todo se pudiera hacer tan fácilmente. Pero Natasha no se rindió tan pronto y sentía que a pesar de ser una niña y su padre un anciano, ella tenía razón.

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