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Authors: Og Mandino

Tags: #Autoayuda.

El vendedor más grande del mundo (2 page)

Erasmo comenzó a hablar pero la mano en alto de Hafid le impuso silencio.

—¿Te parece desagradable esta tarea?

El tenedor de libros sacudió la cabeza y esbozo una sonrisa.

—No, señor, solo que no puedo comprender su razonamiento. Sus palabras son las de un hombre cuyos días están contados.

—Es propio de ti, Erasmo, que te preocupes por mí en vez de ti. ¿No piensas en tu futuro cuando nuestro imperio comercial quede disuelto?

—Hemos sido camaradas durante muchos años. ¿Cómo puedo yo ahora pensar solo en mí mismo?

Hafid abrazó a su viejo amigo y le contestó:

—No es necesario. Te pido que transfieras in mediatamente 50.000 talentos de oro a tu nombre y te ruego que te quedes conmigo hasta que se cumpla una promesa que hice hace muchísimos años. Cuando esa promesa se haya cumplido te legaré esté palacio y el almacén a ti, porque estaré entonces listo para reunirme con Lisha.

El anciano tenedor de libros miró fijamente a su señor, incapaz de comprender las palabras que había oído.

—El palacio, 50.000 talentos de oro, el almacén; no los merezco…

Hafid asintió.

—He considerado siempre tu amistad como mi mayor bien. Lo que ahora te lego a ti es de ínfima importancia comparado con tu inagotable lealtad. Has llegado a dominar el arte de vivir, no solo en lo que a ti respecta, sino en lo referente a los demás, y esta solicitud te ha sellado sobre todo como un hombre entre los hombres. Ahora te insto a que te apresures a consumar mis planes. El tiempo es la mercancía más valiosa que poseo y el reloj de arena de mi vida está casi lleno.

Erasmo volvió el rostro para ocultar sus lágrimas. Con voz quebrada le preguntó:

—¿Y qué me dice de su promesa que aún tiene que cumplirse? Aunque hemos sido como hermanos nunca le he oído hablar de tal asunto.

Hafid se cruzó de brazos y sonrió.

—Nos reuniremos de nuevo cuando hayas cumplido las órdenes que te he dado esta mañana. Entonces te revelaré un secreto que no he compartido con nadie, excepto con mi amada esposa, por más de 30 años.

CAPÍTULO II

Y fue así que una caravana fuertemente protegida partió al poco tiempo de Damasco, con certificados de propiedad y oro para aquellos que administraban cada uno de los emporios comerciales de Hafid. Desde Obed en Jope, hasta Reuel en Petra, cada uno de los diez gerentes recibió con asombro y en silencio la noticia de la jubilación de Hafid y de sus regalos. Finalmente, después de haber hecho la última parada en el emporio de Antipatris, la caravana dio por terminada su misión.

El imperio comercial más poderoso de su época había quedado disuelto.

Con el corazón cargado de profunda tristeza, Erasmo le envió la noticia a su señor de que el almacén estaba ahora vacío, y que los emporios no enarbolaban ya la orgullosa bandera de Hafid. El mensajero regresó con la petición de que Erasmo se reuniera con su señor de inmediato junto a la fuente en el peristilo.

Hafid estudió el rostro de su amigo y le preguntó:

—¿Has cumplido la misión?

—Sí, la he cumplido.

—No te apenes, amigo mío, y sígueme.

Sólo el ruido de sus sandalias resonaba en la gigantesca cámara, mientras Hafid conducía a Erasmo hacia la escalera de mármol en el fondo. Disminuyó un tanto la marcha al acercarse a un solitario jarrón múrrino en un alto pedestal de madera de citrus y observó cómo los rayos del sol cambiaban el cristal del blanco al púrpura. Su viejo rostro sonrió.

Luego los dos viejos amigos comenzaron a subir los peldaños interiores que llevaban a la habitación ubicada dentro de la cúpula del palacio. Erasmo observó que el guardia armado, que siempre estaba de centinela al pie de la escalera, ya no estaba allí. Finalmente llegaron a un descanso de la escalera e hicieron una pausa, puesto que ambos estaban sin aliento debido a la subida. Luego continuaron ascendiendo hasta un segundo descanso y Hafid sacó una pequeña llave de su cinto. Abrió una pesada puerta de roble y se apoyó en ella hasta que se abrió rechinando. Erasmo vaciló hasta que su señor le hizo señas de que entrara y penetró tímidamente en la sala a la cual no se había admitido a nadie durante más de tres décadas. Una luz grisácea, plomiza, se filtraba por las torrecillas del techo y Erasmo se aferró del brazo de Hafid hasta que sus ojos se acostumbraron a la penumbra. Con débil sonrisa, Hafid observaba cómo Erasmo miraba la sala vacía con la excepción de un pequeño cofre de cedro alumbrado por un haz de luz en un rincón.

—¿No estás desilusionado, Erasmo?

—No sé qué decir, señor.

—¿No has quedado desilusionado con el mobiliario? Indudablemente el contenido de esta sala ha sido tema de conversación entre muchos. ¿No ha sido para ti motivo de extrañeza, de preocupación, el misterio de lo que hay aquí, y que yo he guardado tan celosamente durante tantos años?

Erasmo asintió con la cabeza.

—Así es. Se ha conversado mucho y han circulado muchos rumores a través de los años respecto de lo que nuestro señor mantenía oculto aquí en la torre.

—Sí, amigo mío, yo he oído la mayor parte de ellos. Se ha dicho que había aquí barriles de diamantes, lingotes de oro, o animales salvajes, o aves raras. En cierta oportunidad un comerciante de alfombras persas insinuó que quizá yo mantenía aquí un pequeño harén. Lisha se rió ante la idea de que yo tuviese una colección de concubinas.

Pero, como lo observas tú, no hay nada aquí excepto un pequeño cofre. Ahora ven adelante.

Los dos hombres se sentaron en cuclillas frente al cofre y Hafid cuidadosamente procedió a desatar las correas de cuero que rodeaban al mismo. Aspiró profundamente la fragancia de cedro que emanaba de la madera, y finalmente hizo presión contra la tapa, que se abrió suavemente. Erasmo se inclinó hacia adelante y miró por encima del hombro de Hafid el contenido del cofre. Luego fijó sus ojos en Hafid y sacudió su cabeza con asombro. No había nada en el cofre sino pergaminos… pergaminos de cuero.

Hafid metió la mano en el interior y suavemente quitó uno de los rollos. De repente lo atrajo hacia su pecho y cerró los ojos. Un sentimiento de tranquila serenidad se reflejó en su rostro, borrando las arrugas impuestas por el tiempo. Luego se puso de pie y señaló hacia el cofre.

—Aunque esta sala estuviese repleta hasta el techo de diamantes, su valor no podría sobrepasar al que tus ojos contemplan en este sencillo cofre de madera. Todo el éxito, toda la felicidad, el amor, la paz mental y la riqueza que yo he disfrutado, están directamente relacionados con lo que contienen estos pergaminos. Mi deuda hacia ellos y hacia los sabios que me los confiaron a mi cuidado jamás podrá ser saldada.

Atemorizado por el tono de voz de Hafid, Erasmo retrocedió y preguntó:

—¿Es éste el secreto al cual se ha referido? ¿Guarda este cofre alguna relación con la promesa que aún tiene que cumplirse?

—La respuesta es afirmativa para ambas preguntas.

Erasmo se pasó la mano por la frente sudorosa y miró a Hafid con incredulidad.

—¿Qué hay escrito en estos pergaminos que pone su valor por encima de los diamantes?

—Todos estos pergaminos, con la excepción de uno, contienen un principio, una ley, o una verdad fundamental escrita en un estilo singular para ayudar al lector a comprender su significado. A fin de dominar el arte de las ventas, uno debe aprender y practicar el secreto de cada pergamino. Cuando uno domina estos principios, tiene el poder de acumular toda la riqueza que desea.

Erasmo, consternado, fijó la vista en los viejos pergaminos.

—¿Tan rico como usted?

—Mucho más rico, si así lo desea.

—Usted me ha dicho que todos estos pergaminos, con la excepción de uno, contienen principios sobre el arte de vender. ¿Qué es lo que contiene el último pergamino?

—El último pergamino, como tú lo llamas, es el primer pergamino que debe leerse, puesto que cada uno está numerado para ser leído en un orden especial. Y el primer pergamino contiene un secreto que ha sido revelado a un simple puñado de sabios a través de la historia. El primer pergamino, en realidad, nos enseña la manera más eficaz de aprender lo que está escrito en los otros.

—Parece ser una tarea que cualquiera puede dominar.

—Es en realidad una tarea sencilla siempre que uno esté dispuesto a pagar el precio en lo que respecta a tiempo y concentración, hasta que cada uno de los principios se convierta en parte integral de su personalidad; hasta que cada principio se convierta en un hábito de vida.

Erasmo metió la mano en el cofre y quitó un pergamino. Sosteniéndolo suavemente entre sus dedos y señalando con él a Hafid dijo:

—Perdóneme, señor, pero ¿por qué es que usted no ha compartido estos principios con otros, especialmente con aquellos que han trabajado con usted durante largo tiempo? Ha demostrado siempre tanta generosidad en otros asuntos, ¿cómo es que aquellos que formaban parte de su personal de ventas no han recibido la oportunidad de leer estas palabras de sabiduría y de esta manera enriquecerse también? Cuando menos, todos hubieran sido mejores vendedores de mercancías con tales valiosos conocimientos. ¿Por qué fue que no reveló a nadie estos principios durante todos estos años?

—No me quedaba otra alternativa. Hace muchos años, estos pergaminos fueron confiados a mi cuidado, y tuve que prometer bajo juramento que compartiría su contenido solo con una persona. Aún no comprendo la razón que motivaba este extraño pedido. Sin embargo se me ordenó aplicar los principios de los pergaminos a mi propia vida, hasta que algún día apareciera uno que necesitara la ayuda y las directivas contenidas en estos pergaminos, mucho más que yo cuando era joven. Se me dijo que mediante alguna señal yo reconocería al individuo a quien debía transmitir los pergaminos, aún cuando fuese posible que el individuo no supiera que estaba buscando los pergaminos.

—He esperado pacientemente, y mientras esperaba apliqué estos principios según se me dio permiso para hacerlo. Con su conocimiento me convertí en lo que muchos llaman el vendedor más grande del mundo, de la misma manera que aquel que me legó estos pergaminos fue aclamado como el más grande vendedor de su época. Ahora bien, Erasmo, quizá entiendas por fin por qué algunos de mis actos a través de los años parecían singulares e imprácticos para ti, y sin embargo han resultado todo un éxito. Tanto mi conducta como mis decisiones fueron guiadas siempre por estos pergaminos; por lo tanto no fue por mi propia sabiduría que adquirimos tantos talentos de oro. Yo fui solo el instrumento de su cumplimiento.

—¿Cree aún que aquel que va a recibir estos pergaminos de usted aparecerá después de todos estos años?

—Sí.

Hafid volvió a colocar suavemente los pergaminos en el cofre y lo cerró. Aún de rodillas habló con solemnidad diciendo:

—¿Te quedarás conmigo, Erasmo, hasta ese día?

Y en aquella habitación iluminada por una luz tenue y plomiza, el tenedor de libros extendió su mano y estrechó la de su señor. Asintió con la cabeza y luego se retiró de la sala como si hubiese recibido un mandamiento sin palabras de su señor. Hafid volvió a atar el cofre con las correas de cuero y luego se puso de pie y caminó hasta una pequeña torrecilla. Pasó a través de ella hasta el andamio que rodeaba la gran cúpula.

Un viento oriental azotó el rostro del anciano, trayendo consigo el olor de los lagos y del desierto que se extendía en lontananza. El anciano sonrió, parado allí, encima de los techos de Damasco, y sus pensamientos se extendieron retrospectivamente a través del tiempo…

CAPÍTULO III

Era invierno y soplaba un viento tajante en el monte de los Olivos. Desde Jerusalén, a través de la angosta quebrada del valle de Cedrón, llegaba el olor a humo, incienso y carne quemada en el templo y su fetidez se mezclaba con el olor a trementina de los árboles de terebinto en las montañas.

En una abierta pendiente, a poca distancia de, la villa de Bethpagé, descansaba la inmensa caravana comercial de Pathros, de Palmira. Era tarde, y hasta el semental favorito del gran mercader había dejado de mordisquear en los arbustos de pistacho y se había recostado contra la suave cerca de laureles.

Más allá de la larga hilera de tiendas silenciosas, hebras de grueso cáñamo ceñían los troncos de cuatro antiquísimos árboles de olivo. Formaban un corral cuadrado en el que estaban encerrados deformes bultos de camellos y asnos, acurrucados unos contra otros para darse calor. Con la excepción de dos guardias que hacían ronda cerca de los vagones de mercancías, el único movimiento que se observaba en el campamento era el de la alta y movediza sombra que se proyectaba contra la pared de pelos de camellos de la espaciosa tienda de Pathros.

Dentro de la tienda, Pathros se paseaba enojado de un extremo a otro, haciendo ocasionalmente una pausa para fruncir el entrecejo y sacudir la cabeza en dirección al joven, arrodillado tímidamente cerca de la entrada de la tienda. Finalmente inclinó su cuerpo enfermo hacia la alfombra entretejida de oro e hizo señas al joven para que se acercara.

—Hafid, tú has sido siempre como un hijo mío. Estoy perplejo y asombrado por tu extraño pedido. ¿No estás contento con tu trabajo?

Los ojos del joven seguían fijos en la alfombra.

—No, señor.

—¿Quizá el creciente aumento de nuestras caravanas ha hecho que tu labor de cuidar a los animales sea demasiado grande?

—No, señor.

—Te ruego entonces que me repitas tu pedido. Incluye también en tus palabras la razón que respalda tan extraordinario pedido.

—Deseo ser vendedor de sus mercancías en vez de ser simplemente un camellero. Quiero llegar a ser como Hada, Simón, Caleb y los otros que parten de nuestros vagones de mercancías con animales que apenas pueden caminar con la carga de artículos, y que regresan con oro para usted y con oro para sí mismos. Quiero mejorar mi humilde posición en la vida. Como camellero nada soy, pero como vendedor suyo puedo adquirir riquezas y el éxito.

—¿Cómo lo sabes?

—Con frecuencia le he oído decir que no hay ningún negocio ni profesión que ofrezca más oportunidades para elevarse por encima de la pobreza y alcanzar grandes riquezas, que la del vendedor.

Pathros comenzó a asentir con la cabeza pero luego desistió de ello y continuó interrogando al joven.

—¿Crees que eres capaz de trabajar a la altura de Hadad y de los otros vendedores?

Hafid miró fijamente al anciano y le respondió:

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