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Authors: Josep Montalat

Goma de borrar (27 page)

BOOK: Goma de borrar
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Sentado detrás, Cobre no paraba de estrujar su masa cerebral como si fuera una esponja. Esa mañana había salido de la casa con la extraña sustancia, en busca de algún camello «colegiado» que pudiera ayudarlo, y había acudido directamente a ver a Frank, su primer proveedor de cocaína, de la época en que habían abierto el restaurante. No sabía exactamente el piso en que vivía, pero gracias a los vecinos del bloque lo localizó. Frank le abrió con visión borrosa en ambos ojos y Cobre se excusó por importunarlo a aquellas horas, pero le dijo que era un asunto muy importante. Lo invitó a pasar al desarreglado salón en el que era patente una larga huelga de escobas caídas, ya que al cerrar la puerta las bolas de pelusa se levantaron del suelo brindándole una ola de bienvenida. La decoración era indefinible, con todo tipo de cuadros y objetos colgados en las paredes o puestos de cualquier forma en todas partes, y pensó que o bien el camello tenía el gusto en sus jorobas o bien era partidario de la decoración genital, o sea hacerla según le salía de los cojones. Cobre no se entretuvo en dilucidar el enigma y destapó el bote de cristal. Frank probó la sustancia y no dudó un instante en decirle que era bórax, un compuesto blanquecino que se utilizaba para adulterar la cocaína. Ante aquella irrefutable respuesta de un entendido, enseguida pensó que Sindy lo había engañado.

Ahora, mientras Gunter conducía el Mercedes en dirección a Castelló d’Empúries, Cobre contemplaba distraídamente el paisaje, cavilando lo que le diría cuando la viera. Pensaba que, en el rato en el que él y Gaspar habían salido en busca de su coche, Sindy podía haber cogido aquellas otras bolsas que Johan debía de guardar en algún sitio, haberlas cambiado por las que había en el salón y manchado con un poco de sangre para disimular su aspecto. De esa manera, ella tendría la cocaína bien guardada en algún sitio seguro y a alguien a quien enchufar el desaguisado si sucedía algo raro. Estaba rabioso por haberse dejado tomar el pelo y no dejaba de pensar en que Gaspar ya le había advertido de que no se metiera en aquella movida. Estaba seguro de que Johan tenía cocaína buena en la casa porque si no, no hubiera quedado con él para venderle. Todo cuadraba.

—¡Menuda cabrona! —pensaba Cobre—. No me extraña que la mala puta se pegara tranquilamente un chute de heroína y luego se partiera el culo en el baño. ¡No te jode! Si yo hubiese sido ella, también me habría descojonado teniendo a un pringado como yo, que si todo sale mal, carga con el muerto —seguía pensando cada vez más cabreado, intuyendo que la chica lo había jodido bien, que se la había endiñado hasta el fondo, que se la había metido doblada y otras frases igualmente copulativas, y se sentía estúpido por haberse dejado tomar el pelo de aquella forma—. Tengo que descubrirla —pensaba insistentemente.

Gunter conducía sin decir nada y Petra comentó la desgracia de la viudez de Sindy siendo tan joven y tan buena chica. Con aquel comentario a Cobre se le pasó por la cabeza la posibilidad de que la holandesa fuera inocente y un sudor frío le recorrió todo el cuerpo. Si ella fuera inocente y no supiera nada sobre lo que en realidad se había llevado de su casa y le explicara que no valía nada, probablemente pensaría que era él quien la estaba engañando. En el lugar de Sindy, él también habría tenido las mismas dudas. Estaba metido en un buen marrón, en uno marrón, marrón, y no en uno de esos que tiran a beige.

Pensó que la miraría directamente a los ojos y sabría si realmente la holandesa estaba metida en aquel engaño. Con mucho nerviosismo, se bajó del coche para entrar con Gunter y su mujer en el hermoso templo gótico.

En la iglesia había mucha gente, pero la ceremonia no fue larga. Sindy recibió las condolencias de sus familiares y de los de Johan, que habían llegado expresamente de Holanda, y también las de sus numerosos amigos y conocidos, la mayoría extranjeros residentes en la zona. Cobre, detrás de Petra y Gunter, se colocó en la fila, esperando su turno para dar el pésame a la joven viuda. De lejos, vio que la holandesa vestía enteramente de negro y reconoció que aquel color le favorecía. También se percató de que llevaba gafas de sol, hecho que lo desconcertó pues se dio cuenta de que no iba a poder verle los ojos. Petra, que iba delante de su marido, lloró al darle el pésame, y la holandesa la abrazó con cariño durante un rato. Vio que Sindy también aparentaba llorar y se secaba sus lágrimas por debajo de las gafas con la punta de un pañuelo que llevaba en la mano.

—Menudo cuento —pensó.

Al llegar su turno, la besó en ambas mejillas. La miró a los ojos y vio su propia cara reflejada en las oscuras gafas. No sabía qué hacer y no pudo decirle nada más que «lo siento».

—Gracias Cobre, gracias —le dijo la chica, al tiempo que lo abrazaba y parecía sollozar.

«Lágrimas de cocodrilo», pensó él, sin pronunciar palabra. Pero Sindy dejó de abrazarlo, se incorporó un poco y se quitó las gafas. Pudo ver entonces sus azules ojos enrojecidos.

—Mañana voy a Holanda. Te llamaré cuando vuelva dentro de unos quince días, para hablar de lo del «asunto». Y gracias por todo, eres un verdadero amigo —le dijo con disimulo, mientras ya empezaba a saludar a la mujer que iba tras él, que le dijo algo en holandés.

Cobre siguió a Petra y a Gunter. Estaba más desconcertado aún por la actitud de Sindy, que le había parecido sincera, y ahora dudaba de que ella hubiera urdido el engaño.

Salieron y el sol del mediodía les dio en el rostro. Mientras seguía rumiando, ajeno a todo el mundo, Cobre encendió nerviosamente un cigarrillo. Gunter le preguntó si quería acompañarlos a Cadaqués, a ver una casa que vendía un matrimonio que había estado en su fiesta de cumpleaños, a lo que él respondió que sí, sin pensar siquiera en lo que le preguntaba. Luego se dio cuenta de su espontánea respuesta, pero pensó que no tenía nada mejor que hacer y que necesitaba evadirse un rato.

Subieron en el Mercedes y salieron de Castelló d’Empúries en dirección a Roses, mientras Cobre, sentado detrás, seguía dándole vueltas a las palabras de la holandesa.

«...para hablar de lo del «asunto«» —recordaba que le había dicho—. Si ella tuviese la cocaína, no tendría mucho interés en hablar con él y se haría la tonta —cavilaba.

Poco antes de llegar a Roses, Gunter giró a la izquierda y enfiló por la serpenteante carretera que llevaba a Cadaqués. Petra no había desayunado y al cabo de unos kilómetros empezó a marearse. Tuvieron que detenerse dos veces. Al llegar al pueblo, fueron caminando en dirección a la casa que se vendía. En una de las intrincadas callejuelas, se encontraron con un matrimonio inglés al que conocían. Estuvieron hablando un rato, mientras Cobre miraba los escaparates de las tiendas, más entretenido en sus pensamientos que en lo que sus ojos contemplaban. Poco después, Petra y Gunter se despidieron, citándose para más tarde comer juntos.

La casa que iban a ver estaba en la parte antigua del pueblo y por su exterior no parecía nada extraordinaria, pero estaba decorada con gusto y desde la terraza del comedor se apreciaba una fantástica vista de toda la bahía de Cadaqués. Les gustó mucho, pero no tanto el precio exagerado que les pidieron.

Después, los tres se dirigieron a Casa Anita, el restaurante donde habían quedado con los ingleses, en el que se comía muy buen pescado. Bebieron tres botellas y media de champán rosado
brut
de Peralada. Como no servían café, decidieron tomarlo en el bar La Sociedad. Cobre se aburría, sin entender demasiado la conversación que mantenían los cuatro, sobre todo en inglés y francés, y seguía con su mente puesta en lo sucedido. Su cabeza bullía al baño maría con aquel cacao que era para reírse de los de Nestlé.

Después de los cafés, acompañándolos los hombres de coñac, se trincaron en un santiamén otra botella de champán. Los cuatro, Petra, Gunter y sus amigos ingleses llevaban una cogorza de cuidado. Mientras se despedían en la puerta del local, Cobre, que no había bebido mucho, observaba al ebrio alemán pensando en el peligro de la vuelta, con la carretera llena de curvas y precipicios. Le recordó la experiencia con su accidente, cuando lo conoció. Petra, entretanto, comentaba con los ingleses lo mucho que se había mareado en la carretera viniendo al pueblo.


Take the boat to Roses.
(«Coged el barco a Roses.») —dijo la inglesa, señalando un barco de turistas que regresaba aquella hora hacia Roses y que estaba atracado allí mismo, a punto de partir.


¡Oh, yes! ¡Great idea!
(«¡Oh, sí! ¡Buena idea!») —exclamó Petra, observando ilusionada la embarcación y dirigiendo la mirada al beodo de su esposo.

La propuesta lanzada al aire por la inglesa había golpeado de lleno en el orgullo de Gunter, que no tenía muy claro lo de subirse en aquel barco lleno de turistas, más aún habiendo sido de joven oficial de la marina alemana, pero accedió para complacerla. Le pidieron a Cobre si podía conducir el Mercedes de vuelta a Empuriabrava, sin ellos, y él accedió gustoso.


Tu est un angel
(«Eres un ángel.») —dijo Petra, contenta, dándole un espontáneo beso.

—Amigooooo… —le dijo el alemán, dándole las llaves del Mercedes.

El barco zarpaba en pocos minutos y los pasajeros iban subiendo, obedeciendo las llamadas del capitán, que hacía sonar una campana. Compraron el ticket y, al poco rato, el matrimonio apareció en la cubierta del barco, saludándoles con la mano, divertidos y sonrientes.

El vestido y la pamela que llevaba Petra destacaba sobre el resto de turistas que había en la embarcación, más todavía junto a Gunter, con su impecable traje azul marino y la corbata a rayas. Un marinero retiró la pasarela del barco y el capitán hizo sonar una bocina. El barco zarpó con suavidad y se oyeron los gritos de despedida de Petra.


Bye, bye, Andrea. Bye, bye, Peter. Au revoir
(«Adiós, Andrea. Adiós, Peter. Adiós.») —decía la francesa, divertida, saludando desde la cubierta con su mano derecha, mientras con la izquierda se sujetaba la pamela.


Auffidersen
(«Adiós.») —decía el alemán.


Bye, bye
(«Adiós.») —respondían los ingleses al lado de Cobre.

El barco dio un tirón más fuerte y Petra, que seguía saludando, perdió el equilibrio y se cogió del brazo de su marido que, distraído, también perdió pie, y los dos se precipitaron al agua. Cobre no pudo reprimir la risa al ver la escena de la extravagante francesa, vestida con su largo vestido color faisán y con su pamela cubriéndole la cabeza, zambullirse sin control en el agua, seguida de Gunter. Los ingleses se habían puesto la mano en la boca, en un visible gesto de sorpresa, y la gente de la terraza se reía a carcajadas. En el agua, marcando el lugar del impacto, flotaba una solitaria pamela. A los pocos segundos, emergió a su lado la cabeza de Petra, con una muy visible cara de susto, con el pelo mojado y aplastado sobre su rostro. La gente de la terraza volvió a reírse al tiempo que Cobre se partía el culo. Seguidamente, a pocos metros, apareció la oronda cabeza de Gunter, roja como un tomate, y nuevamente resonaron las risas.

El capitán del barco había parado motores y casi todos los pasajeros se habían situado en el mismo lado contemplando al alemán, que, nadando con una mano, tiraba de su mujer en dirección a la orilla mientras el numeroso público de tierra seguía riéndose. Cuando ya el agua apenas les llegaba a la cintura, Cobre, borrando como pudo la sonrisa, se decidió a ir en su ayuda. Peter, el inglés, y Andrea, que ahora también se reía, tapándose la boca con la mano, fueron tras él. Gunter se moría de vergüenza por ser el protagonista de aquel gracioso espectáculo. Petra, cogida de su mano, con la etérea ropa de su vestido pegada a su delgado cuerpo, con la cara todavía perpleja, seguía siendo la más cómica de los dos, como si de golpe, con el chapuzón, se le hubiera pasado toda la borrachera y despertara de un sueño. Todo el mundo reía y no era para menos, viendo las encogidas ropas de la pareja adheridas a su piel, como si les faltaran tres euros de tela en cada una de las extremidades. Mientras tanto, el capitán del barco había situado la embarcación en el punto de salida y un ayudante había bajado de nuevo la pasarela y les hacía gestos para que subieran. A petición del alemán, Cobre fue a decirles que no iban a montarse, que irían en coche, y a continuación fue a buscarlo. Poco después, recogió a la empapada pareja ante la atenta mirada de medio pueblo, que observaba cómo se subían al Mercedes 300D Turbo Diesel, y con una breve despedida de los ingleses, desaparecían de su vista. Cobre condujo el vehículo en dirección a la salida del pueblo, con el agradecimiento del mojado matrimonio por verse fuera de las miradas y las risas de la gente. Ya remontando la cuesta, de regreso a Roses, sin poder reprimirse, se rio de la francesa, al verla secarse el pelo con la cabeza fuera de la ventanilla, y Gunter lo secundó.

—¡Fiestaaaa! —gritó divertido el alemán.

CAPÍTULO 10

La cocaína de Johan

Con el galimatías de la cocaína de Johan, Cobre se encontraba cada vez más confuso. Llamó por teléfono a Gaspar, que se quedó sorprendido con lo que le explicó, pero no le sirvió de mucha ayuda.

—Ahora, ajo y agua —le dijo el vasco.

—¿Qué quieres decir?

—A joderse y aguantarse. Yo ya te pregunté si podías fiarte de Sindy.

—Sí, la he jodido bien. Ahora se hará la sueca conmigo.

—La sueca, la polaca y la chescoslovaca —escuchó al otro lado de la línea.

—Precisamente ahora no estoy para tus bromas —le respondió Cobre, pensando que hubiera sido mejor llamar al teléfono de la esperanza.

Cuando el 28 de agosto, Gunter regresó a Alemania, Cobre recuperó la calma en la casa, pero no la tranquilidad de ánimo. Le preocupaba el regreso de Sindy y cómo iba a explicarle lo del «asunto» y, por si fuera poco, su futuro económico había quedado seriamente afectado. Ya era un problema el haber perdido su trabajo y su parte en el restaurante, pero ahora tenía un problema mucho mayor al haberse quedado sin el proveedor del fructífero «negocio» que le permitía llevar una vida más que cómoda en esa agradable comarca.

Estaba preocupado analizando la mejor manera de salir adelante. No le apetecía tener que volver a Hospitalet; sus padres no sabían que había dejado el restaurante. Tenía algo de dinero de la venta de su participación en la sociedad, pero no era suficiente para abrir un bar o algo por el estilo como había estado pensando. Se sentía en una situación deprimente y con tal desánimo que si decidía montar un circo, seguro que le crecían los enanos. Si esto le hubiera sucedido en nuestra época, lo hubiera achacado a un mal
dharma
, a un desequilibrio de
chakras
, al
Feng Shui
, a un mal de ojo o a la suma de todos estos ensalmos. En aquel momento, pensó que esto con Franco no pasaba y que su horóscopo no mencionaba nada. Llevaba varios días encerrado en casa nadando, o sea, no haciendo nada, dando vueltas a todos sus problemas con el muermo encima y la pereza ocupándole al cien por cien. Se alivió ligeramente al saber que Mamen regresaba de Irlanda. Deseando estar presentable para ella, visitó el espejo, que durante esos días se había estado aburriendo y ya no le conocía.

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