No. Fueron los dientes que se clavaron en su cuello los que lo sometieron, mascando hacia su arteria, y la lengua húmeda que succionaba. Durante un segundo de dolor, se sintió demasiado aturdido como para moverse. Después se concentró de nuevo. Ganar, tenía que ganar. Le clavó el codo en las costillas al demonio.
No cedió.
Por supuesto, sus compañeros tenían que hacer comentarios.
«Vaya, ¿has perdido la práctica, o qué?», preguntó Caleb.
«Te ha derribado en un segundo», dijo Julian con desdén. «Deberías avergonzarte».
«¿Es que quieres ser su cena?», añadió Eve.
—Chicos —dijo él, mientras se las arreglaba para darse la vuelta—. Por favor, estoy luchando aquí.
«Yo no diría que eso es luchar», replicó Caleb. «Se parece más a que te den una buena paliza».
—No te preocupes. Lo tengo controlado.
«Eso ya lo veremos», dijo Elijah.
Aden intentó estrangular a la criatura, pero no dejaba de moverse y de escapársele de entre las manos.
—Estate quieto —le ordenó.
Le dio un puñetazo en la mejilla, con tanta fuerza que lo que le quedaba de cerebro vibró, aunque eso no consiguió debilitarlo. En realidad, parecía que le había dado más fuerzas. Aden tuvo que empujarle la mandíbula con ambas manos para evitar que le diera otro mordisco.
—Tú, más que nadie, sabes que yo no voy a morir así —dijo entre jadeos.
Más o menos seis meses antes, Elijah había predicho su muerte. No sabían cuándo iba a suceder, sólo que iba a suceder. Y no sería en un cementerio, ni su asesino sería un cadáver. Moriría en una calle desierta, con un puñal atravesándole el corazón.
La predicción llegó el mismo día en que le anunciaron que iban a enviarlo al Rancho M. y D. en cuanto hubiera una plaza. Tal vez eso debería haberle disuadido de mudarse allí. Pero…
Al mismo tiempo, había empezado a tener visiones de una chica morena. Se había visto hablando y riéndose con ella… y besándola. Elijah nunca le había predicho nada que no fuera una muerte, así que Aden se había quedado impresionado, o más bien, había sentido asombro, por el hecho de que un día hubiera una chica en su vida. Asombrado, pero también emocionado. Quería conocerla en persona. Estaba desesperado por conocerla. Aunque eso significara ir a la ciudad donde iba a morir.
Sabía que su muerte ocurriría pronto. En su visión, Aden no era mucho mayor que en aquel momento. Había tenido tiempo de lamentar su propia muerte, e incluso de aceptar el futuro. Algunas veces, como en aquel momento, casi lo deseaba. Eso no significaba que fuera a permitirle al muerto viviente que comiera lo que quisiera de él.
Se le clavó algo en la mejilla, y él tuvo que pestañear para enfocar la visión. Como no podía clavarle los dientes amarillentos, el cadáver le estaba clavando las uñas. Eso era lo que había conseguido con otra distracción.
«¿Tienes agallas? ¿De verdad? Bueno, pues demuéstralo», le dijo Julian. Seguramente, con aquel desafío tenía la intención de fortalecerlo».
Con un rugido, Aden alargó el brazo para tomar una de las dagas. Justo cuando el cadáver se zafaba de él, dio una cuchillada. La hoja atravesó un hueso… y se quedó atascada. Inútil.
No era momento de dejarse dominar por el pánico. Su oponente, que estaba hambriento y no sentía dolor, intentó morderle la garganta otra vez.
Aden le dio otro puñetazo. Hubo otro gruñido y otro chorro de saliva negra que le cayó en la mejilla y le quemó la piel. Aden forcejeó entre náuseas.
Cuando volvió a ver una lengua larga y húmeda que iba hacia su cara, empujó nuevamente al cadáver por la mandíbula y, con el otro brazo, intentó encontrar la otra daga. Segundos después de haber asido la empuñadura, consiguió serrarle el cuello.
Crack.
Por fin, la cabeza se separó del cuerpo y cayó al suelo con un ruido seco. Los huesos y los jirones de ropa, sin embargo, cayeron sobre él. Con un gesto de repugnancia, se los quitó de encima y se puso en pie.
—Ya está. Demostrado —dijo.
«Éste es nuestro chico», dijo Caleb con orgullo.
«Sí, pero ahora ha llegado el momento de descansar», repuso Eve, y tenía razón.
—Lo sé.
Tenía que limpiar aquel horror, o alguien se toparía con los restos profanados. Eso atraería a los periodistas. Toda la ciudad se enteraría y querría encontrar al responsable de tales actos malvados y retorcidos.
Además, los otros iban a levantarse también, se quedara allí o no. Tenía que prepararse. Sin embargo, mientras estaba allí tumbado, mirando al cielo, dolorido, el sol le quemaba y le privaba de la poca energía que le quedaba.
Al final del día, el veneno de la saliva se le habría extendido por todo el cuerpo, y estaría encorvado sobre un inodoro, vomitando. Sudaría mucho por la fiebre, temblaría incontrolablemente y querría morirse. Pero en aquel instante, allí, todavía tenía un momento de descanso. Era lo que había estado buscando todo el día.
«Vamos, cariño, levántate», le urgió Eve.
—Ahora mismo, te lo prometo. En un minuto.
Aden no conocía a su verdadera madre, porque sus padres lo habían entregado a la custodia estatal cuando tenía tres años, así que a veces le gustaba que Eve intentara desempeñar aquel papel. En realidad, la quería por eso. Quería a las cuatro almas. Incluso a Julian, el que susurraba a los cadáveres. Pero cualquier chico del mundo desearía alejarse de su familia durante un rato, para tener un tiempo de privacidad. Ellos podían hacer cosas que hacían los chicos de dieciséis años. Cosas como… bueno, cosas. Podían tener citas e ir a la escuela, y hacer deportes. Divertirse. Pero Aden no. Aden nunca.
Hiciera lo que hiciera, fuera donde fuera, tenía público. Un público al que le gustaba comentar y criticar, y hacer sugerencias. Tenían buena intención, pero Aden ni siquiera había podido besar a una chica todavía. Y no, la chica morena y guapa de las visiones de Elijah no contaba, por muy reales que parecieran aquellas visiones. Dios, ¿cuándo iba a llegar? ¿Llegaría algún día?
El día anterior había tenido otra visión, con ella. Estaban en un bosque, bajo la luz de la luna. Ella lo había abrazado con fuerza y él había sentido su cálido aliento en el cuello…
—Yo te protegeré —le había dicho—. Te protegeré siempre.
¿De qué? Eso era lo que se preguntaba Aden desde entonces. No de los cadáveres, obviamente. Respiró profundamente e hizo un gesto de repugnancia. Olía muy mal. Tenía la sensación de que se le había pegado a la nariz el hedor de la carne podrida. Cuando volviera a casa tendría que frotarse bien de los pies a la cabeza. Soltó la daga y se limpió las manos en los vaqueros, dejando manchas pegajosas y venenosas.
—Vaya vida, ¿eh?
«Bueno, no es culpa nuestra estrictamente hablando», le dijo Julian. «Fuiste tú el que nos absorbió en tu cabeza».
Aden apretó los dientes. Le parecía que había oído aquel recordatorio mil veces al día.
—Ya te lo he dicho. Yo no te absorbí.
«Tú hiciste algo, porque nosotros no conseguimos cuerpos. Nooo. Nos quedamos atrapados en el tuyo. ¡Y sin mando de control!».
—Para tu información, yo nací contigo ya en mi mente —dijo él. Por lo menos, eso era lo que pensaba. Ellos siempre habían estado con él—. Yo no pude evitar lo que pasó, fuera lo que fuera. Ni siquiera tú lo sabes.
Por una vez, le hubiera gustado disfrutar de una paz completa, sin voces, sin muertos que quisieran comérselo, y sin ninguna de las cosas antinaturales con las que tenía que enfrentarse diariamente.
Cosas como que Julian despertara a los muertos y Elijah predijera la muerte de los demás. Cosas como que Eve se lo llevara al pasado, a una versión más joven de sí mismo. Un movimiento equivocado, una palabra errónea, y cambiaría su futuro. Y no siempre a mejor. Cosas como que Caleb le obligara a poseer el cuerpo de otro con tan sólo un roce.
Sólo una de aquellas habilidades lo habría diferenciado de los demás, pero las cuatro juntas lo enviaban a la estratosfera de la diferencia. Y eso era algo que lo demás, sobre todos los chicos del rancho, no le permitían olvidar.
No obstante, pese al hecho de no llevarse bien con ellos, no estaba dispuesto a que lo echaran tan pronto.
Dan Reeves, el director del Rancho D y M, no era mal tipo. Era un antiguo jugador de fútbol americano que había tenido que dejar de jugar por una lesión en la espalda, pero no se había alejado de su estilo de vida con normas, disciplinado. A Aden le caía bien Dan, aunque Dan no entendiera lo que era tener voces en la cabeza pidiéndole una atención que él no podía dar. Aunque Dan pensara que Aden necesitaba pasar más tiempo leyendo, relacionándose con los demás o pensando en el futuro, en vez de «saliendo por ahí a deambular». Si él supiera…
«Eh, ¿Aden?», dijo Julian, llevándolo de vuelta al presente.
—¿Qué? —le espetó.
Su buen humor debía de haber muerto con el cadáver. Estaba cansado, dolorido, y sabía que las cosas iban a empeorar.
Otro día más en la vida de Aden Stone, pensó con una carcajada de amargura.
«Lamento ser yo el que te lo diga, pero hay más».
—¿Qué?
Mientras lo preguntaba, oyó la vibración de otra tumba. Y de otra.
Los demás se estaban despertando.
Abrió los ojos y contuvo la respiración.
«Aden, cariño», dijo Eve. «¿Sigues con nosotros?».
—Sí. Odio esto. Estoy de malhumor, y voy a darle una patada a alguien en el…
«Vigila tu lenguaje, Aden», le dijo Eve.
Él suspiró.
—Le voy a patear el trasero a alguien y los voy a derribar —terminó.
«Te ayudaría si pudiera, pero estoy aquí atrapado», dijo Julian con solemnidad.
—Lo sé.
Su estómago protestó, y las heridas que tenía en el cuello le ardían de la tensión cuando se incorporó. El dolor no redujo su velocidad, sino que le enfureció, y la ira le dio fuerza. Vio cuatro pares de manos saliendo de la tierra, entre la hierba y los ramos de flores que les habían dejado sus familiares.
Echó mano de una de las dagas. La otra todavía estaba atascada en el cuello del primer cadáver, y tuvo que sacarla. Tal vez hubiera vacilado a la hora de luchar al principio, pero en aquella ocasión estaba lo suficientemente enfadado como para correr.
Además, sólo había una manera de enfrentarse a cuatro a la vez…
Con los ojos entornados, se lanzó hacia el cuerpo que estaba más cerca de él. Acababa de emerger la parte superior de su cabeza. Estaba completamente calvo y no tenía piel. Un esqueleto viviente, de los que aparecían en las pesadillas.
«Puedes hacerlo», le dijo Eve, animándolo.
Salió un brazo… la espalda… Finalmente, aparecieron los hombros, y Aden tuvo el espacio que necesitaba para trabajar. Golpeó, y con un movimiento fluido, devolvió a la muerte a aquel muerto.
—Lo siento —susurró.
«Uno menos», dijo Julian.
Aden ya estaba corriendo hacia la tumba siguiente. No se detuvo cuando llegó, sino que levantó el brazo y cortó.
—Lo siento —dijo de nuevo, mientras la cabeza caía hacia un lado y el cuerpo hacia el otro.
«Así se hace», lo alabó Elijah.
Tenía las manos empapadas, y la cara y el pecho húmedos de sudor, pero corrió hacia la tercera tumba, desde la que le observaban unos ojos enrojecidos.
«Deberían pagarnos por esto», dijo Caleb, y cada una de sus palabras transmitía excitación. Claramente, estaba excitado otra vez.
Aden oyó un rugido un segundo antes de que un peso esquelético se le lanzara a la espalda y le hundiera los dientes en el hombro. Le atravesó la camisa y llegó al músculo. ¡Estúpido! Se había dejado a uno.
Aden gruñó mientras se lanzaba al suelo. Otro mordisco, más veneno. Y después, más dolor.
Agarró al demonio por la clavícula y tiró, y se quedó con un pedazo de encaje y de hueso en la mano. En aquella ocasión, una mujer. «No pienses en eso». Vacilaría si lo hiciera, y eso le costaría muy caro.
Aquellos dientes afilados se le clavaron en la oreja y le hicieron sangrar.
Él apretó los dientes para poder contener un grito de dolor, y consiguió agarrarla por el cuello. Sin embargo, antes de que pudiera tirar, el cuerpo cayó al suelo inerme, y las cuatro voces de su cabeza comenzaron a gritar como si tuvieran dolores, y después se acallaron, se acallaron… silencio.
Aden se quitó el cuerpo de encima y se puso en pie de un salto. Le quemaban el cuello, el hombro y la oreja. Miró hacia abajo; el cadáver no se movía. Todavía tenía la cabeza en su sitio, pero no se movía.
Él giró a su alrededor, escrutándolo todo con la mirada. El otro cadáver, hacia el que estaba corriendo en un principio, también había caído, aunque también tenía la cabeza puesta. Incluso la luz de sus ojos se había apagado.
¿Qué demonios había ocurrido?
Extrañamente, ninguno de sus compañeros respondió.
—¿Chicos?
No hubo respuesta.
—¿Por qué estabais…?
Sus palabras se interrumpieron. A cierta distancia, vio a una chica, y lo olvidó todo. Llevaba una camiseta blanca manchada, unos vaqueros desgastados y unas zapatillas de deporte, y pasaba por delante del cementerio. Era alta y delgada, y tenía el pelo castaño, recogido en una coleta. Estaba bronceada, y tenía una cara muy bonita. Llevaba unos auriculares en los oídos, y parecía que iba cantando.
Todo aquel pelo oscuro… ¿Era la chica de las visiones de Elijah?
Aden se quedó inmóvil, cubierto de barro y de suciedad, presa de la confusión, e intentando no dejarse dominar por el pánico. Si lo veía, y veía la carnicería que había a su alrededor, iba a gritar, y la gente acudiría. Lo seguirían fuera donde fuera. Siempre lo seguían. Y volvería a perder la libertad.
«No mires, por favor, no mires».
La plegaria era suya. Las almas estaban muy calladas. Y, sin embargo, una parte de él quería que lo mirara, que lo viera, que se sintiera tan atraída por él como él se sentía por ella. Si era la muchacha a la que había visto… por fin…
Ella casi había pasado de largo. Pronto desaparecería por una esquina. Pero entonces, como si hubiera sentido el deseo secreto de Aden, miró hacia atrás por encima de su hombro. Aden se puso rígido, y vislumbró unos enormes ojos castaños y unos labios de color rosa.
Ella escrutó la zona.
Un segundo después, sus miradas se encontraron. Hubo una ráfaga de sonido mientras el mundo se detenía, y después, nada. Ni un movimiento. Ni siquiera los latidos de sus corazones, ni sus respiraciones. No había ayer, ni mañana. Sólo aquel momento.