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Authors: Nicholas Sparks

Fantasmas del pasado (3 page)

—Llevo varios meses investigando el pasado de Clausen, y una semana después del programa conseguí otras instantáneas que hablan por sí solas.

Una nueva imagen fue proyectada en la pantalla. Aunque un poco borrosa, se trataba de una foto del mismo sujeto del pin.

—Esta foto la tomé en Florida, en la entrada a la oficina de Clausen. Como se puede apreciar, el individuo se dispone a entrar. Su nombre es Rex Moore, y es uno de los empleados de Clausen. Hace dos años que trabaja para él.

—¡Ooohhhhhhh…! — exclamó Alvin, y a partir de ese momento fue imposible seguir el resto de la transmisión (que de todos modos estaba a punto de concluir), porque el resto de los reunidos, ya fuera por celos profesionales o simplemente por las enormes ganas que tenían de pasarlo bien, empezaron a silbar y a chillar como posesos. Las rondas gratis habían surtido el efecto esperado, y a Jeremy le llovieron las felicitaciones cuando el programa tocó a su fin.

—Estuviste genial —declaró Nate.

A sus cuarenta y tres años, Nate se estaba quedando calvo y mostraba una tendencia a vestir trajes que le venían demasiado ajustados de emitirá, lo cual era más evidente dada su corta estatura. Pero eso no importaba, porque ese hombre era la mismísima encarnación de la energía incombustible y, como la mayoría de los agentes, derrochaba pensamiento positivo con un ferviente optimismo.

—Gracias —suspiró Jeremy, apurando la cerveza que quedaba en su jarra.

—No te quepa la menor duda, tu intervención en ese programa será sumamente importante para tu futuro laboral—agregó Nate—. Es tu visado para que te inviten a participar en las tertulias televisivas de los programas con mayor audiencia del país.

Se acabó matarte trabajando como un miserable reportero independiente, se acabó escribir historias sobre platillos voladores. Siempre he dicho que tienes empaque, que estás hecho para salir en la tele.

—Ya, siempre lo has dicho —apostilló Jeremy al tiempo que realizaba una mueca de cansancio, como si estuviera recitando una lección que se sabía de memoria.

—De verdad. Los productores de
Primetime Live
y
GMA
no paran de llamar; están interesados en ficharte como convidado habitual en sus tertulias. Ya sabes, «¿qué significa para usted la siguiente información científica de última hora?» y preguntas por el estilo. Un gran paso para un reportero científico.

—Soy periodista, no reportero —dijo Jeremy con voz altiva.

—Bueno, lo que sea —repuso Nate, realizando un movimiento con la mano como si eptara moscas—. Siempre he dicho que tienes presencia, que estás hecho para lucirte en la tele.

—Tengo que admitir que Nate tiene razón —añadió Alvin Con un guiño—. Quiero decir, ¿cómo si no podrías ser más popular que yo entre las mujeres, con esa absoluta falta de personalidad?

Durante muchos años, Alvin y Jeremy habían frecuentado la mitad de los bares de la ciudad juntos, en busca de aventuras amorosas.

Jeremy soltó una estentórea carcajada. Alvin Bernstein, cuyo nombre evocaba a un contable con gafas de aspecto impecablemente aburrido —uno de los incontables profesionales que usaban zapatos de la marca Florsheim y que se paseaban con un maletín bajo el brazo—, no parecía un Alvin Bernstein. De adolescente había visto a Eddie Murphy en la película
Delirious
y había decidido adueñarse de ese estilo de vestir exclusivamente con prendas de piel. Su armario horrorizaba a Melvin, su progenitor, quien siempre calzaba zapatos Florsheim y se paseaba con un maletín bajo el brazo. Afortunadamente, la ropa de piel parecía no estar reñida con los tatuajes. Alvin consideraba que los tatuajes eran un reflejo de su estética tan singular, y los lucía con orgullo en ambos brazos, cubriendo cada centímetro de su piel hasta casi los hombros. Y para complementar su imagen tan estudiada, llevaba las orejas taladradas de pírsines.

—¿Todavía estás planeando realizar el viaje al sur para investigar ese cuento sobre fantasmas? — le preguntó Nate, cambiando de tema.

Jeremy se apartó el pelo oscuro de los ojos e hizo una señal al camarero para que le sirviera otra cerveza.

—Sí, creo que sí. Con o sin
Primetime,
todavía tengo facturas por pagar, y estaba pensando que podría usar esa historia como tema recurrente para el artículo de mi columna.

—Bueno, pero estaremos en contacto, ¿verdad? No harás como la vez que te esfumaste del mapa por culpa de aquella historia sobre la panda de chalados que se hacían llamar Los Siervos Sagrados, ¿no?

Se refería a un artículo de seiscientas palabras que Jeremy había preparado para
Vanity Fair
sobre una secta religiosa; en dicha ocasión, Jeremy cortó toda comunicación durante un período que se prolongó hasta tres meses.

—Estaremos en contacto —aseveró Jeremy—. Esta historia no es como aquélla. Regresaré antes de una semana, te lo prometo. Sólo son habladurías sobre unas luces misteriosas que aparecen durante la noche en un cementerio abandonado; nada excepcional.

—Vale, pero recuerda que te he concertado una entrevista con la revista
People
para el lunes que viene. No me falles ¿eh?

—Oye, ¿ no necesitarás un cámara, por casualidad? — intervino Alvin.

Jeremy lo miró con interés.

—¿Por qué? ¿Acaso quieres venir?

—¿Por qué no? No estaría mal escaparme unos cuantos días al sur durante el crudo invierno de Nueva York. Igual me encandilo de una bella sureña mientras tú realizas tus investigaciones. Me han dicho que las chicas del sur son capaces de volver loco a cualquier hombre, pero en el buen sentido, ¿eh? Sería como disfrutar de unas vacaciones exóticas.

—¿No tenías que filmar un material para
Ley y orden
la próxima semana?

A pesar de su extravagante apariencia, Alvin gozaba de una excelente reputación como cámara, y los productores solían pelearse siempre por sus servicios.

—Sí, pero es un trabajo corto. Habré terminado antes de que acabe la semana —repuso Alvin—. Y mira, si finalmente te tomas en serio lo de salir por la tele tal y como Nate te pide que hagas, podría ser interesante contar con algunas imágenes de esas misteriosas luces.

—Bueno, eso si realmente existen —apostilló Jeremy

—Puedes ir adelantando el trabajo y mantenerme informado por teléfono. De momento no aceptaré ningún trabajo para esos días, ¿vale? — propuso Alvin.

—Pero aunque realmente existan esas luces, es una historia de poca trascendencia —lo previno Jeremy—. No creo que ningún productor muestre interés por ese tema.

—Seguramente el mes pasado no —matizó Alvin—; pero después de tu aparición en la tele esta noche, sí que estarán interesados. Ya sabes cómo funciona ese mundillo: todos los productores se matan por encontrar la noticia más sensacionalista que pueda atraer a cuanto más público mejor. Si de repente
GMA
consigue una historia intrigante, puedes estar seguro que los del programa
Today
te llamarán en un santiamén, y a la mañana siguiente
Dateline
también estará llamando a tu puerta. Ningún productor quiere quedarse al margen, porque si no, los de arriba no tienen ningún reparo en ponerlos de patitas en la calle. Lo último que desean es tener que dar explicaciones a los ejecutivos sobre por qué han dejado escapar una oportunidad tan espectacular. Créeme, sé lo que me digo; trabajo en televisión, conozco a esa gente.

—Alvin tiene razón —apuntó Nate, interrumpiéndolos—. Nunca sabes qué es lo que sucederá mañana, y podría ser una buena idea planificar esa historia con antelación. Esta noche has conseguido ser el centro de atención de medio país. Juega bien tus cartas. Y si logras filmar esas luces, probablemente ese documental sea lo que haga que
GMA
o
Prime time
se decidan a ficharte.

Jeremy miró de soslayo a su agente.

—¿Hablas en serio? Pero si se trata de una historia de escasísimo interés mediático. Me he decidido a escribirla únicamente porque necesito tomarme unos días de descanso después de la absorbente investigación sobre Clausen. Esa investigación ha ocupado cuatro meses de mi vida y me siento completamente exhausto.

—Ya, pero fíjate en lo que has conseguido —prosiguió Nate, al tiempo que ponía la mano sobre el hombro de Jeremy—. Puede parecer una historia banal, pero con unas imágenes sensacionalistas y una buena redacción sobre los sucesos, ¿quién sabe lo que pensarán los productores de televisión?

Jeremy se quedó pensativo unos instantes, después se encogió de hombros.

—De acuerdo —dijo. Luego miró a Alvin—. Tengo pensado marcharme el martes por la mañana. Intenta apañártelas para estar allí el viernes. Te llamaré con más detalles.

Alvin asió la jarra de cerveza y tomó un sorbo.

—Lo que mande mi amo —dijo, imitando el tono de un trabajador sumiso—. Ah, y te prometo que esta vez no me pasaré con la factura.

Jeremy se echó a reír.

—¿Es tu primer viaje al sur?

—No. ¿Y el tuyo?

—He estado en Nueva Orleans y en Atlanta —reconoció Jeremy—. Pero claro, eso son ciudades, y todas las ciudades se asemejan bastante. Para esta historia realizaremos una inmersión en la América profunda. Iremos a una pequeña localidad de Carolina del Norte, un pueblecito llamado Boone Creek. Tendrías que ver la página electrónica del lugar. Habla de azaleas y cornejos que florecen en abril, y muestra con orgullo una foto del ciudadano más ilustre del pueblo: un tal Norwood Jefferson.

—¿Quién? — preguntó Alvin.

—Un político. Fue senador de Carolina del Norte desde 1907 hasta 1916.

—¿Y a quién diantre le importa eso?

—Eso mismo pensé yo —asintió Jeremy. Después desvió la vista hacia la otra punta de la barra, y su rostro mostró una visible decepción cuando constató que la chica pelirroja se había esfumado.

—¿Dónde está ese pueblo exactamente?

—Justo en medio de la nada. Y ahora me preguntarás: «¿Y dónde diantre nos alojaremos en ese lugar situado en medio de la nada?». Pues en un complejo de búngalos denominado Greenleaf Cottages, al que la Cámara de Comercio local describe como un paraje pintoresco y bucólico, rústico pero moderno a la vez. Vaya, que menos es nada.

—Pues a mí me suena como el sitio ideal para vivir una aventurilla amorosa —soltó Alvin entre risas.

—No te preocupes. Estoy seguro de que te adaptarás perfectamente.

—¿De veras?

Jeremy se fijó en la chaqueta de piel, en los tatuajes y en los pírsines de su compañero.

—Oh, no te quepa la menor duda. Seguramente los aldeanos se morirán de ganas por adoptarte.

Capítulo 2

El martes al mediodía, un día después de la entrevista con la revista
People,
Jeremy llegó a Carolina del Norte. Caía aguanieve sobre Nueva York cuando abandonó la ciudad, y las previsiones apuntaban a nuevas nevadas para los siguientes días. En el sur, en cambio, el cielo que se extendía sobre su cabeza era rabiosamente azul, y el invierno parecía haber quedado lejos, muy lejos.

Según el mapa que había adquirido en un quiosco del aeropuerto, Boone Creek se hallaba en el condado de Pamlico, a ciento sesenta kilómetros al sur de Raleigh y, por lo que veía, a un billón de kilómetros de todo vestigio de civilización. A ambos lados de la carretera por la que circulaba, el paisaje era completamente monótono: llano y sin apenas vegetación. Las granjas quedaban separadas entre sí por finas líneas de pinos y, dado el reducido número de vehículos con los que se cruzaba, lo único que Jeremy podía hacer para matar el aburrimiento era apretar el acelerador.

No obstante, tenía que admitir que la situación no era tan terrible, después de todo. Bueno, al menos en lo que concernía al acto de conducir. Sabía que la leve vibración del volante, el ruido del motor y la sensación de aceleración provocaban un aumento de la producción de adrenalina, especialmente en los hombres (una vez había escrito un artículo sobre ese tema). En la ciudad, tener un coche le parecía un lujo superfluo. Además, aunque lo hubiera querido, tampoco habría sido capaz de justificar ese gasto. Por eso siempre se desplazaba de un lado a otro en metro o en taxis que parecían conducidos por kamikazes. Moverse por la ciudad resultaba estresante, con todo ese ruido infernal y, dependiendo del taxista, arriesgando incluso la vida en cada trayecto; pero puesto que Jeremy había nacido y se había criado en Nueva York, hacía tiempo que aceptaba ese contratiempo como otro aspecto inevitable del hecho de vivir en esa ciudad tan apasionante a la que él denominaba hogar.

Sus pensamientos volaron entonces hacia su ex mujer, María. Seguramente habría disfrutado de un viaje en coche como ése. En los primeros años de casados solían alquilar un automóvil de vez en cuando para perderse por las montañas o la playa. En dichas ocasiones solían pasar bastantes horas en la carretera. Conoció a la que se convirtió en su esposa en una fiesta organizada por una acreditada editorial. María era editora de la revista
Elle.
Cuando Jeremy le preguntó si podía invitarla a un café en un bar cercano, no podía ni soñar que acabaría siendo la única mujer de su vida. De entrada pensó que había cometido un grave error al invitarla, simplemente porque no parecían tener nada en común. María era una persona muy vital y emotiva, pero unas horas más tarde, cuando la acompañó hasta la puerta de su apartamento y la despidió con un beso, se dio cuenta de que se había enamorado de ella.

Con el tiempo llegó a apreciar su fiera personalidad, sus instintos infalibles acerca de la gente, y la forma que tenía de quererlo sin juzgarlo, ni para bien ni para mal. Un año más tarde se casaron por la iglesia, rodeados de amigos y familiares. Jeremy tenía entonces veintiséis años, y todavía no era columnista del
Scientific American,
aunque ya había empezado a labrarse su reputación como periodista intrépido. No obstante, la pareja sólo pudo permitirse alquilar un diminuto apartamento en Brooklyn. Él creía que todos sus esfuerzos valían la pena, que aunque les costara esfuerzo llegar a final de mes, eran jóvenes y su matrimonio contaba con la bendición del cielo. Ella creía, según averiguó él al cabo de un tiempo, que su matrimonio era fuerte en teoría pero estaba edificado sobre unos cimientos escasamente sólidos. Desde el principio, el punto clave del que partieron todos sus problemas fue que, mientras que ella tenía que quedarse en la ciudad a causa de su trabajo, Jeremy no paraba de viajar, siempre dispuesto a desplazarse hasta donde fuera necesario con tal de conseguir la historia más sensacionalista que uno pudiera llegar a imaginar. A veces se ausentaba durante varias semanas, y mientras que él se decía a sí mismo que ella lo soportaría, María debió de darse cuenta durante sus ausencias de que no era así. Justo después de su segundo aniversario de bodas, cuando Jeremy ultimaba los preparativos para otro viaje, María se sentó a su lado en la cama, le cogió la mano y lo miró fijamente con sus ojos castaños.

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