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Authors: Guy Gavriel Kay

Tags: #Aventuras, Fantástico

Fuego Errante (8 page)

¿Y Kevin? El inteligente y astuto Kevin Laine se había limitado todo el tiempo a iluminarle el camino con la antorcha. También a él le habían dado una espada para luchar, pero ¿qué sabía él de luchas con lobos a lomos de un caballo? Mantener el equilibrio sobre el brioso corcel ya era reto suficiente en el enloquecedor infierno de la lucha. Por eso, cuando se hubo dado cuenta de su inutilidad, se tragó el orgullo, enfundó la espada y cogió una antorcha para proporcionarle a Dave luz suficiente para la escabechina. Tampoco había sido demasiado hábil en esta labor y por dos veces había estado a punto de sucumbir él mismo bajo los hachazos de Dave.

Sin embargo, habían acabado ganando la primera batalla de la guerra, y algo magnífico había aparecido en el cielo. Kevin se había quedado boquiabierto ante el esplendoroso espectáculo del alado unicornio y había tratado por todos los medios de animarse para compartir aquel glorioso momento.

Con todo, parecía que había alguien más que tampoco se sentía demasiado feliz; había entablado una discusión. El y Carde acercaron sus caballos a un corrillo de hombres que se había formado en torno a un fornido y moreno jinete y Torc, el amigo de Dave, a quien Kevin recordaba haber conocido los últimos días que habían pasado en Paras Derval.

-Si vuelves a hacerlo -decía con tono amenazador el hombre moreno-, te haré pedazos y te empalaré en plena Llanura con miel en los ojos para atraer a los algen.

Torc, impasible sobre su oscuro caballo gris, no se dignaba responder, y las fanfarronas amenazas del otro resonaban fatuamente en el silencio. Dave sonreía entre dientes, montado a caballo entre Torc y Levon, el otro jinete a quien Kevin también recordaba.

Y fue Levon quien habló con una voz tranquila imbuida de impresionante autoridad:

-Ya es suficiente, Doraid. Y óyeme bien: recibiste una orden en plena batalla, y escogiste precisamente ese momento para discutir cuestiones de estrategia. Si Torc no hubiera hecho lo que yo te había ordenado a ti, los lobos habrían logrado desbandar el flanco de la bandada. ¿Prefieres dar explicaciones de tu comportamiento aquí y ahora, o después, ante el aven y el jefe de tu tribu?

Doraid se dirigió a él lleno de furia:

-¿Desde cuándo la tercera tribu da órdenes a la séptima?

-No se trata de eso -replicó Levon sin perder la serenidad-. Pero yo tengo el mando de este destacamento, y tú estabas presente cuando me fue encomendado.

-¡Oh, sí! -se burló Doraid-. Tú eres el precioso hijo del aven. Hay que obedecerle y…

-¡Un momento! -interrumpió con brusquedad una familiar y bien modulada voz-. ¿He entendido bien lo que ha sucedido? -siguió diciendo Diarmuid mientras se colocaba en el centro del corrillo-. ¿Este hombre ha desobedecido una orden expresa? ¿Y encima se queja? -Su voz tenía un tono ácido.

-Así es -Torc hablaba por primera vez-. Y encima se queja. Has entendido la situación perfectamente, príncipe.

Kevin tuvo un súbito pantallazo de algo que ya había visto antes: un albergue allá en el sur, un granjero que exclamó: «¡Que Mornir os guarde, príncipe!». Y luego algo más.

-¡Kell! -dijo Diarmuid.

-¡No! -gritó Kevin y se lanzó desde el caballo.

Derribó a su amigo, el fornido lugarteniente de Diarmuid, y ambos cayeron pesadamente sobre la nieve entre las patas de los caballos de los dalreis.

Pero había llegado medio segundo tarde. Otro hombre yacía sobre la nieve, no muy lejos; era Doraid, con la flecha de Kell clavada profundamente en su pecho.

-¡Por todos los infiernos! -dijo Kevin, sintiéndose enfermo-. ¡ Por todos los sangrientos infiernos!

Ni siquiera se tranquilizó al oír junto a él una risa sofocada.

-¡Magnifico! -dijo Kell con suavidad, que no parecía en absoluto desconcertado-. Casi me rompes la nariz.

-¡Dios! Kell, lo siento.

-No importa -dijo riendo de nuevo-. De hecho, lo estaba esperando. Recuerdo muy bien que no te agrada la justicia de Diarmuid.

Nadie parecía reparar en ellos. La violenta pirueta había sido completamente inútil. Desde donde estaban, Kevin vio que dos hombres se encaraban en medio de un círculo de antorchas.

-Ya habían muerto suficientes dalreis esta noche para aumentar ahora el número de muertos -dijo Levon sin alterarse.

La voz de Diarmuid sonó fría:

-Habrá suficientes muertos en esta guerra para que podamos arriesgarnos a disculpar acciones como la de este hombre.

-De todos modos, no era un asunto que te incumbiera a ti, sino al aven.

-No del todo -replicó Diarmuid elevando la voz-. Permitidme que os recuerde a todos vosotros, y mejor ahora que más tarde, cómo están las cosas. Cuando Revor recibió la Llanura para él y sus descendientes, hizo un juramento de lealtad a Colan. No lo olvidéis. Ivor dan Banor, aven de los dalreis, lleva ese título en la misma medida en que lo llevó Revor: por debajo del soberano rey de Brennin, que es Aileron dan Ailell, y ante quien tú mismo hiciste un juramento, Levon.

El semblante de Levon se había ruborizado, pero sus ojos expresaban firmeza.

-No lo olvido -dijo-. Pero la justicia no se impone con la violencia de las flechas la misma noche de la batalla.

-De acuerdo -replicó Diarmuid-. Pero en tiempos de guerra, rara vez puede imponerse de otra forma. ¿Cuál es el castigo -preguntó con voz suave- que la Ley de los dalreis reserva para acciones como la de Doraid?

Fue Torc quien respondió.

-La muerte. Tiene razón, Levon.

Desde el suelo, junto a Kell, Kevin se dio cuenta de que Diarmuid, que había sido en otros tiempos discípulo de Manto de Plata, conocía perfectamente la respuesta. Poco después vio que Levon inclinaba la cabeza.

-Lo sé -dijo-. Pero soy el hijo de mi padre y no me resulta fácil ordenar una muerte. ¿Querrás perdonarme, príncipe?

Por toda respuesta, Diarmuid descabalgó de un salto y avanzó hacia Levon. Con un gesto cortés ayudó al otro a desmontar y luego los dos hombres, ambos jóvenes, ambos hermosos, se abrazaron mientras los dalreis y los hombres de Brennin prorrumpían en vítores.

-Me siento completamente idiota -le dijo Kevin a Kell, mientras lo ayudaba a levantarse.

-Todos nos sentimos de ese modo alguna vez –dijo con simpatía el hombretón-. En especial junto a Diar. Vamos a emborracharnos, amigo mío. Los dalreis fabrican un licor letal.

Lo hicieron. Se organizó una gran juerga, que no sirvió, sin embargo, para mejorar el humor de Kevin, como tampoco lo hizo la indulgente broma de Diarmuid sobre su precipitada reacción.

-¡No sabía que te gustara tanto Kell! -había dicho el príncipe, provocando sonoras carcajadas en la enorme cabaña de madera donde se habían reunido.

Kevin simuló reírse, pero no se le ocurrió ninguna réplica adecuada. Nunca antes se había sentido de más, pero estaba empezando a sentir que lo estaba cada vez mas. Vio que Dave -Davor, como allí lo llamaban- había formado corro con Levon, Torc y otros dalreis, entre los que se encontraba un adolescente de despeinados cabellos, todo brazos y piernas, que, según le habían dado a entender, había cabalgado sobre el alado unicornio. Vio que Diarmuid se levantaba y se dirigía hacia un grupito de risueñas mujeres. Pensó en hacer lo mismo, sabiendo que sería bien recibido, pero decidió que era inútil. No tenía nada que decir.

-¿Más sachen? -susurró una voz junto a su oreja. Levantó la cabeza y vio a una atractiva muchacha morena que la tendía un vaso de piedra. Kell le guiñó maliciosamente un ojo y se hizo un poco a un lado para dejar sitio en el corro.

-Muchas gracias -le dijo Kevin sonriendo-. ¿Quieres sentarte a mi lado?

Ella se ubicó con presteza junto a él.

-Sólo un ratito -dijo-. Se supone que tengo que servir. Tendré que levantarme en cuanto aparezca mí madre. Me llamo Liane dal Ivor.

El no estaba en realidad de buen humor, pero la muchacha era hermosa y graciosa y al fin y al cabo había llevado la iniciativa. Con un cierto esfuerzo, queriéndose mostrar por lo menos educado, Kevin coqueteó un rato con ella.

Luego apareció la madre, vigilando la reunión con ojos de anfitriona, y Liane tuvo que marcharse, maldiciendo su obligación de servir sachen. Poco después se deshizo la reunión y se le acercó Dave.

-Mañana saldremos muy temprano -dijo con brusquedad-. Levon quiere ir a Paras Derval para ver a Kim.

-Todavía no habrá llegado -arguyó Kevin.

-Gereint dice que sí -replicó el otro, y sin más palabras se alejó en la noche arrebujándose en su manto para protegerse del frío.

Kevin echó una rápida mirada a Kell. Se encogieron de hombros. Por lo menos el sachen era muy bueno; esto había impedido que la velada fuera del todo un fracaso.

Más tarde otra cosa también impidió que lo fuera. No llevaba demasiado tiempo acostado, lo justo para sentir que las mantas comenzaban a hacerle entrar en calor, cuando de pronto se abrió la puerta y una esbelta figura con una vela en la mano penetró en la habitación.

-Si te atreves a pedirme un vaso de sachen –dijo Liane-, te lo romperé en la cabeza. Espero que ya hayas entrado en calor.

Dejó la vela sobre una mesita baja junto a la cama y se desvistió. El la contempló un momento a la luz de la vela; poco después ella se deslizaba junto a él bajo las mantas.

-Me gustan las velas -le dijo.

Fue lo último que se dijeron durante un buen rato. Y de nuevo, a pesar de todo, el vertiginoso acto del amor lo arrastró tan lejos de allí que hasta le pareció que cambiaban los colores de la luz. Antes de que la llama se consumiera del todo, vio que ella se inclinaba sobre él como un arco, como un arco tensado, y le habría dicho algo si hubiera podido articular palabra.

Luego, en la oscuridad, la oyó decir:

-No tengas miedo. Hemos podido ir tan lejos porque estamos cerca de Gwen Ystrat. Las viejas leyendas reflejan al fin y al cabo la verdad.

Él sacudió la cabeza. Tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para hacerlo, y todavía aún más para poder hablar.

-Siempre es igual, en cualquier lugar -dijo-. Siempre el abismo.

Ella se estremeció. Él no había pretendido herirla. ¿Cómo explicárselo? Pero Liane le acarició la frente y le susurró con una voz muy distinta:

-¿Es que acaso llevas a Dun Maura en tu interior?

Luego lo llamó por otro nombre, o al menos así se lo pareció mientras se dejaba ir a la deriva. Quiso preguntarle algo. Se le ocurrían muchas preguntas, pero la marea iba en aumento y lo arrastraba más y más lejos.

Por la mañana, cuando Levon lo despertó con una sacudida y una sonrisa, ella naturalmente ya se había marchado. Y ya no la vio más antes de que se pusieran en camino los treinta hombres de la banda de Diarmuid, él, Dave y también Levon y Torc.

Para Dave el viaje hacia el noreste, hacia las regiones del Latham, había significado primero la posibilidad de reunirse con sus amigos, luego también la de vengarse. Desde que se enteró de que los hombres de Diarmuid tenían que ir a buscar a Gereint, el chamán de la tercera tribu, su corazón había empezado a latir anticipadamente de emoción. Nadie habría podido impedirle formar parte de la expedición. Loren necesitaba ver a Gereint, según colegía, por alguna razón que tenía que ver con el problema del invierno. Pero eso no le importaba demasiado; lo que si le importaba era que muy pronto podría estar de nuevo entre los dalreis.

El camino había sido fácil mientras se dirigían al este, hasta el lago Leman, pero la segunda jornada, a medida que ponían rumbo al norte, se había hecho más y más ardua. Diarmuid había confiado en poder llegar a los campamentos antes de la puesta del sol, pero la marcha se había hecho lenta por culpa de la nieve acumulada y de las ráfagas de viento que soplaban con furia salvaje desde la llanura. En Paras Derval habían provisto a Dave y a Kevin de excelentes ropas de abrigo, que además eran muy ligeras; era obvio que en aquellas latitudes sabían trabajar magníficamente la lana y los tejidos. Sin aquellas ropas habrían pasado mucho frío. Incluso con ellas, cuando se hubo puesto el sol, la marcha se fue haciendo más y más penosa, y Dave no tenía la menor idea de la distancia que aún los separaba de los campamentos.

Luego la preocupación por el frío desapareció en cuanto vieron la luz de las antorchas en la noche y oyeron los bramidos de los animales que morían en la nieve y los gritos de los hombres en el fragor de la batalla.

Dave no había esperado a nadie. Había picado espuelas y se había encaramado a un montículo de nieve, desde el cual había divisado ante él el campo de batalla; y, a media distancia entre él y el fragor del combate, había visto a un muchacho de quince años al que recordaba muy bien.

Diarmuid, el elegante príncipe, se había reunido con él y juntos habían pasado al galope junto a Tabor, montículo abajo; pero Dave apenas era consciente de nada mientras embestía contra la manada de lobos, blandiendo el hacha a diestra y siniestra, y se abría paso hacia la fila de los urgachs, con el recuerdo de los muertos junto al lago Llewen fresco en su memoria.

Pocas cosas más recordó mientras se dejaba invadir por la furia del combate. Kevin Laine había estado a su lado alumbrándolo con una antorcha, mientras él, según le habían contado después, mataba a un urgach y a su corcel, una de aquellas bestias con seis patas y cuernos a las que llamaban slaugs, según le habían explicado luego.

Entonces Tabor, ante el asombro de todos, había aparecido en el cielo, montado sobre una alada criatura, armada con un cuerno que resplandecía y mataba.

Más tarde, cuando los lobos hubieron huido en desbandada y los slaugs se hubieron llevado lejos a los urgachs, él había desmontado y se había quedado inmóvil frente a sus hermanos. Y una tremenda algarabía se había levantado mientras él sentía el apretón de manos de Torc y el abrazo de Levon.

Se habían vivido momentos de tensión cuando Diarmuid había hecho matar a un dalrei por insubordinación y se había enfrentado con Levon, pero también aquel percance había terminado felizmente. Kevin Laine, por alguna razón que Dave no podía colegir, había tratado de interferir, pero nadie parecía haber dado demasiada importancia a su intervención.

Luego habían cabalgado hacia el campamento donde se encontraba Ivor, que tenía ahora un título nuevo pero que seguía siendo el mismo hombre canoso y rechoncho que tan bien, recordaba, de mirada profunda y rostro curtido por los elementos. Ivor le había dicho, haciéndolo sentir aún más importante:

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