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Authors: Josep Montalat

Goma de borrar (3 page)

—¿Cómo has dicho que te llamabas?

—Mey. ¿Y tú?

—Yo no —respondió el vasco haciendo reír a sus dos amigos.

—Gaspar es muy así —explicó David a la chica, al ver que se había ruborizado.

—Me llamo Gaspar —dijo ahora con una sonrisa, intentando ser agradable con ella—. ¿De dónde viene el nombre Mey?

—Me llamo Maria del Remei, María de los Remedios en castellano. Pero ya de pequeña me llamaban Mey —respondió la chica mientras el grupo iba entrando en el comedor.

—¿Nos sentamos en aquella mesa? —preguntó Montse señalando el fondo de la sala.

—Creo que en las sillas estaremos más cómodos —dijo el vasco haciendo reír a sus amigos mientras las chicas cruzaban unas miradas entre ellas.

Las tres se sentaron juntas y David propuso redistribuirse, alternando los puestos. Laura tuvo que cambiar de silla y advirtió que la mesa se movía.

—A mí siempre me ha gustado el «Movimiento» —declaró Gaspar haciendo reír a Cobre, sin que los demás captasen la gracia.

—¿Entiendes el catalán? —le preguntó Montse.

—Sí, un poco; lo que no entiendo es a los catalanes —respondió él, haciendo reír a sus dos amigos, mientras Laura miraba a Montse haciéndole un gesto de reprobación.

Un hombre mayor, encargado del establecimiento, repartió las cartas y cada uno se dedicó a estudiar la suya. Las chicas parecían incómodas.

—¿Tenéis hambre? —dijo David intentando romper el hielo.

—¿Qué recomendáis? —preguntó Gaspar, sin dirigirse a nadie en concreto mientras seguía leyendo la carta.

—La especialidad de la casa es la tortilla; es muy buena. Yo voy a pedirla de primero —dijo Montse.

—¿Qué tiene de especial? —le preguntó el vasco.

—Está hecha básicamente con judías… —empezó a explicar la chica.

—¡Uy! A mí las judías no me gustan, soy medio nazi —le interrumpió Gaspar.

Cobre fue el único que se rio.

—Las judías vienen chafadas… —siguió explicando Montse con una sonrisa forzada.

—Ah, bueno, si son judías chafadas me apunto —la interrumpió otra vez Gaspar, consiguiendo al fin la risa de Montse.

Laura y Mey permanecían a la expectativa, observando al vasco con curiosidad.

—Gaspar siempre es así —afirmó Cobre.

—Ah... —dijo simplemente Laura, un poco molesta.

El dueño del establecimiento regresó a la mesa y fue anotando los platos que le pedían.

—Para beber, ¿qué les pongo...?

—Tomamos todos vino, ¿no? —preguntó Cobre, dirigiendo la pregunta principalmente a David.

—Sí, ¿no? —contestó él, mirando a las chicas, que asintieron.

—Y un agua sin gas, por favor —pidió Laura.

—¿Y el vino como lo quieren? —preguntó el hombre.

—También sin gas, por favor —respondió Gaspar, rápido de reflejos.

Esta vez, todos rieron la gracia.

—Un poco especial, vuestro amigo —comentó Montse cuando Gaspar se alejó de la mesa en dirección a los servicios.

—Más bien estúpido —opinó Laura.

—Hay que conocerlo. De entrada, es un poco chocante, pero si lo tomas tal como es, te puedes reír mucho con él. Siempre tiene alguna ocurrencia —explicó Cobre.

—Pues a mí me parece un poco chulo —intervino Mey.

—Mira, es así..., es su manera de ser. Parece chulo y creído de entrada pero cuando lo conoces un poco mejor, ves que en el fondo es un tío muy majo —aclaró Cobre.

—Ya. Será en el fondo pero muy al fondo, ¿no? —puntualizó la chica haciendo reír a todos.

—Lo tenéis que tomar como a Dalí, que hacía tantas tonterías sólo para esconder su timidez —intervino David disimulando el tema de la conversación al ver que Gaspar regresaba.

Cuando se hubo sentado, Cobre le pidió que contara un chiste.

—No, ahora no. No me apetece hablar de ti —respondió, y todos rieron.

—¡Toma! Cómo te la ha metido —dijo David.

—Sí, ha sido buena —reconoció Cobre—. Hay que tener cuidado con él, a la mínima te pega un corte. Me acuerdo, en la mili, el corte que pegó a un chico de nuestra compañía, que era negro. Sus padres eran de Togo, pero él era español, nacido en Cádiz, y era gracioso oírle hablar andaluz.

—Te refieres al Koffi —recordó Gaspar.

—Sí. Un día estaba incordiando, haciendo mucho ruido, y no dejaba que Gaspar se concentrara en el libro que estaba leyendo. Alterado, va y le pregunta: «¿Tu padre es cura?». Koffi se le quedó mirando y respondió en su extraño acento mitad andaluz, mitad no sé qué: «No, ¿por qué?». Y él le suelta: «Hombre, como siempre vas de negro».

Cobre aprovechó las risas para acudir a los servicios y miró a su alrededor.

—Están al lado de la barra —le anunció Gaspar—. La primera puerta a la derecha. Verás que pone «Caballeros», pero tú no hagas caso y entra —comentó haciendo reír de nuevo a todos.

—Debes de ser un gran admirador de Groucho Marx, ¿no? —le preguntó Montse.

—¿Marx? No, yo siempre he sido de derechas —respondió Gaspar.

—Ya veis: es muy rápido de mente —dijo David.

—Demente lo serás tu —le espetó haciéndose el ofendido.

La cena transcurrió bien. Las chicas fueron progresivamente sintiéndose más relajadas, a lo que ayudaron sin duda también las tres botellas de vino que bebieron entre todos. A la una de la madrugada salieron hacia la discoteca Chic. Las tres amigas se fueron en el coche de Montse y ellos quisieron adelantarse en el de David. Cobre le pidió a su amigo que condujera más rápido para que les diera tiempo de hacerse una raya de cocaína, petición que su amigo cumplió a la perfección conduciendo a gran velocidad. Poco antes de llegar a la discoteca, se desvió hacia una calle poco iluminada de la cercana urbanización Santa Margarita y allí detuvo el coche. En el asiento trasero, Cobre empezó a cortar la droga.

—Hazlas largas —pidió Gaspar.

—A ver qué tal estará la coca —dijo David—. Esto de comprarla con prisas no es bueno. Lo mejor es probarla antes de comprarla.

—Tiene buen aspecto —dijo Cobre.

—Tenemos que ir rápido —pidió David—. Las chicas van a tener que esperarnos o van a pensar que ya hemos entrado.

—Voy todo lo rápido que puedo, pero ya sabes que me gusta cortarla bien. Toma, David, haz tres partes con la que sobra, para que después podamos hacernos otra rayita dentro —dijo Cobre antes de pasar un pequeño espejo a Gaspar con las dosis alineadas.

El vasco ya tenía preparado en su mano derecha un rulo hecho con un billete de mil pesetas que empleó para esnifar una de las  fracciones.

—Qué bien —dijo al terminar.

David se metió la segunda raya y pasó el espejo atrás.

—Bueno, no parece tan mala —comentó al cabo de unos segundos.

—Pica un poco —opinó Cobre—. Debe de llevar anfetamina.

Tras el «3 en raya», sólo tardaron un minuto en llegar al llamativo edificio del Chic. Atentos al tráfico, cruzaron la carretera; Cobre y Gaspar se tocaron con poco disimulo sus respectivas narices y David les hizo una señal de aviso. Las tres chicas, elegantemente vestidas, los esperaban en las escaleras de la entrada, donde se agolpaba mucha gente. El portero les indicó que pasasen directamente, sin hacer cola, apartándoles el cordón, y los tres amigos fueron tras ellas, mientras otros clientes les miraban con envidia.

Una chica les entregó una tarjeta agujereada de color rosa a cada una de ellas. Montse se cuidó de que les dieran entrada gratuita a sus amigos.

—¿Sabes cómo funciona esto de la tarjeta? —preguntó luego al vasco.

—No del todo.

—No debes perderla o tendrás que pagar dos mil quinientas pesetas al salir. Con ella puedes pedir las bebidas en la barra. Cada vez que pides, la perforan según el importe de la consumición; luego, al salir, introducen la tarjeta en una máquina y pagas lo que dice.

—Caray, la tarjeta habla y todo —bromeó Gaspar, acercándosela a la oreja.

—Es un sistema que comercializa el padre del dueño de la discoteca —empezó a explicar David—. Son alemanes. El director de la discoteca es el hijo. Se llama Thomas Spieker. Esto de las tarjetas lo inventaron ellos, y ahora se empieza a ver en otras discotecas.

—¿Te has fijado que a la entrada miran el calzado que llevas y si llevas deportivas no te dejan entrar? Limitan mucho la entrada, la discoteca se ha puesto de moda y se pone a tope —comentó Cobre mientras las chicas esperaban frente al guardarropas y saludaban a un chico alto y moreno que se les acercó patinando y frenó ágilmente a su lado, bajó luego de un salto tres escalones y se paró junto a una alemana de muy buen ver, a la que también besó antes de proceder a entrar por una puerta que anunciaba «Club».

—¿Y este guaperas que besa a todas las chicas? —preguntó Gaspar, viendo cómo desaparecía el patinador.

—Es el relaciones públicas —dijo David.

—¿Públicas o púbicas?

—¿Cómo lo ves? —le preguntó Cobre sonriendo.

—Todo parece muy interesante —respondió Gaspar, al tiempo que miraba a dos chicas provocativas que pasaban a su lado hablando francés y vestían unas cortas minifaldas y unos pantys que les llegaban un poco más allá de las rodillas.

—Están buenas, ¡eh! —afirmó David mientras una de ellas se desprendía de su chal y dejaba visible un bello escote—. Donde haya una francesa que se quite todo lo demás —añadió mirándolas.

—Eso, eso, que se lo quiten todo —apuntilló Gaspar.

—¿Dejáis las chaquetas? —los interrumpió Montse.

—Sí, entrad vosotras. Ahora vamos —le respondió su primo.

Desde el hall se oía una conocida canción de U2 proveniente de la sala principal. Los tres amigos subieron las escaleras de acceso al espacio que se adivinaba en lo alto. A medida que lo hacían, se iba oyendo con más intensidad la canción del grupo británico que salía por los potentes altavoces. Cuando llegaron arriba se detuvieron contemplando la espectacular visión del local. La música hacía vibrar sus cuerpos y entorpecía la función de sus trompas de Falopio. Cobre, en voz alta, para que pudiera oírle el vasco, preguntó:

—¿Qué te parece?

Gaspar abrió la boca como si vocalizase algo, pero sin pronunciar ninguna palabra, y él cayó en la broma.

—¿Qué? —preguntó Cobre elevando el tono de voz.

Gaspar repitió el gesto. En esta ocasión, Cobre sí se percató de que el vasco no decía nada y le dio un ligero golpe en el hígado al tiempo que empezaba a descender las escaleras. La música tronó aún más ruidosa junto a uno de los enormes bafles. Después de un primer reconocimiento corporal en el que enfocaron sus miradas a las chicas con las moléculas mejor distribuidas, se abrieron paso hacia una de las barras. Cobre le señaló a su amigo una especie de jaula con barrotes colgada del techo, en la que bailaba una joven muy ligera de ropa.

—No está nada mal la paloma —comentó el vasco observando sus voluptuosos contoneos—. Desde luego, es para tenerla en una jaula, con tanto buitre suelto —añadió antes de proseguir—. ¿Y éstos? —dijo señalando a dos chicos extrañamente ataviados que bailaban abanicándose sobre unos bafles, calzando unos estrambóticos zapatos con la punta curvada

—Son de un grupo que se llama Locomía.

—Sólo por el nombre ya los metía en el frenopático.

Avanzaron un poco más y encontraron a la prima de David y a sus amigas apoyadas en la barra central de la discoteca. Un musculoso camarero, con el torso desnudo, les estaba sirviendo unas bebidas. Montse cedió sitio a Gaspar, y Mey le preguntó qué le parecía el local.

—Muy bien. Estos alemanes saben lo que es un buen negocio… gastan poco en vestuario —comentó señalando al camarero y a la gogó de la jaula.

Las chicas se rieron.

Cobre alargó un whisky JB a su amigo mientras él se quedaba con el gin-tonic. Gaspar le entregó su tarjeta al camarero y les preguntó a las dos chicas si querían beber algo. Mey aceptó y Gaspar dirigió su mirada a una atractiva camarera que iba de un lado a otro mostrando en sus esbeltas redondeces más piel que tela, y no perdió detalle mientras la chica recogía una botella del botellero, al tiempo que el atlético camarero, situándose delante de él, le preguntaba qué deseaba. No se atrevió a pedir el teléfono de la exuberante morena, así que solicitó la bebida de Mey. Luego, Cobre le propuso mostrarle el resto de la discoteca y se alejaron del grupo. Subieron una escalera hasta una barra a la izquierda de la pista de baile en la que había algunas mesas y donde sólo servían champán. Con disimulo, le señaló al dueño del negocio.

—¿El alemán? —preguntó el vasco.

—Sí, pero David me dijo que habla español y también catalán.

—No me extraña que hable varios idiomas. «Speaker» dijo que se llamaba, ¿no? —pretendió el vasco hacer una broma con el homónimo del apellido, que su amigo no captó.

Fueron por un pasillo hasta el restaurante y después hasta una puerta que comunicaba la discoteca con el Club. Un chico alto y  atractivo que estaba junto a ella los detuvo.

—¿Tenéis pase? —les preguntó.

—No —respondió Cobre.

—Lo siento, esta noche el Club está reservado. Hay una fiesta privada.

Mientras se alejaban, Cobre le dijo que el chico era un conocido de David.

—Creo que es gay —añadió, sonriéndole.

—Si es amigo de David, vete con cuidado con él.

—¿Yo? ¿Por qué?

—Porque a los maricas les gusta ensanchar el círculo de sus amistades.

Subieron por otra escalera, pasando por medio de una especie de gradas con almohadones en la que había gente sentada, bebiendo y hablando animadamente. Entraron luego en otra sala donde la música se oía mucho menos. Había otra barra y algunas mesas con gente sentada. Se quedaron unos instantes contemplando el nuevo espacio. Antes de que Cobre pudiera continuar con la ruta, su amigo lo interrumpió con una pregunta.

—¿Has visto a Tomas?

—¿Qué Tomas?

—Otro whisky, gracias.

—He picado —reconoció Cobre, riéndose.

—Me apetece otro whisky. Aquí está más tranquilo que abajo para pedirlo.

Salieron con los vasos llenos por la puerta que daba a las escaleras de entrada, a la altura de los servicios y fueron a «supervitaminarse y mineralizarse». Después de la raya de cocaína y ya de regreso, acudieron al encuentro de David, que permanecía de pie contemplando a su prima y a las otras dos chicas, que bailaban en la abarrotada pista. Gaspar golpeó a modo de brindis su vaso de gin-tonic.

—Salud, socio —dijo, animado por los efectos de la cocaína—. Bueno. ¿Cómo lo ves?

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