Elminster. La Forja de un Mago (4 page)

—Me han llamado cosas peores —dijo Helm, encogiéndose de hombros.

Notando que las manos le temblaban, el muchacho las retiró con brusquedad y metió de nuevo la espada estropeada bajo la pechera de la zamarra. Helm estaba plantado en medio de la única salida disponible. Si hubiera una piedra lo bastante grande...

—¡No estarías tan tranquilo si hubiera caballeros de Athalantar por los alrededores! Matan a los bandidos, ¿sabes? —dijo Elminster, masticando las palabras como había visto hacer a su padre cuando estaba enfadado, y poniendo una inflexión autoritaria en el tono.

La respuesta lo dejó atónito. Hubo un súbito arrastrar de botas sobre la roca del suelo, y el desgastado guantelete del hombre apuñó la zamarra bajo la nariz de Elminster.


Soy
un caballero de Athalantar, chico, comprometido bajo juramento ante el propio Rey Ciervo, que los dioses guarden. Si no hubiera tantos condenados hechiceros en Hastarl, rigiéndonos a todos merced a esos bandidos mercenarios a los que llaman «leales soldados», estaría recorriendo un reino en paz y tú seguirías teniendo una casa, ¡y esa gente de la aldea estaría viva!

Los viejos ojos grises ardían en una cólera pareja a la de Elminster. El muchacho tragó saliva, pero sostuvo la mirada con firmeza.

—Si de verdad eres un caballero, suéltame —dijo.

De mala gana, con un leve empellón que separó a ambos, el hombre lo soltó.

—Está bien, chico... ¿por qué?

Elminster volvió a sacar la empuñadura de la espada y la sostuvo en alto.

—¿Reconoces esto? —preguntó, temblándole la voz.

Helm estrechó los ojos, sacudió la cabeza y, de pronto, se quedó petrificado.

—¡La Espada del León! —bramó—. Debería estar en la tumba de Uthgrael. ¿Cómo ha llegado a tu poder, chico? —Alargó la mano hacia ella.

Elminster sacudió la cabeza y guardó la espada rota bajo su zamarra una vez más.

—Es mía... Era de mi padre, y... —luchó para deshacer el nudo de lágrimas que le oprimía la garganta y prosiguió—: Creo que murió blandiéndola, la tarde de ayer.

El muchacho y Helm se miraron a los ojos un largo instante.

—¿Quién era ese tal Uthgrael? —inquirió luego Elminster con curiosidad—. ¿Por qué iba a estar enterrado con la espada de mi padre?

Helm lo contemplaba como si tuviera tres cabezas, y una corona en cada una de ellas.

—Responderé a eso, chico, si primero me dices el nombre de tu padre. —Se inclinó hacia adelante, con una repentina y profunda atención plasmada en los ojos.

Elminster adoptó una postura erguida.

—Mi padre es... era Elthryn Aumar —declaró con orgullo—. Todo el mundo lo llamaba el señor sin corona de Heldon.

Helm dio un respingo de sobresalto.

—No..., no le digas eso a
nadie
, chico —advirtió de manera precipitada—. ¿Me has oído?

—¿Por qué? —replicó Elminster, los ojos entornados—. Sé que mi padre era alguien importante, y... —Se le quebró la voz, pero reaccionó con rabia ante su debilidad y continuó—: Murió a manos de un hechicero que manejaba dos varitas y montaba un dragón. Un dragón rojo oscuro. —La tristeza le empañó los ojos—. Jamás olvidaré su aspecto. —Volvió a sacar lo que quedaba de la Espada del León, amagó una estocada, y añadió con fiereza—: Algún día...

Se sobresaltó al ver al sucio caballero esbozar una mueca... No una sonrisa burlona, sino una sonrisa de complacencia.

—¿Qué pasa? —preguntó, sintiéndose repentinamente turbado. Guardó el arma de nuevo—. ¿Qué es lo que encuentras tan divertido?

—Ah, chico, chico —dijo el hombre afablemente—. Ven, siéntate aquí. —Envainó su espada y señaló una roca que había cerca. Elminster lo miró con desconfianza, y el hombre suspiró y se sentó en la piedra. Soltó el cierre de una cantimplora de viaje, forrada con metal, que llevaba en el cinturón, la destapó y se la tendió—. ¿Quieres beber?

Elminster miró el recipiente, dándose cuenta de pronto de lo sediento que estaba. Se acercó un paso.

—Sí, si me das algunas respuestas y si prometes no asesinarme —contestó.

Helm lo observó casi con respeto.

—Tienes mi palabra. La palabra de Helm Espada de Piedra, caballero del Trono del Ciervo. —Se aclaró la garganta y añadió—: También te daré algunas respuestas si accedes a contestar a otra pregunta más. —Se inclinó hacia adelante—. ¿Cómo te llamas?

—Elminster Aumar, hijo de Elthryn.

—¿Hijo único?

—Basta —dijo Elminster al tiempo que cogía la cantimplora—. Ya tienes tu respuesta. Ahora te toca contestar a ti.

El hombre volvió a sonreír.

—Por favor, mi príncipe, sólo una respuesta más.

Elminster lo miró de hito en hito.

—¿«Mi príncipe»? ¿Te estás burlando de mí?

—No, chico... eh... príncipe Elminster —negó Helm, sacudiendo la cabeza—. Te lo ruego, tengo que saberlo. ¿Tienes hermanos o hermanas?

—Ninguno, ni vivo ni muerto.

—¿Y tu madre?

Elminster abrió los brazos en un gesto que hablaba por sí mismo.

—¿Encontrasteis a alguien vivo allí abajo? —replicó, asaltado de nuevo por una repentina cólera—. Me gustaría tener mis respuestas ahora, señor caballero.

Tomó un largo trago del frasco, deliberadamente. Un ardiente fuego explotó en su nariz y su garganta, haciéndolo toser y casi ahogándolo. Boqueó para coger aire mientras sus rodillas golpeaban la dura roca del suelo, con fuerza; a través del velo borroso que le nublaba los ojos, vio a Helm acercarse rápidamente para sostenerlo... y para coger el frasco.

—¿No es de tu gusto el vino aguardiente, chico? ¿Te encuentras bien?

Elminster se las arregló para asentir con la cabeza, que mantuvo agachada. Helm le palmeó el brazo con fuerza.

—Muy bien —dijo—. Al parecer, tus padres pensaron que era más seguro no contarte nada. Estoy de acuerdo con ellos.

Elminster alzó la cabeza bruscamente, con rabia, pero sus llorosos ojos vieron a Helm levantar una mano enguantada en un gesto que significaba «alto».

—Sin embargo, te di mi palabra... y eres un príncipe de Athalantar. Un caballero cumple sus promesas, por imprudentes y precipitadas que puedan ser.

—Habla, pues —instó Elminster.

—¿Qué es lo que sabes de tus padres?, ¿de tu linaje?

—Nada —contestó con acritud al tiempo que se encogía de hombros—, aparte de sus nombres. Mi madre era Amrythale Gavilla Dorada; su padre era un guardabosque. Mi padre se sentía orgulloso de su espada, que tenía magia, y lo complacía que no se viera Athalgard desde Heldon. Eso es todo.

Helm puso los ojos en blanco y suspiró.

—Muy bien —dijo—. Siéntate y escucha. Si quieres seguir vivo, guarda en secreto lo que voy a decirte. En estos tiempos, los hechiceros están a la caza de personas de tu linaje en Athalantar.

—Sí, ya me he dado cuenta —replicó Elminster con aspereza.

—Yo... —Helm suspiró—. Lo siento, mi príncipe. Lo olvidé. —Extendió los brazos, como si quisiera apartar la maleza baja que tenía delante, y continuó—: Este reino, Athalantar, se llama el Reino del Ciervo en memoria de un hombre: Uthgrael Aumar, el Rey Ciervo, un gran guerrero... y tu abuelo.

—Eso ya lo había imaginado con toda esa cháchara de «mi príncipe» —asintió Elminster—. Entonces, ¿cómo es que no estoy en alguna gran sala de Athalgard, vestido con ricos ropajes?

Helm le dedicó otra sonrisa divertida y se echó a reír.

—Tienes la agudeza y los nervios de acero que tenía él, chico. —Echó un brazo hacia atrás, tocó una maltrecha mochila de lona y rebuscó en su interior mientras proseguía—: La mejor respuesta a eso es contar las cosas tal como acontecieron. Uthgrael era mi señor, chico, y el más grande espadachín que jamás he conocido. —Su voz se tornó un quedo susurro; se borró todo rastro de sonrisa en su semblante—. Murió en el Año de las Heladas, combatiendo contra los orcos, cerca de Jander. Muchos de los nuestros murieron en aquel invierno de perros... y la columna vertebral de Athalantar se fue con ellos.

Helm encontró lo que buscaba en la mochila: media hogaza de pan duro y grisáceo. Se lo ofreció en silencio, y Elminster lo cogió, agradeciéndoselo con un cabeceo y haciendo un gesto para que prosiguiera. Aquello hizo asomar un atisbo de sonrisa a los labios del caballero.

—Uthgrael era viejo y estaba preparado para morir. Después de que la reina Syndrel se fuera a la tumba, él se hundió en la tristeza y esperó la ocasión para caer en combate. Lo vi en sus ojos más de una vez. El jefe orco que lo mató dejó el reino en manos de sus siete hijos. No tenía hijas. —Helm miraba al fondo de la cueva, viendo otros tiempos y otros lugares... y otros rostros que Elminster no conocía.

»Cinco de los príncipes estaban dominados por la ambición, y todos eran hombres crueles y despiadados. A uno de ellos, Felodar, le interesaba el oro por encima de todo, y viajó lejos para conseguirlo, a la calurosa Calimshan y más allá, chico, donde todavía está, por lo que sé. Pero todos los demás se quedaron en Athalantar. —El caballero se rascó la mejilla, con expresión ausente.

»Había otros dos hijos. Uno era demasiado joven y tímido para representar una amenaza para nadie. El otro, Elthryn, tu padre, era tranquilo y justo, y prefirió la vida de un granjero a las intrigas de la corte. Se retiró aquí y se casó con una plebeya. Pensamos que eso significaba su renuncia a la corona. Y me temo que también él lo pensó. —Helm suspiró, se encontró con la intensa mirada de Elminster, y continuó:

»Los otros príncipes lucharon para hacerse con el control del reino. La gente, aun la de sitios tan lejanos como Elembar, en la costa, los llamaba «los Príncipes Contendientes de Athalantar». Incluso había canciones sobre ellos. El vencedor, hasta el momento, ha sido el hermano mayor, Belaur. —El caballero se inclinó de repente para coger a Elminster por los brazos.

»Atiende bien —instó con urgencia—. Belaur venció a sus hermanos, pero su victoria le costó a él, y a todos nosotros, el reino. Recurrió a los servicios de magos procedentes de todo Faerun para obtener el Trono del Ciervo. En él se sienta hoy, pero su mente está tan ofuscada por la bebida y por la magia de los hechiceros que ni siquiera se da cuenta de que ladra sólo cuando lo patean. Los grandes magos son quienes realmente gobiernan Athalantar. Hasta los mendigos de Hastarl lo saben.

—¿Cuántos hechiceros hay? ¿Cómo se llaman? —preguntó Elminster en voz queda.

Helm le soltó los brazos y se echó hacia atrás al tiempo que sacudía la cabeza.

—No lo sé, y dudo que haya alguien en Athalantar, por debajo de los capitanes del Ciervo, que lo sepa, salvo, quizá, el cuerpo de sirvientes de Athalgard. —Lanzó una mirada penetrante a Elminster—. ¿Juraste vengar a tus padres, mi príncipe?

Elminster asintió.

—Espera —le dijo el caballero concisamente—. Espera hasta que seas mayor y hayas reunido monedas suficientes para pagarte tus propios magos. Los necesitarás... a menos que quieras pasarte el resto de tus días siendo un sapo púrpura nadando en algún cuenco perfumado de palacio para diversión de un aprendiz de segunda fila de los señores de la magia. Aunque tuvieron que hacerlo entre todos y se vieron obligados a demoler la torre de Wyrm piedra a piedra, acabaron con el viejo Shandrath, el archimago más poderoso que encontrarás en todo el mundo, hace dos veranos. —Suspiró—. Y a los que no pueden machacar con hechizos, los matan con espadas o venenos, como hicieron con Theskyn, el mago de la corte. Era el más viejo amigo de Uthgrael y el que gozaba de su mayor confianza.

—Los vengaré a todos —afirmó Elminster quedamente—. Antes de que muera, Athalantar estará libre de esos señores de la magia, hasta el último, aunque tenga que hacerlos pedazos con mis propias manos. Lo juro.

—No, mi príncipe. —Helm sacudió la cabeza—. No hagas grandes juramentos. Los hombres que hacen juramentos están condenados a morir víctimas de ellos. Es algo que los persigue y los acosa... y, así, consumen y echan a perder sus vidas.

Elminster lo miró con actitud sombría.

—Un hechicero mató a mi madre y a mi padre... Y a todos mis amigos, y al resto de la gente que conocía. Mi vida es mía, y la emplearé como quiera.

El rostro de Helm se iluminó de nuevo con una sonrisa de deleite.

—Eres un necio, mi príncipe. Un hombre prudente abandonaría Athalantar y no miraría atrás nunca más ni hablaría de su pasado, su familia o la Espada del León con nadie... y viviría una larga y feliz vida en algún otro lugar. —Se inclinó hacia adelante para coger a Elminster por los antebrazos—. Pero tú no podrías hacer eso y seguir siendo un Aumar, príncipe de Athalantar. Así que morirás en el intento. —Volvió a sacudir la cabeza—. Por lo menos, hazme caso y espera hasta que tengas una ocasión antes de que alguien más se entere que estás vivo... o sólo servirás para que uno de los grandes magos tenga unos pocos minutos de cruel diversión.

—¿Conocen mi existencia?

Helm le dirigió una mirada compasiva.

—Eres un inocente corderito en asuntos de la corte, desde luego. El hechicero que viste sobrevolando Heldon sin duda tenía órdenes de eliminar al príncipe Elthryn y a toda su estirpe antes de que el hijo que sabían había engendrado pudiera crecer y estar preparado para albergar ambiciones reales propias.

Siguió un corto silencio mientras el caballero observaba al joven y veía cómo su rostro se demudaba. Sin embargo, cuando el chico volvió a hablar, Helm recibió otra sorpresa.

—Caballero Helm —dijo Elminster con calma—, dime los nombres de los señores de la magia y podrás quedarte con mis ovejas.

El hombre prorrumpió en carcajadas.

—No los conozco, chico, de veras. Y los otros con los que cabalgo se apoderarán de las ovejas, ocurra lo que ocurra. Te daré los nombres de tus tíos, pues necesitarás saberlos.

—Pues dilos. —Un fugaz destello asomó a los ojos de Elminster.

—El mayor, tu principal enemigo, es Belaur, un tipo corpulento, que ruge en vez de hablar y que es un matón, aunque sólo ha visto transcurrir treinta y nueve inviernos. Cruel en la caza y en el combate, pero el príncipe mejor entrenado en el manejo de las armas. Tiene menos alcances de los que él cree y fue el favorito de Uthgrael hasta que puso de manifiesto una y otra vez su cruel forma de ser y su poco aguante. Se proclamó a sí mismo rey hace seis veranos, pero mucha gente arriba y abajo del Delimbiyr no reconocen su título. Saben lo que ocurrió.

—¿Y el segundo hijo? —preguntó Elminster.

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