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Authors: Carlos García Gual

Tags: #Filosofía

Epicuro, el libertador (5 page)

La ataraxia o imperturbabilidad en una época tan profundamente perturbada sólo podía alcanzarse mediante la indiferencia ante los acontecimientos políticos, del mismo modo que la autarquía o independencia en una sociedad sometida a la dictadura de los azarosos espadones de turno. Epicuro ha visto la filosofía como una liberación de todas las preocupaciones exteriores que amenazan la auténtica felicidad de la persona individual. En esta dirección le habían precedido los cínicos, más rigidos y mordaces en su nihilismo social. El ideal del sabio añade a sus rasgos la libertad. Pero los epicúreos no eran revolucionarios activistas. La revolución supondría perturbaciones y vanas ilusiones. El sabio epicúreo no hará retórica ni política, ni buscará el aplauso de la multitud. Y de Epicuro dice Diógenes Laercio (X 10) que «por un exceso de equidad no trató de política». Entre Alejandro y Diógenes probablemente prefería la postura del cínico. Su única política es la negación de la teoría política mediante su apartamiento.
[25]

La justicia es para él solamente algo negativo: «La justicia, que tiene su origen en la naturaleza, es un contrato recíprocamente ventajoso para evitar hacer o sufrir la injusticia» (M. C. XXXI). «Vive en lo oculto»,
láthe biosas
, es su lema principal.

Este precepto de «¡pasa inadvertido por la vida!» podía resultar para un antiguo griego singularmente escandaloso y moralmente revolucionario. La moral tradicional griega se fundamentaba en una cierta cooperación y competición en la vida pública y en el culto consecuente del heroísmo y la gloria. Ahora, con una ética que no espera ni pretende la aprobación social, sino que se refiere como base al placer individual, toda esa vertiente pública de la moral resulta, de golpe, abandonada.

En la democrática Atenas el ciudadano que se aislaba de la participación política para reducirse a su vida en privado, era un «idiota», término que fue cargándose de una connotación peyorativa. La incitación al idiotismo de los epicúreos es la renuncia a toda esa colaboración social, en la que en otro tiempo, el griego de la democracia mostraba su «
areté
», virtud por excelencia competitiva. En cambio, Epicuro afirma taxativamente que «el que conoce los términos de la vida… sabe que para nada necesita de asuntos que comportan competición» (M. C. XXI).

El conservador Plutarco que, a unos cinco siglos de distancia, escribe un tratado breve contra esta máxima, representa bien el sentir tradicional. Esa renuncia al sentir agonístico de la «virtud» se inscribe en la renuncia a la praxis política. Es el horaciano verso «Nec vixit male qui natus moriensque fefellit» (Ep. I, 17, 10): «No vivió mal quien pasó desconocido al vivir y al morir».

Como señala acertadamente P. Nizan: «Cuando Epicuro dice que el sabio no hace política (D. L. X. 119), es necesario interpretarlo al pie de la letra, entender que él no juega ningún papel en la «polis», no se casa, no vota, rehúsa los favores, las magistraturas y vive sólo para sí. Epicuro teme a esa multitud ateniense víctima de una lucha salvaje por la vida: «No me preocupo de agradar a la masa. Pues lo que le gusta, yo lo ignoro, y lo que yo sé sobrepasa su entendimiento».
[26]

Esta disociación entre la felicidad del individuo y los fines de la colectividad es una renuncia dolorosa a uno de los afanes más enraizados del ciudadano ateniense. Ya hemos notado el precedente de los cínicos. Pero el tono es distinto en el apartamiento ante la sociedad de los epicúreos y en el de aquellos anarquistas. El énfasis del cinismo en la provocación y el escándalo suponía una oposición abierta y revolucionaria. El retiro del epicúreo es sólo un recurso para lograr la tranquilidad. Por eso huye de las actitudes extremas: el sabio epicúreo no hará retórica, pero tampoco vivirá como un cínico; evitará la tiranía, pero también la pobreza. Rechaza el patetismo de lo heroico, la retórica de la virtud y la descarada soberbia del inmoralista vagabundo y escéptico. Una vez más aparece la moderación como un rasgo característico. No se excluye una cierta tolerancia hacia los regímenes políticos de tiranía y opresión. (En este sentido es notable la oposición a la teoría estoica y a sus heroicos ejemplos históricos de muertos por la defensa de la libertad y de la virtud). La actitud de Epicuro es la de un filósofo cansado y acosado que, para alcanzar la felicidad auténtica, cede al ansia irracional (de la muchedumbre insensata, de los caudillos violentos y de los políticos vacuos) el terreno indominable de la praxis política, y se retira a su mundo interior. «Lo capital para la felicidad es la disposición interior, de la que somos dueños» dice una sentencia de Diógenes de Enoanda, que resume bien el sentir del maestro.

Detrás de esta postura están los desengaños del filósofo, y tal vez no sólo sus desengaños personales, sino también los fracasos de muchos otros filósofos, platónicos y aristotélicos, que intentaron en vano una reforma del poder.

Bajo la dictadura y las tiranías, la palabra política se apresura a cobrar una valoración negativa. Hay épocas dichosas en que la sociedad ofrece al individuo participar en un quehacer común que le ilusiona. Se cree en un orden existente o utópico y en que hay unos valores objetivos por los que vale la pena luchar e incluso morir. Los ideales dan un sentido a la vida del ciudadano. En otros momentos, en cambio, cunde la sospecha de que sólo importa la acción de unos pocos y de que la actividad de todos los demás en la labor común, la política, que cobra una connotación despectiva, es sólo tiempo perdido, alienación. La moral y las antiguas palabras siguen subsistiendo desprovistas de autenticidad y se convierten en mala retórica. A Epicuro, discípulo mediato en este terreno del escéptico Pirrón, le tocó vivir en uno de esos momentos, y su teoría de buscar la felicidad en el placer y en el retiro de la vida pública es un intento de centrar la felicidad no en un eje objetivo, sino en un eje subjetivo, más a nuestro alcance y más gobernable. Sólo el abandono de aquello en que hasta entonces había consistido parte de la tarea del hombre, como en el caso del gangrenado que se amputa un miembro para seguir vivo, podía garantizar la felicidad. «¡Qué descansada vida la del que huye el mundanal ruido!»…

VI

La postura de Epicuro ante la religión no está exenta, para nuestra perspectiva crítica, de una problemática ambigüedad. Contra toda religión providente, causa de terrores y esperanzas, ha polemizado duramente Epicuro. Pero es cosa bien sabida, destacada claramente por el P. Festugière en un excelente estudio, que Epicuro no ha negado nunca la existencia de la divinidad, sino que evocaba con frecuencia y sinceridad la realidad de unos dioses, serenos y apáticos habitantes de los espacios intercósmicos hacia los cuales recomendaba una religiosidad gratuita, puesto que en su eterno olvido de la humanidad la divinidad múltiple y lejana, feliz e indestructible, no se ocupa de reconocimientos afectivos, de agradecimientos y de venganzas. (M. C. I.) El famoso ateísmo de los epicúreos, motivo de indignaciones y calumnias populares contra ellos, señalado por Cicerón y por Plutarco, tiene su fundamento en esa concreta negación de unos dioses determinados, los de la religión tradicional, dioses excesivamente antropomórficos como los olímpicos, o dioses de cierto prestigio filosófico, como los astrales, perfectos semovientes en sus fatales órbitas. En lugar de esos dioses, entroniza Epicuro, como correlato objetivo de las creencias e impresiones, unas figuras impasibles y felices que, en su serenidad y apartamiento, son una transferencia ideal del sabio epicúreo a un más allá poco sugestivo. En su felicidad y apatía estos dioses, cuyo conocimiento afirma Epicuro que «es evidente», pueden servir al sabio de modelo. Éste «niega a los dioses, admira su naturaleza y condición, se esfuerza por aproximarse a ellos, aspira, por decirlo así, a tocarles, y llama a los sabios amigos de los dioses y a los dioses amigos de los sabios». (Fr. 386 Us.) En su felicidad se iguala el sabio a la divinidad.

Ahora bien, como ha observado A. Pasquali, en ese
isoteísmo
del sabio puede haber una conclusión negativa contra la religiosidad práctica: «Nunca una determinación llegó a ser tan negativa como ésta. La epicúrea
semejanza
del hombre a dios no deriva más hacia una identidad esencial, como el
nous
o
intelecto
aristotélico, que era «lo mejor y más próximo a los dioses» (E. N. 1179 a 27). Ella tiende más bien a ser una identificación práctica, no por el ser sino por el
hacer
; y es aquí donde estalla la paradoja en el seno del isoteísmo tradicional. El dios de Epicuro es el summum de la
ataraxía
y si la actitud divina a imitar es la
indiferencia
(hacia el hombre y la naturaleza increada), al imitante no le quedará más recurso que practicar la misma indiferencia, diríase que por recomendación divina. Dios pide que lo imitemos, pero no en el sentido de una recíproca
epiméleia
, sino en el de una recíproca indiferencia o alejamiento. Es el más brillante juicio
ponendo tollens
de toda la moral antigua».
[27]

Epicuro, sin embargo, no parece haberse apropiado esta deducción lógica. Ofrecía en su propio ejemplo personal muestras de una piedad evidente, al participar de las fiestas tradicionales, como las Antesterias atenienses y los misterios de Eleusis. («En las fiestas el sabio —dice Epicuro (en D. L. X. 120)— se regocijará más que los otros»). Escribió un tratado «Sobre la piedad». Con el mismo título conservamos fragmentariamente una obra de Filodemo, el
De pietate
, donde se recomienda con efusión tal virtud. «Desde la antigüedad muchos de los adversarios de Epicuro han considerado su conducta como desesperadamente inconsecuente con sus ideas en el mejor de los casos, y en el peor como una hipócrita precaución de seguridad destinada a proteger a los epicúreos de la impopularidad y el posible peligro causado por su supuesta irreligión. Hay una parte de verdad distorsionada en esa última sugerencia, ya que Epicuro recomendaba obediencia a las leyes y costumbres del país propio como medios para vivir una vida no perturbada por las tormentas políticas». (Rist). Pero pensar en estas afirmaciones religiosas como cobertura hipócrita de un ateísmo inconfesado resulta demasiado simplista; incluso desde el punto de vista pragmático, puesto que la teoría de Epicuro respecto a los dioses podía parecer a los ojos del vulgo tan revolucionaria como el ateísmo radical.

Al rechazar el fundamento objetivo de la plegaria, que los felices dioses ociosos no atienden, al negar decididamente toda base real a la profecía y a la adivinación, fraudes a la credulidad de los necios, al no admitir recompensa alguna ultramundana, parece que en la religiosidad puede reconocerse tan sólo un aspecto benéfico: el subjetivo de la admiración alegre y desinteresada. Ese pietismo natural de la religiosidad epicúrea es algo radicalmente opuesto a la piedad popular, que siempre intenta extraer beneficios de su comercio con la providencia divina. Ese doble aspecto de la religiosidad epicúrea aparece también en Lucrecio. De un lado el rechazo de la religión tradicional, que tantas desgracias habría acarreado a la humanidad, con su provocación de terrores y vanas esperanzas; de otro, la contemplación reverente y agradecida de una divinidad fuera de todo contagio humano.

Esto era un tanto nuevo y paradójico —por más que puede haber algún eco aristotélico en esta divinidad recluida de humanas preocupaciones—, para la mentalidad antigua. Los estoicos, por más que depuren a la divinidad de sus aspectos más antropomórficos y concretos, admitirán una providencia divina general, dirigida no hacia el individuo, sino hacia el Universo del que participamos, y del que, inmanentemente, participa la divinidad. Y polemizarán en este terreno con los epicúreos.

Pero esos felices dioses de Epicuro, ocupados sólo de la conservación eterna de sus átomos, de una refinada materia, habitan sus intermundos serenos entre los conglomerados atómicos que se descomponen en torno y perecen. Extraña imagen la de ese dios que, como dice Séneca, «in media intervallo huius et alteri caeli desertus sine animali, sine homine, sine re, ruinas mundorum supra se circaque se cadentium evitat non exaudiens vota nec nostri curiosus» (
De Beneficiis
, IV, 19 - Fr. 364 Us.)

Uno de los mejores conocedores de la religión antigua, W. F. Otto, ha visto en esta doctrina de Epicuro la manifestación de una religión más pura y auténtica. «Por esto no era el materialismo de Epicuro, como podemos juzgar también por él y a su favor, ningún impedimento de la veneración a la divinidad, sino al contrario la liberación de la mirada para la más pura contemplación de lo divino. Pues en cuanto él no reconoce ningún tipo de poder divino en este mundo, excluye todo temor y esperanza, todo beneficio particular de la veneración a la divinidad y le deja sólo y eternamente su función original: la contemplación y veneración de lo divino en cuanto
divino
».
[28]

De nuevo el contraste con el entorno histórico puede realzar el valor de la teoría epicúrea. Si uno reflexiona sobre la creciente superstición de la época helenística, sobre la ansiedad y la angustia que promueven el desarrollo de mil nuevos cultos, con sus credos y sus promesas de salvación trasmundana (a diferencia de la abstención de la religión olímpica), y de todos los violentos fanatismos de que estas creencias se rodean, en ese clima de irracionalismo senil, esta piedad epicúrea representa una expresión espiritual de amable paz.

VII

Para Epicuro, el fin del hombre es el placer, aunque nuestra palabra tiene un sentido menos amplio que la griega
hêdonê
y diferente del de la latina
uoluptas
, otra traducción inadecuada.
[29]
La diferencia de los campos semánticos, que hace impropia nuestra traducción de la palabra griega, es una pequeña dificultad más para tratar de definir una noción tan imprecisa y subjetiva como el significado subyacente a la palabra «placer». Si añadimos a esto las connotaciones sociales que puede tener el término —por ejemplo, en un ambiente puritano puede evocar la agradable violación de algún «tabú» molesto, que no existe en otras éticas más abiertas, como la griega—, podemos entender mejor la frase un tanto exagerada del sagaz Demócrito: «Pare todos los hombres el bien y la verdad son lo mismo, pero lo placentero es diferente para cada uno». (Fr. B 69 D.K). Lo más escandaloso del placer, cuando no va ligado a nociones como las de «pecado» o falta moral, es, sin duda, su carácter individual. Lo subjetivo del placer se manifiesta en la variedad de definiciones que de lo placentero se puedan dar.

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