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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Histórico

Episodios de una guerra (28 page)

Un criado entró en ese momento y habló con el señor Johnson en voz baja.

—Discúlpeme un momento, doctor Maturin —dijo—. Tardaré sólo un momento en deshacerme de esos hombres.

—Por supuesto —dijo Stephen—. Creo que mientras tanto iré a presentarle mis respetos a la señora Villiers. Según tengo entendido, ella se encuentra en este mismo hotel.

—Sí, así es. Vaya a verla, a ella le encantará. Su habitación está al final del pasillo, es la de la puerta roja. No necesita que le acompañe, ¿verdad? Como ve, no le trato con ceremonia, amigo mío. Me reuniré con usted tan pronto como me haya desembarazado de esos hombres.

Recorrió el pasillo. Sus últimos pasos fueron lentos y por fin se detuvo ante la puerta roja. Llamó con los nudillos, oyó una voz y entró. Sin darse cuenta, había procurado tener en ese momento una expresión serena e imperturbable, pero cuando vio a una negra de unas trescientas libras de peso en vez de ver a Diana, su expresión cambió y entonces comprendió el esfuerzo que había hecho para poder tenerla.

—Deseo ver a la señora Villiers, por favor —dijo.

—¿A quién debo anunciar, señor? —preguntó sonriente la robusta negra.

—¡Stephen! —exclamó Diana, entrando precipitadamente en la sala—. ¡Cuánto me alegro de poder verte por fin!

La misma forma de caminar, la misma voz, y a Stephen volvió a darle un vuelco el corazón. Le besó la cálida mano y notó que ella respondía presionando la suya. Ella le dijo a la negra que trajera una cafetera del mejor café que
madame
Franchón pudiera preparar y añadió:

—También crema de leche, Polly.

—Es una criatura asombrosa —dijo Stephen cuando las lágrimas que velaban sus ojos desaparecieron y recobró la serenidad.

—Sí, lo es —dijo Diana en un breve paréntesis, cogiéndole las manos y escrutando su rostro—. Johnson tiene docenas como ella. Alimenta muy bien a sus esclavos. ¡Stephen, has venido por fin! Tenía miedo de que no vinieras. Te estuve esperando toda la mañana.

Entonces le acercó más a ella y le besó.

—¿No recibiste mi nota? —preguntó—. ¡Qué pálido te has puesto! Siéntate Stephen. ¿Cómo estás? ¿Cómo está Aubrey? Traerán el café enseguida.

—No recibí ninguna nota, Villiers. ¿Era discreta?

—¡Oh, sólo te mandaba saludos y te rogaba que vinieras a verme!

—Atiéndeme, cariño. Johnson vendrá dentro de un momento. ¿Qué sabe de nosotros?

En otro tiempo esa pregunta probablemente hubiera tenido una respuesta hiriente y desconcertante, pero ahora ella se limitó a decir:

—Nada, sólo que somos viejos amigos, casi amigos de la infancia. ¡Oh, Stephen, cuánto me alegro de verte! ¡Cuánto me alegro de ver un uniforme británico y oír una voz británica! Lamento mucho, muchísimo, lo que me pasó en la calle Clarges y haber tenido que salir apresuradamente de la ciudad y de Inglaterra sin verte.

Llegó el café junto con la crema de leche y
petits fours
. Y mientras ella lo servía, las palabras salían de su boca a borbotones, atropelladamente. Habló del viaje en el
Leopard
y de lo ocurrido en la isla Desolación, cuyos detalles conocía por Louisa Wogan. Habló de la horrible guerra y de su insensata decisión de regresar a Estados Unidos y también de la pérdida de la
Guerrière
, la
Macedonian
y la
Java
y preguntó si Aubrey todavía estaba muy afectado por esa pérdida. Cuando Polly había regresado, ella había empezado a hablar en francés.

Stephen estaba asombrado de que le tratara con tanta familiaridad y también de su locuacidad. Tanto ella como su prima Sophie hablaban muy rápido, pero ahora Diana hablaba más rápido que nunca y las palabras se encabalgaban y ninguna frase llegaba a su fin. Además, la asociación de ideas era a veces tan falta de lógica que a pesar de que él conocía muy bien a Diana, apenas podía entenderla. Parecía que había tomado algún estimulante que había acelerado tanto sus procesos mentales que pensaba más rápido de lo que podía articular las palabras.

La había visto en muy diversos estados de ánimo. La había visto tranquila, amable e incluso cariñosa durante un corto periodo de tiempo y durante periodos mucho más largos la había visto indiferente, enfadada porque él no dejaba de importunarla y a veces exasperada. Y en algunas ocasiones ella le había tratado con dureza e incluso (si bien a causa de las circunstancias, no por su propia voluntad) con crueldad. Pero nunca la había visto como ahora.

Tenía la extraña sensación de que trataba de asirse a él. O quizá no a él sino a un hombre ideal que casualmente tenía su mismo nombre o a una mezcla de esa figura ideal y él mismo. Pero aparte de eso, notaba algunos cambios profundos.

Mientras ella hablaba y él, tomándose a sorbos el café, la observaba disimuladamente, sintió que una gran tranquilidad reemplazaba su agitación inicial. La última vez que la había visto le había impresionado el brillo de su piel y ahora, en cambio, tenía la piel mate. Sin embargo, a pesar de los años, no había cambiado físicamente: todavía mantenía la cabeza erguida, abría mucho sus ojos de color azul plomizo y tenía el mismo pelo negro, recogido de la misma manera. Pero tenía la sensación de que había una discordancia, de que le faltaba algo que no podía definir. Desvió la mirada hacia uno de los numerosos espejos altos de la sala y vio reflejados en él su espalda, que estaba muy recta, su fino cuello y sus manos moviéndose graciosamente. Y también se vio a sí mismo, una pequeña figura en una silla dorada, una figura que parecía aplastada. Se enderezó inmediatamente y ella, con una sonrisa, preguntó:

—Pero ¿dónde tienes la lengua, Stephen?

En ese momento oyó unos pasos acercarse y dijo:

—Hablemos en inglés ahora, cariño.

La puerta se abrió y entró la señora Wogan seguida del señor Johnson. Las mujeres se saludaron con un beso,
madame
Franchón y su esposo trajeron otra cafetera y recibieron felicitaciones por los
petits fours
y empezó una conversación tan ruidosa que parecía que había una multitud reunida allí. Polly fue a coger una taza vacía que estaba detrás de Johnson y se le cayó al suelo. Johnson se dio la vuelta y Stephen observó que la cara de Polly se puso gris y abrió los ojos desmesuradamente, presa del pánico. Pero Johnson se volvió hacia Stephen y, riéndose, preguntó:

—¿Qué sería de los fabricantes de objetos de porcelana si las tazas no se rompieran nunca?

Luego continuó hablando de los pájaros carpinteros. Poco después llegó otro hombre, un norteamericano. Se lo presentaron, pero Stephen sólo pudo oír la palabra «secretario». Siguieron hablando y la voz chillona del recién llegado se destacaba entre todas. Stephen quería escuchar a los hombres, pero la señora Wogan, tan hermosa, con aire complacido y triunfante, no paraba de hablarle, y luego le habló Diana también. Aparentemente, habían acordado celebrar un banquete y él estaba invitado.

—Deseo vivamente que llegue ese día —le dijo Diana cuando él se despidió.

Salió del hotel a la calle envuelta en la niebla, una niebla que se hacía más espesa a medida que se acercaba al puerto. También había niebla en su mente y trataba de encontrar la causa de los sentimientos profundos y a veces contradictorios que tenía a la vez —pena, decepción, culpa y, sobre todo, dolor por una pérdida irreparable— y de aquel vacío interior.

La moderada brisa que soplaba en la costa provocaba la turbulencia de la niebla y se formaban grandes claros. En contraste, la niebla que cubría el mar era muy espesa, aunque en la parte más cercana a la costa era baja y menos densa. En el puerto y el astillero se veía claramente la parte más alta de los mástiles y muchos de los cascos de los barcos más cercanos. Jack Aubrey y el señor Herapath, que estaba sentado a su lado, no se habían perdido ni uno solo de los preparativos de la
President
y la
Congress
para zarpar. A ambas las habían dejado ancladas con una sola ancla por la mañana, durante la pleamar. Ahora la marea estaba baja y en medio del silencio pudo oírse cómo en la
President
empezaron a tocar
Yankee Doodle
con el pífano para animar a los marineros que movían el cabrestante. La gran fragata, que parecía aún más grande entre la niebla, comenzó a deslizarse suavemente por las aguas del puerto, y tal vez traído por una ráfaga de viento o tal vez por el eco, llegó por la ventana abierta el grito: «¡Todo listo, señor!». Y luego le siguieron órdenes muy precisas.

—¡Subir el ancla a la serviola!

—¡Amarrarla a la serviola!

—¡Quitar los rebenques!

—¡Lista la serviola!

—¡Quitar la jimelga!

—¡Lista la jimelga!

—¡Tensar y enrollar la cadena del ancla!

En la
President
largaron las gavias y cazaron sus escotas casi simultáneamente y luego hicieron lo mismo en la
Congress.

—Allá van —murmuró Jack cuando las velas de aspecto fantasmal, apenas visibles, desaparecieron por fin en la niebla.

Pero unos momentos después ambas fragatas largaron las juanetes, las cuales sobresalían entre los bancos de niebla, de modo que ellos pudieron seguir con la vista el recorrido que hacían por el intrincado canalizo. A medida que lo atravesaban, Herapath decía el nombre de los bancos de arena que debía esquivar. Y así lo hizo hasta que llegaron a la isla Lovell, donde se perdieron de vista, primero la
President
y después la
Congress.

—A esa velocidad, es probable que se oigan los cañonazos dentro de una hora aproximadamente, si la escuadra está cerca de la costa —dijo.

Jack suspiró. El comodoro norteamericano había escogido el momento ideal para salir de allí y, a menos que se tropezara con los barcos de la Armada real, había muy pocas posibilidades de que éstos le vieran. Herapath también lo sabía. Sin embargo, olvidando la lógica, ambos permanecieron algún tiempo con la cabeza ladeada para escuchar mejor.

—Es horrible decir que uno desea que haya lucha y muerte —dijo Herapath por fin—, pero el hecho de que fueran capturadas ahora esas dos fragatas podría poner fin a esta maldita guerra o, al menos, acortarla, y podría evitar un mayor derramamiento de sangre y un mayor derroche de dinero.

Entonces se puso de pie y dijo:

—Bueno, señor, tengo que irme. Confío en que no le haya cansado y en que el tiempo que he estado aquí no haya sido demasiado largo. El doctor dijo que podía estar cinco minutos nada más.

—De ninguna manera. Ha sido muy amable al venir a verme y su visita me ha animado extraordinariamente. Espero que tenga la generosidad de venir otra vez, cuando sus negocios no le obliguen a quedarse en su despacho.

Cuando el señor Herapath se fue, Jack aguzó el oído y así permaneció durante un rato. Luego se levantó de la cama y empezó a dar saltos por la habitación. Era un hombre de complexión robusta y pesaba mucho. Cada vez se sentía más fuerte y aunque el brazo derecho le dolía y sus músculos estaba fláccidos, el izquierdo se había fortalecido porque había hecho ejercicio con él. Ahora le daba vueltas a una pesada silla por encima de la cabeza y luego daba estocadas, tajos y reveses y hacía asaltos, todo ello con verdadera furia, y a veces tiraba alguna estocada mortal. Hacía el ridículo saltando de un lado a otro en camisa de dormir, pero no quería obedecer al pie de la letra las órdenes de Stephen. Si lo hacía, si se quedaba allí como un casco sin velas, sin prepararse para el día en que pudiera ser útil, se le partiría el corazón. En ese momento llegó el emperador de México y los dos empezaron a moverse por toda la habitación haciendo fintas, aunque no estuvieron así mucho tiempo. La violencia del capitán Aubrey, los rugidos que daba al tirar las estocadas y su cara roja y llena de sudor asustaba a la mayoría de los enfermos cercanos a él, quienes advertían la profunda pena que había detrás de su expresión alegre. Por detrás de él se daban palmadas en la frente y decían que había un límite para todo y que ese no era un manicomio. Algunas de las jóvenes enfermeras tampoco estaban tranquilas y Maurya Joyce, una joven tan delgada que parecía que iba a llevársela el viento, fue a su habitación y le dijo:

—Deje eso, querido capitán, y vuelva a la cama ahora mismo.

Él obedeció enseguida y ella, al verle tan dócil, continuó hablando en un tono más severo.

—Sabe muy bien que no le está permitido hacer eso. Debería darle vergüenza, señor Aubrey… Han venido a verle tres señores.

Le arregló un poco para darle un aire respetable, alisó las sábanas, le puso el gorro de dormir y luego le susurró:

—¿Quiere que le traiga el orinal antes de que vengan?

—Sí, por favor. Y de paso tráigame una navaja de afeitar.

Suponía que eran algunos oficiales de la
Constitution
, pues el señor Evans le visitaba con frecuencia y los demás oficiales iban a verle cuando no estaban demasiado ocupados con las reparaciones de su barco, o bien algunos de los oficiales ingleses capturados. Quienes estaban a cargo de la Asclepia eran tan tolerantes que todos esos oficiales, sobre todo Evans, se consideraban excepciones a la regla que le prohibía las visitas. Pero después que usó el orinal y la navaja, quien entró en la habitación fue Jahleel Brenton acompañado de su secretario y un hombre corpulento y de expresión hostil que llevaba un sombrero de tres picos y un chaleco de piel de búfalo con botones de latón, probablemente un miembro de la policía.

El señor Brenton empezó a hablar en un tono conciliatorio. Le rogó al capitán Aubrey que no se exaltara, le explicó que había habido un malentendido en su entrevista anterior y que su visita no tenía nada que ver con el
Alice B. Sawyer
. Sólo quería comprobar algunos detalles que no estaban claros en las notas que habían tomado anteriormente y pedirle una explicación sobre algunos papeles que habían sido encontrados entre sus documentos.

—Por ejemplo, éste —dijo, mostrándole un papel lleno de números.

Jack lo miró atentamente y vio que los números estaban escritos por él. El papel le era familiar, pero no podía acordarse de qué era. Los números no correspondían a cálculos astronómicos ni tenían relación con el rumbo, la velocidad o la posición de su barco. ¿De dónde había sacado Killick aquel papel? ¿Por qué lo había guardado? De pronto recordó que esa era la cuenta de la cantidad de comida consumida por su escuadra la segunda vez que había estado en El Cabo y que la había guardado durante tantos años por si alguna vez tenía que presentarla, llevado por el sentido del orden y la responsabilidad que tenía, como todo marino.

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