Elminster. La Forja de un Mago (3 page)

Su propia cabaña era un infierno de llamas rugientes. Quizá la había sorprendido fuera... Pero no..., no.

—Amrythale —susurró. Las lágrimas lo cegaron y las limpió con la manga. En alguna parte de aquel abrasador infierno ardían sus huesos.

Sabía que algunos habían comentado en voz baja que la chica de un simple guardabosque tenía que haber hecho uso de la hechicería para conseguir compartir el lecho nupcial con uno de los príncipes más respetados de Athalantar. Pero Elthryn la había amado; y ella a él. Contempló con horror la pira en la que se consumía, y en su memoria evocó su rostro sonriente. Mientras las lágrimas le corrían por las mejillas, el príncipe sintió surgir en su interior una negra cólera.

—¿Quién ha hecho esto? —rugió. Su grito levantó ecos en las tiendas y casas, ahora vacías, de Heldon, pero sólo le respondieron las crepitantes llamas... y después un rugido tan fuerte y profundo que las casas a su alrededor temblaron, y los propios adoquines de la calle se movieron bajo sus pies. En medio del polvo que se levantó, el príncipe alzó la mirada y lo vio, allá arriba, girando con perezoso desdén por encima de los árboles: un viejo dragón rojo de gran tamaño, sus escamas de un color oscuro como de sangre reseca. Un hombre cabalgaba en él, un hombre vestido con túnica y que blandía una varita; un hombre que Elthryn no conocía pero que era, sin lugar a dudas, un hechicero. Y esto sólo podía significar una cosa: la cruel mano de su hermano mayor, Belaur, estaba a punto de cerrarse sobre él.

Elthryn había sido el favorito de su padre, y Belaur siempre lo había odiado por ello. El rey le había dado a Elthryn la Espada del León, que era cuanto le quedaba ahora de su padre. Le había servido bien y a menudo... pero no era más que un legado, no un conjuro milagroso. Mientras escuchaba la risa del hechicero, que se inclinaba para arrojar un rayo sobre algún pobre aldeano que huía por los campos de atrás, el príncipe Elthryn levantó la vista al cielo y vio su propia muerte, girando sobre unas orgullosas alas.

Llevó la Espada del León a sus labios, la besó, y evocó el delgado rostro de su hijo, la nariz aguileña y la rebelde mata de cabello azabache. Elminster, con su soledad, su seriedad, su sencillez... y su secreto: los poderes mentales que los dioses concedían a muy pocos habitantes de Faerun. Quizá los dioses tenían pensado algo especial para él. Aferrándose a esta última y leve esperanza, Elthryn agarró con fuerza la espada y dijo entre lágrimas:

—Vive, hijo mío —musitó—. Vive para vengar a tu madre, y para restablecer el honor del Trono del Ciervo. ¡Óyeme!

Descendía jadeante, casi rodando cuesta abajo por la pendiente arbolada, todavía a bastante distancia por encima de la aldea, cuando Elminster se quedó rígido y fue a parar contra un árbol, falto de aliento, los ojos ardiéndole. El susurro fantasmal de la voz de su padre llegaba claro a sus oídos; estaba recurriendo a un poder de su espada encantada que el muchacho le había visto utilizar una sola vez, cuando su madre se había perdido en una tormenta de nieve. Sabía lo que aquellas palabras significaban. Su padre estaba a punto de morir.

—¡Ya voy, padre! —gritó a los árboles que lo rodeaban y que no podían oírlo—. ¡Ya voy!

Y reanudó su precipitado descenso, saltando temerariamente sobre troncos caídos, chocando y pasando a través de matorrales, respirando entre jadeos, sabiendo que llegaría demasiado tarde...

Con ánimo sombrío, Elthryn Aumar plantó firmemente los pies en la calzada, levantó la espada y se dispuso a morir como debía hacerlo un príncipe. El dragón pasó y, haciendo caso omiso del hombre solitario con la espada, lo dejó atrás, al tiempo que su jinete apuntaba con las dos varitas y descargaba tranquilamente una mortífera lluvia mágica de rayos sobre las gentes de Heldon que huían. Mientras pasaba sobre el príncipe, el hechicero apuntó displicentemente una de las varitas hacia el solitario espadachín que estaba debajo.

Hubo un destello de luz blanca y después el mundo entero pareció retorcerse y brincar. Los rayos crepitaron y culebrearon alrededor de Elthryn, pero él no sintió dolor; el arma que sostenía en sus manos atrajo la magia hacia sí en furiosos arcos retorcidos de fuego blanco hasta que ésta desapareció por completo.

El príncipe vio al hechicero girarse en su silla y mirarlo con el ceño fruncido. Sosteniendo la Espada del León en alto para que el mago pudiera verla, con la esperanza de engatusar al brujo para que bajara a cogerla —y sabiendo que era una esperanza vana—, Elthryn levantó la cabeza para maldecir al hombre, y pronunció lentamente las palabras que le habían enseñado mucho tiempo atrás.

El hechicero hizo un gesto, y entonces se quedó boquiabierto por la sorpresa: la maldición había frustrado sea cual fuere el conjuro que había lanzado sobre Elthryn. Al tiempo que el dragón lo sobrevolaba, apuntó con la otra varita al príncipe. Unos rayos de fuerza saltaron de ella... y fueron atraídos hacia el arma encantada, que vibró y relució en las manos de Elthryn a causa de la feroz descarga mágica. La espada podía detener conjuros... pero no el fuego de un dragón. El príncipe sabía que sólo le quedaban unos segundos de vida.

—Oh, Mystra, permite que mi muchacho escape de esto —rogó mientras el dragón giraba en el aire y se lanzaba sobre él—, y haz que tenga el sentido común de huir lejos.

Y ya no tuvo tiempo para más plegarias. El ardiente fuego del dragón rugió alrededor de Elthryn Aumar y, en el instante en que bramaba un desafío y enarbolaba la espada contra las abrasadoras llamas, fue arrollado y arrastrado...

Elminster irrumpió en la calle de la aldea por la casa del molinero, que ahora no era más que un montón humeante de vigas rotas y piedras desmoronadas. Una mano, ennegrecida por el fuego que había desencadenado muerte y destrucción en la casa, asomaba entre la chimenea desplomada, aferrando nada, vanamente.

Elminster la contempló con fijeza, tragó saliva y rodeó el montón de ruinas a toda prisa. A pocos pasos, frenó su precipitada carrera y se quedó parado, mirando de hito en hito. No era preciso apresurarse; todos y cada uno de los edificios de Heldon estaban arrasados, derruidos o en llamas. Un humo espeso ocultaba el otro extremo de la aldea, y aquí y allí ardían pequeños fuegos, donde los árboles o la leña apilada se habían prendido. Su casa no era más que una zona ennegrecida, con cenizas que flotaban a la deriva; detrás, la tienda del carnicero se había derrumbado en la calle en un revoltijo de vigas a medio quemar y objetos destrozados. El dragón se había marchado; Elminster estaba solo, con los muertos.

Con gesto sombrío, el muchacho buscó por el pueblo. Encontró cadáveres, retorcidos y abrasados entre las ruinas de sus casas, pero ni un alma que siguiera con vida. De su padre y de su madre no había ni rastro, pero sabía que no habrían huido. Sólo cuando se volvió, sumido en una profunda angustia, hacia la pradera —¿a qué otro sitio podía ir, si no?— fue cuando tropezó con algo que había entre la gruesa capa de ceniza amontonada en la calzada: la empuñadura medio derretida de la Espada del León.

La levantó con manos temblorosas. Toda la hoja, salvo unos cuantos centímetros, se había fundido, y la mayor parte del orgulloso oro; la magia azul ya no circulaba por este despojo. Pero el muchacho conocía bien el tacto de la desgastada empuñadura. La apretó contra su pecho y, de repente, el mundo se tambaleó.

Las lágrimas cayeron de sus ojos cerrados durante el largo tiempo que permaneció arrodillado entre las cenizas de la calle mientras el paciente sol se desplazaba por el cielo. En cierto momento, debió de perder el conocimiento, ya que despertó con la progresiva sensación de frío de los duros adoquines en su mejilla.

Se sentó y se encontró con el crepúsculo sobre las ruinas de Heldon y con la noche cerrada que se acercaba desde el bosque Elevado. Un cosquilleo le recorrió las manos entumecidas mientras manoseaba la empuñadura de la espada. Elminster se puso de pie lentamente y miró en derredor, a lo que quedaba de lo que había sido su hogar. Cerca, en alguna parte, sonó la llamada de un lobo que no recibió respuesta. Elminster miró la inútil arma que sostenía en la mano y se estremeció. Era hora de marcharse de este lugar, antes de que los lobos bajaran para alimentarse.

Muy despacio, levantó la quebrada Espada del León hacia el cielo. Por un instante captó el último y tenue brillo del ocaso, y Elminster, con la mirada prendida en ella, musitó:

—Mataré al hechicero y os vengaré a todos... o moriré en el intento. Oídme, madre, padre. Os lo juro.

En respuesta, sonó el aullido de un lobo. Elminster miró hacia allí, enseñando los dientes, agitando la destrozada empuñadura de la espada en aquella dirección, y luego echó a correr, de vuelta a los altos prados.

En el camino, Selune salió serenamente sobre los mortecinos fuegos de Heldon, y bañó las ruinas con su brillante luz blanca. Elminster no miró atrás.

Se despertó de repente, en la cerrada oscuridad de una cueva en la que se había escondido una vez cuando jugaba a «busca al ogro» con otros chicos. La empuñadura de la Espada del León, dura e inflexible, estaba bajo su cuerpo. El muchacho se quedó quieto, escuchando. Alguien había dicho algo, a poca distancia.

—No hay señales de un ataque, ni una sola persona acuchillada —sonaron las palabras, altas y próximas, en un tono grave. Elminster se puso tenso, y se mantuvo tumbado e inmóvil, escudriñando en la oscuridad.

—Entonces, hay que suponer que todas las chozas se prendieron fuego por sí mismas —dijo con sarcasmo la voz profunda de otro hombre—. Y las demás se derrumbaron porque ya estaban cansadas de estar de pie, ¿no?

—Basta, Bellard. Todos están muertos, sí, pero no es obra de espadas ni de flechas. Los lobos han tocado algunos cuerpos, pero no hay señales de que se haya removido ni registrado ninguno de los cadáveres. Encontré un anillo de oro que vi brillar en la mano de una dama calle abajo.

—Entonces, ¿qué es lo que mata con fuego y derrumba chozas?

—Un dragón —dijo una tercera voz, en tono aun más quedo y lúgubre.

—¿Un dragón? ¿Y no lo hemos visto? —La voz sarcástica sonó con guasa.

—Más de una cosa acontece a lo largo del Delimbiyr que tú no ves, Bellard. ¿Qué más podía ser, si no? Un mago, sí, pero ¿qué mago dispone de conjuros suficientes para abrasar casas y almiares y trozos de pradera, así como todos los edificios de piedra del lugar? —Se hizo un breve silencio, y la voz prosiguió—: Bueno, cuando se te ocurra una respuesta mejor, lo dices. Mientras tanto, si tienes sentido común, saquearemos únicamente al amanecer, antes de que se nos vea bien desde el aire... y sin alejarnos mucho del bosque, para aprovechar su cobertura.

—¡Ni hablar! No me quedaré aquí, sentado como una vieja, mientras los demás recogen todas las monedas y cosas de valor, para luego tener que pelearme con los lobos por los despojos.

—Entonces ve, Bellard. Yo me quedo aquí.

—Sí, con las ovejas.

—Desde luego. Así tendrás algo más que comer, aparte de aldeanos a la brasa, cuando hayas acabado... ¿O es que tenías intención de conducir a todo el hato hasta allí abajo y vigilarlo mientras revolvías entre los escombros?

Se oyó un resoplido de fastidio, y alguien se echó a reír.

—Helm tiene razón, como siempre, Bel. Vamos, cierra el pico, y pongámonos en marcha. Probablemente nos tendrá algo preparado para comer a la caída de la noche, si le hablas como haría un amante en lugar de estar lanzando pullas siempre. ¿Qué dices tú, Helm?

—No os prometo nada —respondió la voz lúgubre—. Como barrunte que hay por los alrededores algo acechando y que el humo de una lumbre podría atraerlo, la carne estará cruda. Si alguno de vosotros ve una olla por ahí, una olla grande y en buen estado, se entiende, tened el sentido común de traerla, ¿vale? Entonces podré cocinar suficiente comida para que todos comamos a la vez.

—Y así tu yelmo no tendrá tanto olor a judías durante un tiempo, ¿verdad?

—Sí, eso también. No se os olvide.

—No pienso ocupar mis manos con una olla si hay monedas y cosas de valor que coger —dijo Bellard con gesto hosco.

—Tienes menos sesos que un mosquito. Mete el botín en la olla y así podrás coger mucho más, ¿entiendes?

Sonaron más carcajadas.

—Te pilló otra vez, Bel.

—Sí, otra vez.

—Bueno, pongámonos en marcha.

Entonces se oyó el ruido de pasos y pies arrastrándose; unas piedras cayeron rodando por la boca de la cueva, resonaron y luego, nada. Se hizo el silencio.

Elminster esperó un buen rato, pero sólo oyó el viento. Debían de haberse marchado todos. Se levantó con cuidado, estiró los brazos y las piernas entumecidos, y se deslizó, cauteloso, en la oscuridad, giró en un recodo y casi se topó con la punta de una espada. El hombre que la sostenía dijo con calma:

—¿Y tú quién eres, muchacho? ¿Huiste del pueblo de ahí abajo?

Vestía una astrosa coraza de cuero, guanteletes oxidados y un yelmo lleno de arañazos y abolladuras; la sombra de una barba crecida le oscurecía el rostro. Así, de cerca, Elminster podía oler el tufo de un hombre con armadura sin bañarse, la peste a aceite y a humo de lumbres.

—Ésas son mis ovejas, Helm —contestó con calma—. Déjalas en paz.

—¿Tuyas? ¿Y para quién las vas a cuidar, con todos muertos ahí abajo?

Elminster sostuvo la mirada impasible del hombre y sintió vergüenza cuando unas repentinas lágrimas le humedecieron los ojos. Se echó hacia atrás de un salto al tiempo que se las enjugaba y sacaba la Espada del León de debajo de la pechera de su zamarra.

El hombre lo miró con lo que podía interpretarse como compasión.

—Aparta eso a un lado, chico —dijo—. No tengo el menor interés en batirme contigo, aun en el caso de que tuvieras una espada apropiada que manejar. ¿Tenías familia allí abajo, en Heldon? —Señaló la aldea con un gesto de la cabeza, sin apartar los ojos de Elminster un solo instante.

—Sí —consiguió responder el muchacho con sólo un leve temblor en la voz.

—¿Dónde irás ahora?

Elminster se encogió de hombros.

—Iba a quedarme aquí y a comer ovejas —repuso con amargura.

Los ojos de Helm sostuvieron con calma la mirada iracunda del muchacho.

—Entonces tendrás que hacer un cambio de planes. ¿Te aparto una para el camino?

Al oír esto, una súbita rabia se desbordó en Elminster.

—¡Ladrón! —gruñó mientras retrocedía—. ¡Ladrón!

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