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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

Guerra y paz (138 page)

BOOK: Guerra y paz
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Y cuando me encontré bajo el fuego en Smolensk apenas pude contenerme para no abandonar el batallón y huir. Eso les pasa a todos. Así ha de ser, todo lo que se dice acerca de la valentía y la hombría de las tropas es absurdo.

»Además, el comandante en jefe no prepara ninguna disposición para la batalla, es imposible, porque todo se decide instantáneamente. No se pueden hacer ningún tipo de cálculos, porque como te he contado, yo no puedo asegurar que mi batallón mañana no huya al tercer disparo y tampoco que no haga huir ante él a toda una división. Las disposiciones carecen de importancia, pero hay cierta habilidad que tiene que tener un comandante en jefe: mentir oportunamente, proveer de alimentos y bebida oportunamente y de nuevo, lo más importante, no asustarse, sino asustar al contrario y lo más importante: no desdeñar ningún medio, ni la mentira, ni la traición, ni el asesinato de los prisioneros. No son necesarias cualidades, sino la ausencia de rasgos de honradez e inteligencia. Hay que, igual que hizo Federico, atacar a la desamparada Pomerania y Sajonia. Hay que matar a los prisioneros y dejar a los aduladores, que existen en todas partes y tienen el poder de encontrar la grandeza, como encontraron a los antepasados de Napoleón. Date cuenta de que nos convencen de que los jefes militares de Napoleón son todos genios: su cuñado, su hijastro, su hermano. Como si esto pudiera coincidir de modo tan casual: una familia con talento para la guerra. No es que haya coincidido mucho talento en una sola familia, sino que para ser jefe militar hace falta ser una nulidad y nulidades hay muchas. Si lo sorteáramos sería igual.

—Pero ¿cómo es posible que se haya creado una opinión tan contraria? —preguntó Pierre.

—¿Que cómo se ha creado? Como se crea cualquiera de las mentiras que nos rodean por todas partes y que al parecer deben ser más fuertes cuanto peor es el asunto que al que se refieren. Y la guerra es el asunto más vil y, por lo tanto, todo lo que se dice de la guerra no son más que mentiras.

—Cuántas veces he visto que han huido en la batalla (eso siempre sucede) o que se han escondido y, esperando el oprobio, han descubierto, en los informes, que han sido héroes que han
desgarrado
,
abatido
o
quebrado
a los enemigos y entonces han creído firmemente con toda su alma que eso era la verdad. Otros, huyendo a causa del pánico, tropiezan con el enemigo y el enemigo huye de ellos y por lo tanto se convencen de que son los valerosos hijos de Rusia que se han arrojado sobre el enemigo y lo han quebrado.

Y después ambos enemigos escuchan plegarias dando gracias a Dios por haber acabado con muchos soldados (cuyo número exageran) y proclaman la victoria. Ah, alma mía, últimamente se me ha hecho duro vivir. Me doy cuenta de que empiezo a comprender demasiado. Y al hombre no le conviene probar del árbol de la ciencia del bien y del mal.

Ahora paseaban por delante del cobertizo, el sol ya se había puesto y las estrellas lucían sobre los abedules, la parte izquierda del cielo estaba oculta por largas nubes, que un vientecillo elevaba. Por todas partes se veían nuestros fuegos y en la lejanía los fuegos de los franceses, que en la noche parecían muy cercanos.

Por el camino, cerca del cobertizo, se oyeron los cascos de tres caballos y se escucharon las voces guturales de dos alemanes. Se acercaron y Pierre y Andréi escucharon involuntariamente las siguientes frases:

—La guerra debe ser llevada al espacio. No puedo alabar suficientemente este punto de vista.

—¿Por qué no lo han hecho hasta Kazán? —dijo otro.

—Dado que el objetivo consiste en debilitar al enemigo, no se puede tomar en cuenta la pérdida de unas cuantas vidas.

—Oh, sí —se escuchó una voz alemana profunda y segura de sí misma, y Klauzebitz y los otros alemanes, personas importantes del Estado Mayor, se alejaron.

—Sí, llevada al espacio —repitió, riéndose, el príncipe Andréi—. En ese espacio se me han quedado mi padre, mi hijo y mi hermana en Lysye Gory. Eso les da igual.

—Y son todos alemanes, en el Estado Mayor todos son alemanes —dijo Pierre.

—Es un mar en el que hay pocas islas rusas. Ellos le han dado toda Europa y han venido a enseñarnos a nosotros, valientes profesores. Lo único que yo haría si tuviera poder sería no hacer prisioneros. ¿Qué es eso de hacer prisioneros? Es caballeresco. Son mis enemigos, para mí son todos unos criminales. Hay que ajusticiarles. Si son mis enemigos no pueden ser mis amigos, por muchas conversaciones que mantuviera Alejandro Pávlovich en Tilsit. Eso solamente cambiaría la guerra y la haría menos cruel. Hemos jugado a la guerra, a hacernos los magnánimos y cosas así.

Y toda esa magnanimidad se reduce a que no queremos ver cómo matan al ternero, pero después nos lo comemos con salsa. Nos hablan de derechos, de caballerosidad, de parlamentarismo, de compadecerse del que está sufriendo, etcétera. ¡Todo eso es absurdo! En el año 1805 yo vi esa caballerosidad y ese parlamentarismo. Nos engañaron y nosotros engañamos. Saquean casas, ponen en circulación billetes falsos y lo que es peor de todo, matan a nuestros hijos y nuestros padres y hablan de derechos y de razón. La única razón aquí es para entender que lo único que me exhorta a luchar es la brutalidad. Sobre ella se fundamenta todo. No hacer prisioneros, el que esté preparado para ello como yo lo estoy ahora, ese debe guerrear, en caso contrario que se quede en casa y vaya al salón de Anna Pávlovna a conversar.

El príncipe Andréi se detuvo frente a Pierre y posó en él los sorprendentemente luminosos y agitados ojos que miraban a un punto lejano.

—Sí, ahora la guerra es otra cosa. Ahora, cuando ha llegado a Moscú, a nuestros hijos, a nuestros padres, todos, empezando por mí hasta Timojin, estamos listos. No hace falta que nadie nos mande a la guerra. Estamos listos para matar. Hemos sido ofendidos —y él se detuvo, porque le temblaban el labio—. Si siempre fuera así: ir a una muerte segura, no se harían guerras porque P. I. ha ultrajado a M. I., como ahora. Y si se hace la guerra, entonces que sea una guerra de verdad y seguro que entonces la tropas no serían tan numerosas como ahora. Iríamos a muerte y a esos westfalianos y hessianos no querrían luchar contra nosotros. Y no hubiésemos ido a batirnos a Austria. Desecha la mentira y la guerra será guerra y no un jueguecito. A mí no me manda Alejandro Pávlovich, voy yo solo. Pero te estas durmiendo, ve a acostarte —dijo el príncipe Andréi.

—¡Oh, no! —respondió Pierre, que miraba al príncipe Andréi con miedo y condolencia.

—Vete a acostar, vete a acostar, antes de una batalla hay que dormir bien —repitió el príncipe Andréi.

—¿Y usted?

—Yo también me acostaré.

Y realmente, el príncipe Andréi se acostó, pero no podía dormir y en cuanto oyó los ronquidos de Pierre se levantó y estuvo paseando frente al cobertizo hasta el amanecer. A las seis despertó a Pierre.

El regimiento del príncipe Andréi, que se encontraba en la reserva, se alineó. Al frente fue audible y visible cómo se intensificó el movimiento, pero el cañoneo aún no había comenzado. Pierre, que deseaba ver toda la batalla, se despidió del príncipe Andréi y avanzó en dirección a Borodinó, donde esperaba encontrar a Bennigsen, quien la víspera le había propuesto formar parte de su séquito.

XII

A
las seis de la mañana ya había amanecido. La mañana era gris. «Puede ser que no comience, es posible que no suceda», pensaba Pierre, avanzando por el camino. Pierre raramente veía las mañanas. Se levantaba tarde y la impresión del frío y de la mañana se fundieron en él con la sensación de la espera de algo terrible. Se puso en marcha y sintió como si aún no se hubiera dormido, como si aún estuviera tumbado con el príncipe Andréi en la alfombra turca y hablara y escuchara lo que le decía y viera esos ojos extrañamente luminosos y agitados y su discurso desesperanzado. No recordaba nada de lo que decía el príncipe Andréi, solo recordaba sus ojos, brillantes, luminosos, que miraban a un punto lejano y solamente dos frases de todo lo que él le había dicho se habían quedado en la memoria de Pierre: «La guerra ahora es otra cosa —había dicho él—, ahora, cuando ha llegado hasta Moscú, no hace falta que nos manden a ella, porque todos, empezando por Timojin, hasta mí, estamos dispuestos a matar en los buenos y los malos momentos. Hemos sido ofendidos». Y el labio del príncipe Andréi había temblado al decir eso. Pierre iba a caballo, encogido a causa del frío y recordando esas palabras. Llegó a Borodinó y se detuvo en la batería en la que había estado la víspera. Allí había unos soldados de infantería que no estaban el día anterior y dos oficiales que miraban hacia la izquierda. Pierre se puso a mirar también en esa dirección.

—Ahí está —dijo uno de los oficiales.

Al frente se divisó una pequeña nubecilla de humo y se oyó un solitario disparo que atravesó como un rayo el silencio general. Después de unos instantes, las tropas que se encontraban allí, al igual que Pierre, miraron hacia esa nubecilla, escucharon ese sonido y miraron hacia las tropas francesas que avanzaban. Un segundo y un tercer disparo agitaron el aire, un cuarto y un quinto resonaron cerca y solemnemente a la derecha, como si alguien pasara cabalgando al lado de Pierre y a causa de este disparo los soldados comenzaron a moverse rítmicamente, para proteger la batería. Aún no habían dejado de resonar esos disparos, cuando se oyeron otros más, muchos, que se fundían entre sí y se interrumpían los unos a los otros. Ya resultaba imposible contarlos, ni escucharlos de modo independiente. Ya no se escuchaban disparos, sino que era como si con estruendo y estrépito chorrearan de todos lados gigantescas carrozas, mientras que a su alrededor se propagaban bocanadas de humo azul. Solo de vez en cuando se arrancaban sonidos más bruscos del regular estruendo, como si alguna de estas carrozas invisibles temblara.

El caballo de Pierre comenzaba a alterarse, a aguzar el oído y a apresurarse. A Pierre le sucedía lo mismo. El estruendo de los disparos, el movimiento apresurado del caballo, las angosturas del regimiento por el que pasaba, y lo principal, esos rostros severos y pensativos, se fundieron para él en una única impresión de apresuramiento y terror. Preguntaba a todo el mundo dónde se encontraba Bennigsen, pero nadie le respondía, todos estaban ocupados con sus tareas, que no eran visibles, pero cuya presencia era evidente para Pierre.

—¿Qué hace aquí con un gorro blanco? —oyó una voz tras él—. Vaya donde quiera, pero aquí no empuje —le dijo alguien.

—¿Dónde está el general Bennigsen? —preguntó Pierre.

—¡Quién sabe!

Pierre salió del regimiento y cabalgó hacia la izquierda, hacia el lugar en el que el cañoneo era más intenso. Pero tan pronto como salió de un regimiento cayó en otro y de nuevo alguien le gritó: «¿Qué hace yendo por la línea?». Y de nuevo vio por todas partes esos rostros preocupados y afanados en una tarea invisible pero importante. El único que carecía de tarea y de posición era Pierre. El humo y el estruendo de los disparos se incrementaba más y más. Los proyectiles volaban sobre nuestras tropas, pero Pierre no lo advertía, no conocía ese sonido y estaba tan agitado que no era capaz de darse cuenta de cuáles eran las causas de los diferentes ruidos. Se apresuraba más y más por llegar a algún sitio y encontrar una tarea que desempeñar.

No veía heridos ni muertos (o al menos así lo creía él, a pesar de que ya había pasado al lado de cientos de ellos). La acción se había iniciado con el cañoneo contra las flechas de Bagratión y había seguido con su ataque. Precisamente hacia allí era hacia donde se dirigía Pierre, sintiendo con horror que la agitación y la prisa inmotivada se apoderaban más y más de él. Ante sus ojos todo se fundía en una nube de humo y fuego entre la que, de vez en cuando, chocaba con oasis de rostros humanos, y todos esos rostros tenían la misma huella de preocupación, descontento y reproche hacia aquel hombre grueso con un sombrero blanco que pasaba por allí sin nada que hacer.

Pierre fue desde Borodinó por el campo hacia las flechas, suponiendo que solo allí se daría batalla. Pero cuando ya estaba a doscientos pasos de las flechas, divisó entre el humo a un general que galopaba al frente de su séquito (era Bagratión) y vio la masa de soldados con uniforme azul que avanzaba con las bayonetas, escuchó de pronto que tras él, en Borodinó, de donde él venía, también comenzaba el tiroteo y el cañoneo. Cabalgó hacia el lugar en el que había visto al general con su séquito; pero el general ya no estaba allí y de nuevo una voz enfadada le gritó:

—¿¡Qué hace dando vueltas aquí, bajo las balas!?

Allí Pierre solo podía escuchar el sonido de los proyectiles, que ya silbaban a su alrededor. Pierre se detuvo buscando un lugar hacia donde huir y cabalgó hacia delante, perdiéndose y sin saber dónde estaban los suyos y dónde estaba el enemigo. Pero los proyectiles que antes no advertía, silbaban por todas partes y el pánico se apoderó de él.

Pierre estaba tan convencido de que alguna bala le alcanzaría, que se detuvo, y se agachó sobre la silla guiñando y casi sin abrir los ojos. Pero de pronto nuestra caballería que se encontraba más hacia delante volvió hacia él galopando y su caballo se dio la vuelta para galopar con ellos. Luego no recordaría si había galopado durante mucho tiempo, pero cuando se detuvo se dio cuenta de que el terrible silbido de los proyectiles ya no se oía a su alrededor, que todo su cuerpo temblaba y que le castañeteaban los dientes.

Los ulanos desmontaron a su alrededor, muchos de ellos estaban heridos y ensangrentados. Uno cayó del caballo a dos pasos de Pierre y el caballo, resoplando, se alejó de él. Los rostros de todos esos soldados eran terribles. Ya no se oían los proyectiles, pero balas de cañón aún volaban sobre sus cabezas. Pierre se estremecía ante el sonido de cada bala: le parecía que cada una de ellas iba dirigida a su cabeza. Se acercó hacia el ulano que había caído del caballo y vio que le habían arrancado un brazo por encima del codo y que de los temblorosos tendones ensangrentados colgaba algo. Oyó que el ulano lloraba y pedía vodka.

—No hay tiempo de recogerlo y de llevarle al puesto de socorro —se oyó por detrás la voz severa y enfadada del coronel.

—¡Padrecitos! ¡Bienhechores! —sollozaba el ulano—. Es mi muerte. No me dejéis morir.

—Coronel —dijo Pierre al oficial—, ordene que le ayuden.

—Está listo. Tengo que llevarles al puesto de socorro y no sé dónde está.

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