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Authors: Og Mandino

Tags: #Autoayuda.

El vendedor más grande del mundo (5 page)

—Escucha atentamente, hijo mío, porque no tendré fuerzas para repetir estas palabras.

A Hafid se le llenaron los ojos de lágrimas al acercarse a su señor. Se estrecharon la mano y el gran vendedor respiraba con dificultad.

—Te entrego ahora este cofre con sus valiosos contenidos, pero primero existen ciertas condiciones que debes aceptar. En el cofre hay una bolsa que contiene 100 talentos de oro. Esta suma te alcanzará para vivir y comprar un pequeño abastecimiento de alfombras con el cual podrás iniciarte en el mundo de los negocios. Podría otorgarte grandes riquezas, pero esto te provocaría un terrible perjuicio. Muchísimo mejor será que te conviertas en el vendedor más grande y más rico del mundo por tus propios esfuerzos. Como ves, no me he olvidado de tu meta.

El anciano hizo una pausa y luego prosiguió:

—Sal de esta ciudad de inmediato y ve a Damasco. Encontrarás allí oportunidades ilimitadas para aplicar lo que te enseñarán los pergaminos. Después de haber conseguido alojamiento, abrirás solo el pergamino señalado con el número uno. Lo leerás repetidamente hasta que entiendas por completo el método secreto que expone y que tú emplearás en aprender los principios para alcanzar el éxito como vendedor, y que figuran en los otros pergaminos. A medida que aprendes de cada pergamino, podrás comenzar a vender las alfombras que has comprado, y si combinas lo que aprendes con la experiencia que adquieres, y continúas estudiando cada uno de los pergaminos según las instrucciones, tus ventas aumentarán cada día. Mi primera condición, entonces, es que me prometas bajo juramento que seguirás las instrucciones que contiene el pergamino señalado con el número uno. ¿Estás de acuerdo?

—Sí, señor.

—Bien, bien… Y cuando apliques los principios de los pergaminos, llegarás a ser mucho más rico de lo que hayas soñado jamás. Mi segunda condición es que constantemente repartas la mitad de tu ganancia entre aquellos menos afortunados que tú. No debes apartarte en lo más mínimo de esta condición. ¿Estás de acuerdo?

—Sí, señor.

—Y ahora te expondré la condición más importante de todas. Se te prohíbe compartir con nadie los pergaminos o la sabiduría que en ellos figura. Algún día aparecerá una persona que te dará una señal, así como la estrella y tu conducta altruista y generosa fueron la señal para mí. Cuando esto ocurra, reconocerás esta señal, aún cuando la persona que te la transmita ignore que es ella la escogida. Cuando estés convencido en tu corazón de que estás en lo cierto, le entregarás a él o a ella el cofre y sus contenidos, y cuando esto ocurra no necesitarás imponer condiciones en el que lo recibe como las que me fueron impuestas a mí y que ahora te impongo a ti. La carta que recibí hace tanto tiempo ordenaba que la tercera persona que recibiera los pergaminos, podría compartir su mensaje con todo el mundo si así lo deseaba. ¿Me prometes cumplir esta tercera condición?

—Sí, señor.

Pathros suspiró con alivio, como si le hubiesen quitado de encima un enorme peso. Sonrió débilmente y acarició con sus manos sarmentosas el rostro de Hafid.

—Toma el cofre y parte. No te veré jamás. Te despido con todo mi cariño y mis buenos augurios para que alcances el éxito, y que tu Lisha, con el tiempo, comparta toda la felicidad que el futuro te deparará.

Hafid no procuró reprimir las lágrimas que corrían por sus mejillas, mientras tomaba el cofre y lo sacaba por la puerta abierta de la habitación. Ya afuera, se detuvo, puso el cofre en el suelo, y se volvió hacia su señor diciendo:

—¿El fracaso nunca me sobrevendrá si mi determinación para alcanzar el éxito es lo suficientemente poderosa?

El anciano sonrió débilmente y asintió con un débil movimiento de la cabeza. Y levantó el brazo en señal de despedida.

CAPÍTULO VII

Hafid, a lomo de la mula, entró en la amurallada ciudad de Damasco, por la puerta oriental. Marchó por la calle llamada
Derecha
con dudas y temores, y el ruido y el griterio procedentes de centenares de bazares no atenuaron sus temores. Una cosa era llegar a una ciudad grande formando parte de una poderosa caravana de mercaderes como la de Pathros; otra era llegar solo y sin protección alguna. Los vendedores callejeros corrían hacia él de todas partes enseñándole mercancías, procurando cada uno gritar más fuerte que su competidor. Pasó frente a negocios que parecían celdas, y bazares que exhibían la artesanía de orfebres que trabajaban artísticamente el cobre y la plata, talabarteros, tejedores, carpinteros; y a cada paso de su cabalgadura se encontraba frente a frente con otro vendedor, que con las manos extendidas, ofrecía su mercancía con palabras quejumbrosas de conmiseración.

Directamente al frente, más allá de la muralla occidental de la ciudad, se levantaba el monte Hermón. Aunque era verano, su cima estaba coronada de nieve, y parecía contemplar la cacofonía del mercado con tolerancia y paciencia. Finalmente Hafid se apartó de la famosa calle doblando en una esquina y buscó alojamiento, que no tuvo dificultad en encontrar en una posada llamada Moscha. Su habitación era limpia y pagó un mes de alquiler por adelantado, lo que de inmediato lo acreditó ante Antonino el propietario. Luego llevó a su mula a la caballeriza ubicada detrás de la posada, se bañó en las aguas del Barada y regresó a su habitación.

Puso el pequeño cofre al pie de su catre y procedió a quitar las correas de cuero. La tapa se abrió fácilmente y contempló los pergaminos. Finalmente metió la mano y los tocó. Cedieron bajo la presión de sus dedos, como si estuviesen vivos y al instante retiró la mano. Se puso de pie y dio unos pasos hacia la ventana enrejada por la que entraban los ruidos del bullicioso mercado ubicado a casi media milla de distancia. Lo invadieron de nuevo el temor y la duda al mirar en la dirección desde donde llegaban voces apagadas, y sintió que se le debilitaba la confianza. Cerró los ojos, se apoyó contra la pared y exclamó en alta voz: «¡Qué necio soy al soñar que yo, un simple camellero, será aclamado un día como el más grande vendedor del mundo, cuando en realidad no tengo ni el valor de caminar por los puestos de los buhoneros en la calle! Hoy mis ojos han contemplado a centenares de vendedores, todos ellos mejor equipados que yo para su profesión. Todos ellos eran intrépidos, entusiastas y persistentes. Todos ellos parecían equipados para sobrevivir en la jungla laberíntica del mercado. Sería estúpido y presuntuoso de mi parte pensar que puedo competir con ellos y superarlos. Pathros, mi Pathros, temo que fracasaré de nuevo».

Se arrojó sobre su catre, y cansado de su viaje, sollozó hasta dormirse.

Cuando se despertó era de mañana. Aún antes de abrir sus ojos escuchó un gorjeo. Se sentó y contempló con incredulidad a un gorrión asentado en la tapa abierta del cofre que contenía los pergaminos. Corrió a la ventana. Afuera, miles de avecillas se posaban en las higueras y sicómoros, saludando al día con sus trinos. Y mientras Hafid observaba, algunas de las avecillas se posaron en la repisa de la ventana, pero emprendían rápidamente el vuelo al menor movimiento de Hafid. Luego se dio la vuelta y observó de nuevo el cofre. Su alado visitante ladeó airosamente la cabeza y miró al joven. Hafid caminó lentamente hacia el cofre, con la mano extendida. La avecilla se posó sobre su palma.

—Miles de tu clase allí afuera tienen miedo. Pero tú tuviste el valor de entrar por la ventana.

La avecilla picoteó repetidamente la piel de Hafid y el joven la llevó hacia su mesa donde estaba su mochila con pan y queso. Los partió en pedacitos y los puso junto a su pequeño amigo que comenzó a comer.

Un pensamiento se le ocurrió a Hafid al regresar a la ventana. Restregó la mano contra las aberturas en las celosías. Eran tan pequeñas que parecía casi imposible que un gorrión pudiera haber entrado por ellas. Luego recordó la voz de Pathros y repitió sus palabras en alta voz: «El fracaso nunca te sobrecogerá si tu determinación para alcanzar el éxito es lo suficientemente poderosa».

Regresó al cofre y metió en él la mano. Uno de los pergaminos estaba más gastado que los demás. Lo sacó del cofre y lo desenrolló suavemente. El temor había desaparecido de su corazón. Luego miró hacia el gorrión. También había desaparecido. Sólo las migajas de pan y de queso quedaban como una prueba de la visita de aquella avecilla llena de valor. Hafid echó una mirada hacia el pergamino. En el encabezamiento decía: «El pergamino número uno». Y comenzó a leer…

CAPÍTULO VIII

EL PERGAMINO NÚMERO UNO

Hoy comienzo una nueva vida.

Hoy mudaré mi viejo pellejo que ha sufrido, durante tanto tiempo, las contusiones del fracaso y las heridas de la mediocridad.

Hoy nazco, de nuevo y mi lugar de nacimiento es una viña donde hay fruto para todos.

Hoy cosecharé uvas de sabiduría de las vides más altas y cargadas de fruta de la viña, porque éstas fueron plantadas por los más sabios de mi profesión que han venido antes que yo, de generación en generación.

Hoy saborearé el gusto de las uvas frescas de las vides, y ciertamente me tragaré la semilla del éxito encerrada en cada una y una nueva vida retoñará dentro de mí.

La carrera que he escogido está repleta de oportunidades, y al mismo tiempo está llena de angustia y desesperación, y los cadáveres de aquellos que han fracasado, si se los pusiera uno encima del otro, proyectarían su sombra por encima de todas las pirámides de la tierra.

Y sin embargo no fracasaré como los otros, puesto que en mis manos sostengo las cartas de marear que me guiarán a través de corrientes peligrosas hasta las playas que sólo ayer me parecían un sueño.

El fracaso no será mi recompensa por la lucha. Así como la naturaleza no ha hecho provisión alguna para que mi cuerpo tolere el dolor, tampoco ha hecho provisión para que mi vida sufra el fracaso. El fracaso, como el dolor, es ajeno a mi vida. En el pasado lo acepté como acepté el dolor. Ahora lo rechazo y estoy preparado para abrazar la sabiduría y los principios que me sacarán de las sombras para internarme en la luz resplandeciente de la riqueza, la posición y la felicidad, muy superiores a mis más extravagantes sueños hasta que aún las manzanas de oro en el jardín de las
Hespérides
no parecerán otra cosa que mi justa recompensa.

El tiempo le enseña todas las cosas a aquel que vive para siempre, pero no puedo darme el lujo de la eternidad. Y sin embargo dentro del tiempo que se me ha asignado debo practicar el arte de la paciencia, porque la naturaleza no procede jamás con apresuramiento. Para crear el olivo, el rey de todos los árboles, se requieren 100 años. Una planta de cebolla es vieja después de 9 semanas. He vivido como una planta de cebolla. Pero no he estado conforme con ello. Ahora quisiera ser el más grande de los árboles de olivo, y en realidad el más grande de los vendedores.

¿Y cómo lo lograré? Porque no tengo ni los conocimientos ni la experiencia para alcanzar la grandeza, y ya he tropezado en ignorancia y caído en el charco de la compasión por mí mismo. La respuesta es sencilla. Comenzaré mi viaje sin el estorbo de los conocimientos innecesarios o la desventaja de una experiencia carente de significado. La naturaleza me ha proporcionado ya el conocimiento y el instinto muy superiores a los de cualquier bestia en el bosque; y a la experiencia se le ha asignado un valor exagerado, especialmente por los viejos que asienten sabiamente con la cabeza y hablan estúpidamente.

En realidad la experiencia enseña sistemáticamente, y sin embargo su curso de instrucción devora los años del hombre de manera que el valor de sus lecciones disminuye con el tiempo necesario para adquirir su sabiduría especial. Y al final se ha malgastado en hombres que han muerto. Además, la experiencia se compara con la moda. Una acción o medida que tuvo éxito hoy será irresoluble e impráctica mañana.

Solo los principios perduran y éstos poseo, porque las leyes que me conducirán a la grandeza figuran en las palabras de estos pergaminos. Me enseñarán más a evitar el fracaso que a alcanzar el éxito, porque ¿qué es el éxito sino un estado mental? ¿Qué dos personas, entre mil sabios, definirán el éxito con las mismas palabras? Y sin embargo el fracaso se describe siempre de la misma forma. El fracaso es la incapacidad del hombre de alcanzar sus metas en la vida, cualesquiera que sean.

En realidad, la única diferencia entre aquellos que han fracasado y aquellos que han tenido éxito reside en la diferencia de sus hábitos. Los buenos hábitos son la clave de todo éxito. Los malos hábitos son la puerta abierta al fracaso. De manera entonces que la primera ley que obedeceré, y que precede a todas las otras es la siguiente: Me formaré buenos hábitos, y seré el esclavo de esos hábitos.

Cuando era niño, era esclavo de mis impulsos, ahora soy esclavo de mis hábitos, como lo son todos los hombres crecidos. He rendido mi libre albedrío a los años de hábitos acumulados y las acciones pasadas de mi vida han señalado ya un camino que amenaza aprisionar mi futuro. Mis acciones son gobernadas por el apetito, la pasión, el prejuicio, la avaricia, el amor, temor, medio ambiente, hábitos, y el peor de estos tiranos es el hábito. Por lo tanto si tengo que ser esclavo de los hábitos, que sea esclavo de los buenos hábitos.

Los malos hábitos deben ser destruidos y nuevos surcos preparados para la buena semilla.

Adquiriré buenos hábitos y me convertiré en su esclavo. ¿Y cómo realizaré esta difícil empresa? Lo haré por medio de estos pergaminos, porque cada uno contiene un principio que desalojará de mi vida un hábito malo y lo reemplazará con uno que me acerque al éxito. Porque hay otra ley de la naturaleza que dice que sólo un hábito puede dominar a otro. De manera que para que estas palabras escritas cumplan la tarea para la cual han sido designadas, debo de disciplinarme a mí mismo y adquirir el primero de mis nuevos hábitos que es el siguiente: Leeré cada pergamino durante 30 días en esta forma prescrita, antes de proceder a la lectura del pergamino siguiente.

Primero, leeré las palabras en silencio cuando me levanto por la mañana. Luego leeré las palabras en silencio después de haber participado de la comida del mediodía. Finalmente leeré las palabras de nuevo antes de acostarme al finalizar el día, y aún más importante, en esta oportunidad leeré las palabras en alta voz.

Al día siguiente repetiré este procedimiento, y continuaré de esta manera durante 30 días. Luego empezaré el siguiente pergamino y repetiré este procedimiento durante otros treinta días. Continuaré de esta forma hasta que haya vivido con cada uno de los pergaminos durante 30 días y mi lectura se haya convertido en hábito.

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