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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Ciencia-ficción, novela

En caída libre (32 page)

Se preguntó de qué iba a servir la nueva tecnología de gravedad en los problemas de fabricación en el espacio. Por cierto, el término «revolucionar» parecía demasiado vacío.
¡Qué lástima que no la tengamos ahora!
, pensó Leo. Y aún así —sonrió, debajo de su casco— lo estaban haciendo muy bien.

Miró el medidor de temperatura que había en la pared del fondo. La pieza se estaba enfriando casi con la rapidez que había esperado. Todavía tenían un par de horas hasta que hubiera perdido el calor suficiente como para sacarla de la pared y manejarla sin peligro de deformación.

—Muy bien, Bobbi. Os dejo a ti y a Zara a cargo —dijo Leo—. Todo parece estar bien. Cuando la temperatura baje unos quinientos grados centígrados, retrasadlo. Intentaremos estar listos para el enfriamiento final y la segunda etapa del proceso.

Con cuidado, sin querer agregar una vibración adicional a las paredes, Leo soltó sus cinturones de sujeción y se acercó al agujero de salida. Desde esa distancia, tenía una visión general de la D-620, ya cargada hasta la mitad. Y detrás, Rodeo. Era mejor que se fuera ahora.

Activó los pulsadores y se alejó rápidamente de la unidad que formaban el remolcador y el módulo, aún acelerando lentamente. Todavía tenía el aspecto de los restos de un naufragio, pero albergaba esperanza en su corazón.

Leo se dirigió hacia el Hábitat y a la Fase II de su esquema de Naves de Salto Reparadas a la Espera.

Era el atardecer en el lecho seco del lago. Silver miró ansiosamente el monitor de la cabina de control de la nave que enfocaba el horizonte, brillando y oscureciéndose cada vez que la bola roja del sol pasaba por delante.

—No hay manera posible de que vuelvan antes de una hora —señaló la señora Minchenko, que la observaba—, en el mejor de los casos.

—No es a ellos a quienes estoy buscando —respondió Silver.

—Hum. —La señora Minchenko tamborileó en la consola con sus largos dedos esculpidos por la edad y luego se reclinó en el asiento del copiloto. Miraba en forma pensativa el techo de la cabina—. No, supongo que no. Sin embargo… si el control de tráfico de GalacTech os vio aterrizar y envió una nave para investigar, ya tendrían que estar aquí. Tal vez no vieron el aterrizaje, después de todo.

—Tal vez no estén demasiado organizados —sugirió Silver—, y vengan de un momento a otro.

La señora Minchenko suspiró.

—También es posible. —Observó a Silver, que apretaba los labios—. ¿Y qué se supone que harás en ese caso?

—Tengo un arma. —Silver tocó el soldador láser que estaba apoyado en la consola, delante del asiento del piloto en el que ella se encontraba—. Pero preferiría no tener que disparar a nadie más. No, si puedo evitarlo.

—¿A nadie más? —Había un tono de respeto en la voz de la señora Minchenko.

Andar por ahí disparando a la gente era algo tan estúpido… ¿Por qué todos tenían que estar tan impresionados?, se preguntaba Silver, irritada. Uno pensaría que había hecho algo verdaderamente importante, como descubrir un nuevo tratamiento de alguna enfermedad. Apretó los labios.

Luego abrió la boca y se inclinó hacia delante para mirar bien por el monitor.

—Oh, oh. Ahí se acerca un coche terrestre.

—Seguramente no serán nuestros muchachos —dijo la señora Minchenko, con cierta intranquilidad—. ¿Hay algo que va mal?

—No es su Land Rover. —Silver pensaba en la resolución a tomar. La tenue luz del sol penetraba a través del polvo y lo convertía en una pantalla de humo rojiza—. Creo… que es un coche de Seguridad de GalacTech.

—Oh, querida. —La señora Minchenko se sentó erguida—. ¿Y ahora qué?

—No abrimos las escotillas, de ninguna manera. No importa lo que pase.

En unos minutos, el coche estaba a unos cincuenta metros de la lanzadera. Una antena se elevó en el techo. Silver conectó el intercomunicador (era tan irritante no poder usar los brazos inferiores) y pidió un menú de los canales de comunicación en el ordenador. La lanzadera parecía tener acceso a un número desmesurado de canales. El audio de Seguridad era 9999. Lo sintonizó.

—¡Por Dios! Los que están ahí adentro, respondan.

—Sí. ¿Qué quieren? —dijo Silver.

Hubo una pausa ruidosa.

—¿Por qué no respondían?

—No sabía que me estaban llamando a mí —respondió Silver, lógicamente.

—Sí, bien… Esta lanzadera de carga es propiedad de GalacTech.

—Yo también. ¿Y qué?

—¿Cómo? Mire, señorita, soy el sargento Fors de Seguridad de GalacTech. Tiene que desembarcar y entregarnos la lanzadera.

Una voz en el fondo, no lo suficientemente baja, preguntó:

—Oye, Bern. ¿Crees que nos van a bonificar con el 10 por ciento por haber recuperado esta lanzadera como propiedad robada?

—Sigue soñando —gruñó otra voz—. Nadie nos va a dar un cuarto de millón.

La señora Minchenko levantó una mano y se inclinó hacia adelante, para entrometerse en la conversación.

—Jovencito, soy Ivy Minchenko. Mi esposo, el señor Minchenko, se apropió de esta embarcación para responder a una emergencia médica. No solamente está en su derecho, sino que es su obligación legal. Y según el reglamento de GalacTech deben ayudarle, no ponerle trabas.

—Me pidieron que recuperara esta lanzadera. Ésas son mis órdenes. Nadie me dijo nada sobre una emergencia médica.

—Bueno. ¡Yo se lo estoy diciendo!

La voz que retumbaba en el fondo volvió a hablar.

—… No son más que dos mujeres. ¡Vamos!

—¿Van a abrir la escotilla, señoras? —preguntó el sargento.

Silver no respondió. La señora Minchenko levantó una ceja en señal de pregunta y Silver meneó la cabeza en silencio. La señora Minchenko suspiró y asintió.

El sargento repitió su demanda. Silver sentía que le faltaba muy poco para que su discurso degenerara en alguna obscenidad. Después de un minuto o dos, dejó de hablar.

Después de varios minutos más las puertas del coche se abrieron y tres hombres, con máscaras de oxígeno, bajaron y se acercaron a mirar las escotillas de la nave sobre sus cabezas. Regresaron al coche, subieron y dieron la vuelta. ¿Se iban? Silver tenía esa esperanza. Pero, no. El coche se acercó y se detuvo nuevamente debajo de la escotilla delantera de la nave. Dos de los hombres buscaron unas herramientas en el baúl y luego se subieron al techo del coche.

—Tienen una especie de herramientas cortantes —dijo Silver, alarmada—. Deben de querer intentar hacer un corte para entrar.

Un ruido intenso comenzó a retumbar en toda la lanzadera.

La señora Minchenko señaló el soldador láser.

—¿Es el momento de usarlo? —preguntó, temerosa.

Silver sacudió la cabeza.

—No. Otra vez no, no puedo permitir que estropeen la lanzadera… Tiene que estar en buenas condiciones para volar en el espacio o no podremos volver a casa.

Había observado a Ti… Respiró profundamente y tomó los controles de la nave. Le parecía casi imposible llegar a los pedales. Tendría que arreglárselas sin ellos. El motor derecho, activado. El motor izquierdo, activado. Un rugido atravesó la lanzadera de punta a punta. Los frenos… allí, obviamente. Llevó la palanca lentamente hacia la posición «liberar». No pasó nada.

Luego la nave comenzó a moverse hacia adelante. Asustada por el movimiento abrupto, Silver tocó la palanca de freno y la nave se detuvo de inmediato. Buscó desesperada los monitores externos. ¿Dónde…?

El alerón de estribor de la nave había pasado sobre el coche y no lo había tocado por medio metro. Silver se dio cuenta, con un estremecimiento de culpa, de que tendría que haber verificado la altura antes de comenzar a moverse. Podría haber arrancado el ala derecha, con todas las consecuencias desagradables que eso podría ocasionar.

Los guardias de Seguridad no estaban a la vista, en ninguna parte. No, allí estaban, sobre el lecho seco del lago. Uno de ellos se incorporó y comenzó a encaminarse hacia el coche. ¿Y ahora qué? Si ella se detenía, o si hacía unos metros y se detenía a una cierta distancia, volverían a intentarlo. No pasarían muchos intentos hasta que se las ingeniaran y le dispararan a las ruedas de la lanzadera o la inmovilizaran de cualquier otra forma. Sería una situación extremadamente peligrosa.

Silver se mordió el labio inferior. Entonces, inclinada hacia delante, en un asiento que no había sido diseñado para cuadrúmanos, liberó los frenos y aceleró el motor. La lanzadera se estremeció unos metros hacia delante, patinando y derrapando. Detrás de la lanzadera, el monitor mostraba el coche casi oculto tras el polvo anaranjado que levantaban los gases de escape. Su imagen vibraba por el calor que eliminaban los motores.

Clavó los frenos al máximo y aceleró el motor una vez más. El rugido se convirtió en un quejido. No se atrevía a llevarlo hasta el punto que había usado Ti durante el aterrizaje. ¿Quién sabía lo que pasaría entonces?

El techo plástico del coche se rajó y comenzó a hundirse. Si Leo había tenido razón cuando hizo la descripción del combustible de hidrocarburo que utilizaban aquí abajo para los vehículos, en no más de un segundo tenía que lograr que…

Una llamarada amarilla absorbió el vehículo, momentáneamente más intensa que el sol que se estaba poniendo. Pedazos de coche volaron en todas direcciones, arqueándose y rebotando por el efecto del campo de gravedad. Una mirada a los monitores permitió a Silver ver que todos los hombres de Seguridad corrían ahora en cualquier dirección, lejos del vehículo en llamas.

Silver desaceleró el motor, soltó los frenos y dejó que la lanzadera se desplazara a través del barro endurecido. Afortunadamente, el lecho del viejo lago era bastante uniforme, de manera que no tenía que preocuparse demasiado por los puntos más delicados del pilotaje de la nave, como, por ejemplo, las maniobras con el timón.

Uno de los hombres de Seguridad corrió tras ellas durante un minuto o dos, sacudiendo los brazos al aire, pero enseguida quedó atrás. Silver dejó que la nave siguiera desplazándose unos kilómetros más y entonces apagó los motores.

—Bueno —suspiró—, nos libramos de ellos.

—Seguro —dijo la señora Minchenko, que ajustaba la ampliación del monitor para poder echar un último vistazo hacia atrás. Una columna de humo negro y un resplandor anaranjado desaparecían en la penumbra distante, donde habían estado estacionadas un momento antes.

—Espero que tuvieran sus máscaras de oxígeno bien cargadas —agregó Silver.

—Oh, querida —dijo la señora Minchenko—. Tal vez tendríamos que volver y… hacer algo. Seguramente se les ocurrirá quedarse junto al coche y esperar ayuda. No creo que quieran intentar atravesar el desierto. Las películas de seguridad de la compañía siempre hacen hincapié en eso. «Quédense con su vehículo y esperen a que llegue Búsqueda y Rescate.»

—¿No se supone que ellos pertenecen a Búsqueda y Rescate? —Silver estudiaba las pequeñas imágenes en el monitor—. No les queda mucho vehículo. Pero parece que los tres se han quedado allí. Bien… —sacudió la cabeza—. Es demasiado peligroso para nosotras intentar recogerlos. Pero cuando lleguen Ti y el doctor Minchenko con Tony, tal vez los guardias de Seguridad puedan usar su Land Rover para regresar. Si es que antes no llega nadie más.

—Oh —dijo la señora Minchenko—, es verdad. Buena idea. Me siento mucho mejor. —Observó con detenimiento el monitor—. Pobres.

Hielo.

Desde la cabina de control herméticamente cerrada que daba al compartimento de carga del Hábitat, Leo observaba a los cuatro cuadrúmanos con trajes de trabajo que liberaban el espejo vórtice intacto extraído de la segunda varilla Necklin de la D-620 por la escotilla hacia el exterior. El espejo era un objeto delicado para maniobrar, por ser, en efecto, un enorme embudo hueco de titanio, de tres metros de diámetro y un centímetro de espesor en su parte más ancha, curvado con precisión matemática y espesándose hasta alcanzar unos dos centímetros en la hendidura central. Una curva perfecta, pero decididamente no estándar, algo con lo que tenía que enfrentarse el plan de refabricación de Leo.

Montaron el espejo intacto en su lugar anidado en una masa de bobinas de refrigeración. Los cuadrúmanos con trajes espaciales salieron. Desde la cabina de control, Leo cerró la escotilla al exterior y se propuso regresar al compartimento de carga. Como resultado de su ansiedad, salió literalmente despedido de la cabina de control, con un zumbido del aire fruto del diferencial de presión remanente y tuvo que mover la mandíbula para destaparse los oídos.

Bobbi, en un momento de inspiración, encontró las únicas bobinas refrigeradoras lo suficientemente grandes como para adaptarse a la tarea, de nuevo en Nutrición. La muchacha cuadrúmana a cargo de ese departamento protestó cuando vio que Leo y su grupo de trabajo se acercaban una vez más. Habían desarmado sin piedad el compartimento refrigerador más grande y se habían llevado todo a su lugar de trabajo, en el módulo disponible más grande ya instalado como parte de la D-620. Aún quedaba menos de un cuarto de toda la reestructuración del Hábitat, según las estimaciones de Leo, a pesar de haber incluido una docena de sus mejores trabajadores en el proyecto.

En pocos minutos, tres de los cuadrúmanos se unieron a él en la bahía de carga. Leo les observó detenidamente. Llevaban puestas camisetas, shorts y unos uniformes de manga larga que habían dejado los terrestres. Llevaban las perneras bien sujetas a sus brazos inferiores y aseguradas con bandas elásticas. Habían recogido todos los guantes que habían encontrado. Bien, Leo había temido problemas de congelación, con todos esos dedos expuestos. Su aliento parecía humo en el aire congelado.

—Muy bien, Pramod, listos para deslizado. Traed las mangueras de agua.

Pramod desenrolló varios metros de manguera y se las entregó a los cuadrúmanos. Otro cuadrúmano hizo una verificación final de las conexiones al grifo de agua más cercano. Leo encendió las bobinas de refrigeración y cogió una manguera.

—Muy bien, muchachos. Miradme y os enseñaré un truco. Debéis hacer salir el agua lentamente sobre las superficies frías, evitando salpicar en el aire. Al mismo tiempo, debéis hacer que salga constantemente de manera que las mangueras no se congelen. Si sentís que se os entumecen los dedos, haced una breve pausa en la cámara contigua. No queremos que haya ningún herido en esta operación.

Leo se dirigió hacia la parte trasera del espejo vórtice y se situó entre las bobinas de refrigeración, sin llegar a tocarlas. El espejo había estado a la sombra en el exterior durante las últimas horas y ahora estaba bien frío. Leo tocó la válvula y dejó salir una burbuja plateada de agua, que golpeó contra la superficie del espejo y se desparramó en pequeñas gotitas de escarcha. Intentó arrojar unas gotas sobre las bobinas. Se congelaban con mayor rapidez.

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