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Authors: Carlos García Gual

Tags: #Filosofía

Epicuro, el libertador (4 page)

Estas críticas que no conocemos en detalle, pero que —a pesar de la escasa diplomacia habitual de los filósofos para con sus competidores—, parecen de notable dureza verbal, se explican probablemente por el objetivo moral y pragmático que la filosofía asume para Epicuro. Toda la sabiduría teórica de sus predecesores no habría sido, a sus ojos, desde esa perspectiva moralista, más que una diversión sin conclusiones válidas para la vida. En gran parte «
paideia
», en el doble sentido de «educación» y «cultura», (despreciable como un superfluo presupuesto del auténtico filosofar para Epicuro), pero no el camino que pudiera conducir hacia la felicidad.

Como observa con acierto Rist, «sea cual sea la razón, personal, filosófica o ideológica, de la hostilidad de Epicuro hacia el maestro de quien probablemente más había recibido, no hay duda de que Epicuro se proclamaba autodidacta. Lo único que esto puede significar si queremos verlo desde una perspectiva amistosa, es que aquello que él valuaba más en su propia filosofía, sus actitudes éticas, sus ideas sobre la libertad y la necesidad y sobre los dioses, eran el producto de su propio pensamiento. Sólo el material bruto de ese pensamiento le había sido proporcionado por sus maestros de hecho, tales como Nausífanes, y sus antecesores espirituales, como Demócrito y Leucipo».
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El caso es que, a sus treinta y un años, después de estos diez de aprendizaje técnico, Epicuro fundó su primera escuela propia en Mitilene.

En un año esta escuela fracasó por la hostilidad pública de otros filósofos y de la gente de la localidad, y Epicuro tuvo que abandonar la ciudad. Probablemente sacó algunas conclusiones ventajosas de este fracaso: una mejor prudencia para el futuro y la compañía de Hermarco, fiel discípulo y su sucesor en la dirección del Jardín.

Desde el 310 al 306 Epicuro habita en Lámpsaco, donde se rodeó de un círculo de fieles discípulos y amigos, Idomeneo, Leonteo y su esposa Temista, Metrodoro, personas de posición distinguida en la ciudad; Polieno de Cízico y su amante Hedeia, Colotes (cuyo satírico escrito contra las escuelas filosóficas rivales motivó una réplica de Plutarco 400 años después), y el joven Pitocles, entre otros. Cuando en 306 abandona esta ciudad para instalarse en Atenas, deja en ella un buen recuerdo y un círculo epicúreo de fieles discípulos.

«Durante cierto tiempo filosofó en interrelación con otros filósofos, pero luego se retiró a un ámbito privado fundando la escuela que lleva su nombre» dice Diógenes Laercio (X, 2). No sabemos si ese abandono de la predicación pública para dedicarse a una enseñanza privada y restringida al grupo de seguidores íntimos, se refiere a la estancia en Lámpsaco, y es un resultado del recelo y la desconfianza tras la experiencia de Mitilene sobre la agresividad de otros filósofos y la muchedumbre. Pero es probable que ya el círculo de Lámpsaco fuera, como el Jardín ateniense, un local privado y de cierta familiaridad, más seguro para el cultivo de una libre sinceridad y de la amistad tan preciada.

Cuando Epicuro vuelve de nuevo a Atenas, quince años después de su primera visita, se halla en medio del camino de su vida. Con sus treinta y cinco años ha recorrido varias localidades jónicas prestigiosas en la cultura y la filosofía griegas, desde que su familia en 322 tuvo que abandonar Samos.

En algunas de estas ciudades ha conocido a filósofos devotos de la tradición científica de los jonios y ha fundado escuela de filosofía. Pero la vuelta a Atenas, después de estos quince años de experiencias viajeras, para establecerse allí definitivamente en la escuela que se llamará «el Jardín», es sintomática de su apego a esta ciudad, la única en que podrá sentirse ciudadano.

Más que la propaganda filosófica y la discusión con los rivales de la Academia y del Liceo, o con los futuros predicadores del Pórtico (Zenón de Citio tardaría aún unos años en exponer su doctrina estoica), Epicuro busca la vida reposada y la fecundidad en el trabajo intelectual en aquel ambiente cargado de recuerdo y amarguras. Atenas acababa de ser otra vez «liberada»; ahora (en el 307) por Demetrio Poliorcetes; y es probable que para la fundación de su escuela Epicuro aprovechara la oportunidad de este hecho, que oscurecería la protección política al Liceo y la Academia, de tendencia filomacedonia, que aquel año tuvieron que cerrar sus puertas varios meses.

No sabemos cuáles fueron los avatares psicológicos de Epicuro, ni qué parte de su obra habría compuesto antes de su llegada a Atenas para su establecimiento definitivo. A través del estilo de su prosa, podemos suponer un carácter vehemente y austero. ¡Qué impresión le produciría el pueblo, desengañado y temeroso, adulador y retórico, de Atenas, después de haber recorrido por largos años las ciudades jónicas, de haber encontrado vagabundos apátridas, tiranos engolados, profesores de astronomía y supersticiosos de mil nuevos cultos! Desorden y servilismo en el alma de las muchedumbres necias, que Epicuro despreciará siempre con el mismo talante aristocrático de otros filósofos griegos, como Sócrates, Platón o Demócrito.

Los sucesores de Alejandro intentaban entre tanto repartirse la herencia de un imperio. Los caudillos militares, intrigantes y belicosos, Antígono, Casandro, Lisímaco, Demetrio y Tolomeo, se enfrentaban sin otros afanes ideológicos que sus ambiciones personales, mientras todas esas perturbaciones afectaban a una población cada vez más sumisa y entregada al despotismo de los nuevos monarcas. La vida, con esos inesperados reveses políticos y las consiguientes crisis económicas, había cobrado un perfil de inseguridad, y el ciudadano medio, que un tiempo creyó en su acción personal en la democracia ateniense, se sentía subordinado al caos.

Epicuro compró en Atenas una casa en el respetable distrito de Melite y un «jardín» cerca de la puerta del Dípylon, en la vecindad de la famosa Academia de Platón. (Como anota De Witt, muchos turistas en siglos posteriores podían combinar en el mismo paseo la visita a los dos santuarios filosóficos. Cicerón y su amigo Atico visitaron así el Jardín en 78 a. C. sorprendiéndose de su pequeñez, tal vez en comparación con las «villas» romanas que ellos conocerían). Señala Farrington que el famoso Jardín (en griego «
Kepos
») sería tal vez muy parecido a un «huerto», cuyas habas, bien repartidas, sirvieron para mantener a la comunidad epicúrea en algún momento de hambre en Atenas. (Como en el asedio del año 295).
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Las clases y reuniones se celebrarían tanto en la casa como en el jardín. A1 parecer existían ciertos grados entre los discípulos; y Epicuro era reverenciado como «el maestro» o «guía» de la comunidad. Entre los componentes de ésta estaban los fieles amigos y seguidores de Lámpsaco; varias mujeres, alguna de respetable posición como la citada Temista, o bien «heteras», como Hedeia de Cízico o la ateniense Laontion (que escribió un tratado contra Teofrasto, elogiado por Cicerón por su estilo excelente); y también esclavos de uno y otro sexo. Este grupo de personas, retiradas a un círculo privado, con sus propias reglas éticas y su concepción del mundo, debía escandalizar un tanto a los maledicentes que consideraban el Jardín, donde se predicaba «el placer», como disipado centro de orgías y alegres contubernios.
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Para Epicuro, estos años de retiro ateniense fueron de una notable austeridad y de una gran actividad intelectual.

Probablemente la casi totalidad de su enorme obra escrita —que ocupaba más de 300 rollos de papiro, según Diógenes Laercio— fue compuesta entonces. Su salud, delicada siempre, empeoraba hasta tal punto que muchos días no podía tenerse en pie, sus vómitos eran frecuentes, y necesitaba una silla de tres ruedas (su «trikylistos» famoso) para trasladarse de un sitio a otro.

El Jardín, lugar de paz, en un mundo agitado por continuas revueltas y trastornos bélicos, recibía las visitas de amigos y admiradores. Las cartas fragmentarias que conservamos revelan una gran afectividad entre los discípulos y el maestro.

«Envíame —escribe a uno de ellos— un tarrito de queso, para que pueda darme un festín de lujo cuando quiera».

Los placeres de estos pequeños lujos y el recuerdo agradecido de los momentos felices del pasado animaban la serenidad de sus días. Esta alegre moderación del Jardín, un hedonismo que por su limitación resulta casi una ascética, armoniza bien con la antigua máxima apolínea de que la sabiduría consiste en la moderación y el conocimiento de los límites. Como observó Nietzsche, fino catador de humanidad: «una felicidad tal sólo la ha podido encontrar un experimentado sufridor; la felicidad de un ojo, ante el que se ha vuelto sereno el mar de la existencia, y que no puede saciarse de contemplar la superficie de la piel marina que se mece suave y coloreada; nunca antes se presentó una moderación tal de la sensualidad».
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Probablemente la impresión de que el mundo está enfermo sin rumbo y sin finalidad, sometidos los hombres a los terrores del futuro y a tormentos mutuos, y ese énfasis en la seguridad y en la filosofía como medicina, responden a una experiencia vital. En la crisis de los valores tradicionales, la adulación retórica había llegado a notables extremos, y como sucede en todos los momentos de perturbación política, el lenguaje había degradado sus significados. Como un ejemplo significativo, el famoso himno de Hermocles a Demetrio Poliorcetes, el inquieto conquistador, le reconocía como a un dios, más cercano y más activo que los dioses tradicionales: «Los otros dioses, pures, o se encuentran muy distantes o no tienen oídos o no existen o no nos prestan un momento de atención, pero a ti te vemos presente, no de piedra ni de madera, sino de verdad».

El himno, compuesto hacia el 290 a. C. por encargo del propio Demetrio, es un síntoma de los tiempos. Mientras tanto, un filósofo a la moda, Evémero de Mesana, cuya obra iba a cobrar rápidamente un amplio prestigio, exponía en la corte macedonia su teoría sobre el origen de la religión. En ella sostenía que los dioses no son más que antiguos héroes y reyes benefactores, divinizados por la gratitud y el irónico olvido de las generaciones mortales. En la teoría repercute un reflejo de la deificación de los grandes conquistadores de la época helenística.

¡Qué diferentes los dioses que, a su propio ejemplo y semejanza, afirmará Epicuro, apartados y felices de los tumultos del mundo, como el sabio auténtico! También él será llamado un dios por sus discípulos (así Lucrecio, V, 8 y ss.), que tal vez recordarán su propia expresión: «En nada, pues, parece hombre mortal quien vive entre inmortales bienes». (D.L. X. 135); bienes como la sabia templanza y la amistad.

Para Epicuro el filosofar se caracteriza como la búsqueda de un remedio contra la confusión de su época. La Filosofía es definida de modo característico como medicina del alma, y el cuidado médico del alma es el oficio del filósofo, que se transforma así en un psiquiatra o psicoanalizador de una sociedad perturbada por el temor y la servidumbre. En esta terapia psíquica hay un recuerdo socrático:
therapeía tês psychês
, «cuidado del alma», era para Sócrates la actividad filosófica, a lo que ahora se añade un nuevo acento sobre la enfermedad colectiva que hay que evitar. Ya el sofista Antifonte había insistido en esta virtud médica de la Filosofía, y su método de curación por la palabra hacía de su ideario una
téchne alypías
, de ciertos ecos en los tratamientos psicosomáticos de la moderna medicina.
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En Atenas muere Epicuro treinta y cinco años después; años que podemos suponer de reposo y actividad filosófica frente a la ajetreada primera época de su vida. Desde su retiro presenció con desilusión los sucesos de la política ateniense y griega de la época, política confusa y envilecida.

Frente a las perturbaciones de su tiempo, el filósofo busca la imperturbabilidad o ataraxia; y, frente a la servidumbre y el servilismo, la capacidad de gobernarse a sí mismo. La independencia que la ciudad ha perdido, puede el sabio todavía guardarla para sí mismo en su retiro y su mente libre. «El mejor fruto de la autarquía es la libertad». (S. V. LXXVII).

V

Ataraxia y autarquía son el lema del hombre sano de espíritu, el sabio que es a la vez hombre feliz.

La búsqueda de la felicidad, como ha subrayado bien Festugière,
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era un tema tradicional de la Filosofía para los griegos, pueblo de profundo pesimismo. Pero, cuando Platón intentaba encontrar la
eudaimonía
en la vida auténtica, se enfrentaba con problemas políticos como los del
Gorgias
o la
República
. Para Platón, como hoy para Marcuse, la felicidad del individuo depende de la del orden social. La búsqueda de la felicidad puede ser un programa revolucionario, ya que depende de la sociedad en que el individuo viva. La utopía política resulta el marco de la praxis del filósofo en busca de la auténtica felicidad. El filósofo se puede enfrentar con el dictador en nombre de la felicidad: es el caso de Platón frente a Dionisio de Siracusa.
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Conviene tener en cuenta esto para ver lo que hay de renuncia en el camino de Epicuro. Política y conducta personal están disociadas en su pensamiento. La política es algo lamentable, una ocupación indigna de un filósofo, a cuyo alrededor se cierran las tapias del Jardín. La política, todo ese desorden y rivalidad en la ciudad por un gobierno que ahora está en manos de violentos caudillos retóricos, o ni siquiera retóricos, es algo que no debe perturbar la vida de un filósofo.

¿Y la justicia? ¿Dónde está la justicia que Platón consideraba como el supremo orden reflejado en el alma de los hombres y en la estructura del cosmos? Aristóteles, mucho más pesimista en política que Platón, porque creía más en los hechos que en las ideas y prefería los datos a las utopías, parecía ya desviarse de este problema.

Pero para Epicuro, este ateniense que regresa a su patria a los treinta y cinco años después de haber vivido en ciudades de inestable gobierno, en un mundo políticamente tan confuso y dominado por los sucesores de Alejandro, ¿qué era la justicia? Desde luego no es «nada en sí mismo», ningún ente absoluto, ninguna idea con valor paradigmático, dirá —M. C. XXXIII— muy antiplatónicamente; «es sólo un contrato mutuo y un medio para conseguir seguridad y tranquilidad».

La ataraxia y la autarquía son propiedades del individuo no subordinado a la ciudad, pretensiones del sabio y no del ciudadano —ya los cínicos habían inventado el cosmopolitismo—, del átomo y no del conjunto social. En el curso de la vida no hay que embarcarse en esa nave metafórica del Estado, barco de locos timoneles y viajeros necios, sino que más vale echarse a nadar solo. «La más pura seguridad fácilmente se obtiene de la tranquilidad y del apartamiento de la muchedumbre» (M. C. XII).

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