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Authors: Jean M. Auel

El valle de los caballos (86 page)

El hombre sonreía, contento. Ayla poseía la peculiaridad de convertir las sorpresas en algo grande. El lanzavenablos de Jondalar tenía un enorme ciervo con una cornamenta palmeada imponente, y Ayla también se maravilló al verlo.

–Se supone que captura el espíritu del animal para que sea atraído hacia el arma. No soy muy buen tallista, deberías ver los trabajos que hacen algunos, y los de escultores, y grabadores y los de otros artistas que pintan las paredes sagradas.

–Estoy segura de que has puesto una potente magia en éstos. No he visto ciervos, pero una manada de bisontes se encuentra al sudeste. Creo que comienzan a emigrar. ¿Crees que un bisonte será atraído por un arma que tenga grabado un ciervo? Puedo salir de nuevo mañana en busca de una manada de ciervos.

–Servirá también con el bisonte. El tuyo tendrá más suerte; de todos modos, me alegro de haber puesto un bisonte en el tuyo.

Ayla no sabía qué decir. A pesar de ser un hombre, le había dado a ella más suerte para cazar que a sí mismo... y se alegraba.

–También iba a hacer una donii para tener suerte, pero me faltó tiempo.

–Jondalar, estoy confusa. ¿Qué es donii? ¿Es tu Madre Tierra?

–La Gran Madre Tierra es Doni, pero adopta otras formas y todas ellas son donii. Una donii suele ser Su forma espiritual, cuando cabalga el viento o se introduce en los sueños... los hombres suelen soñar con Ella como una hermosa mujer. Una donii también es la figura esculpida de una mujer, por lo general una madre prolífica, porque es a las mujeres a quienes Ella bendice. Las hizo a Su imagen y semejanza, para que creen vida como Ella creó toda vida. Se identifica más fácilmente en la imagen de una madre. Por lo general se envía una donii para guiar al hombre por el mundo de los espíritus..., algunos dicen que las mujeres no necesitan guía, que ya saben el camino. Y algunas mujeres pretenden que pueden convertirse en donii cuando quieren... y no siempre para bien del hombre. Los Sharamudoi que viven al oeste de aquí dicen que la Madre puede adoptar la forma de un ave.

Ayla asintió.

–En el Clan, sólo los Antiguos son espíritus hembra.

–¿Y qué hay de los totems? –preguntó Jondalar.

–Los espíritus totémicos protectores son todos masculinos, tanto para hombres como para mujeres, pero los totems de las mujeres suelen ser animales más pequeños. Ursus, el Gran Oso Cavernario, es el gran protector de todo el Clan: el tótem de cada uno. Ursus era el tótem personal de Creb. Fue escogido del mismo modo que el León Cavernario me escogió a mí. Puedes verme la marca –y le mostró las cuatro cicatrices paralelas en su muslo izquierdo, donde la había arañado un león cavernario a los cinco años de edad.

–Yo no tenía idea de que los cab..., de que los de tu Clan comprendieran el mundo de los espíritus, Ayla. Resulta difícil de creer... a ti te creo, pero me resulta difícil aceptar que la gente de la que hablas sea la misma en quien he pensado siempre como cabezas chatas.

Ayla bajó la cabeza y después alzó la mirada. Tenía los ojos llenos de seriedad y preocupación.

–Creo que el León Cavernario te ha elegido a ti, Jondalar. Creo que ahora es tu tótem. Creb me dijo que no es fácil vivir con un tótem poderoso. Él perdió un ojo al ser sometido a prueba, pero obtuvo un poderío muy grande. Después de Ursus, el León Cavernario es el tótem más poderoso, y no ha sido fácil. Me ha hecho pasar por pruebas muy difíciles, pero una vez que comprendí el porqué, no volví a preocuparme. Creo que deberías saberlo, por si es también tu tótem ahora –bajó la mirada, esperando no haberse ido de la lengua–. Los de tu Clan significan mucho para ti, ¿verdad?

Jondalar no estaba muy seguro de lo que quería decir aquello, pero un escalofrío le puso la carne de gallina cuando se lo oyó decir. Ayla respiró muy hondo antes de continuar.

–No recuerdo a la mujer de quien nací ni mi vida antes del Clan. Intenté recordarlo, pero no podía imaginar un hombre de los Otros, un hombre como yo. Ahora, cuando intento imaginar a los Otros, sólo puedo verte a ti. Eres el primero de mi especie que he visto, Jondalar. No importa lo que suceda: nunca te olvidaré –Ayla se detuvo. Consideraba que había dicho demasiado. Se puso de pie–. Si queremos cazar por la mañana tendremos que dormir un poco.

Jondalar sabía que la habían criado los cabezas chatas y que había vivido sola en el valle desde que los dejó, pero antes de oírselo decir, no había comprendido del todo que él era el primero. Le preocupó pensar que representaba a todo su pueblo, y no estaba muy ufano de la manera en que lo había hecho. Sin embargo, sabía la opinión que todos tenían de los cabezas chatas. Si se lo hubiera dicho sin más, ¿habría causado la misma impresión? ¿Habría sabido realmente lo que debía esperar?

Se fue a acostar con sentimientos encontrados, ambivalentes. Una vez tendido en su cama, se quedó mirando fijamente al fuego, pensando. De repente experimentó una sensación deformante, algo semejante a un vértigo, pero sin llegar a marearse. Vio una mujer como si estuviera reflejada en una poza en la que hubiera caído una piedra; una imagen flotante de la que se formaban círculos ondulantes cada vez más grandes. No quería que la mujer le olvidara..., que le recordara era muy importante.

Sintió una especie de divergencia, como una bifurcación del camino, una elección sin nadie que le guiara. Una corriente de aire caliente le puso de punta el pelo de la nuca. Sabía que Ella le estaba abandonando. Nunca había sentido conscientemente Su presencia, pero supo cuándo se marchó, y el vacío que dejaba tras Ella le dolía. Era el principio de un final: el final del hielo, el final de una era, el final del tiempo en que Su alimento proveía. La Madre Tierra estaba dejando que sus hijos encontraran solos el camino, que labraran sus vidas, que pagaran las consecuencias de sus acciones: que llegaran a la mayoría de edad. No mientras él viviera, no durante muchas generaciones por venir, pero el primer paso inexorable se había dado. Ella había transmitido Su Dádiva de despedida, Su Dádiva del Conocimiento.

Jondalar oyó un gemido fantasmagórico, penetrante, y supo que era el llanto de la Madre.

Como una correa tensa y súbitamente suelta, la realidad volvió a su lugar. Pero se había tensado demasiado y no podía encajar en su dimensión original. Se percató de que algo estaba fuera de lugar. Miró a Ayla, acostada al otro lado del fuego, y vio que las lágrimas le corrían por la cara.

–¿Qué pasa, Ayla?

–No lo sé.

–¿Estás segura de que podrá llevarnos a los dos?

–No, no estoy segura –dijo Ayla, conduciendo a Whinney, cargada con los canastos. Corredor iba detrás, con una soga atada a una especie de cabestro hecho de correas. Eso le daba libertad para pacer y mover la cabeza, y no se apretaría alrededor de su cuello, ahogándolo. El cabestro había molestado al potro al principio, pero se estaba acostumbrando–. Si podemos cabalgar ambos, el viaje será más rápido. Si no le gusta, ya me lo hará saber. Entonces podremos cabalgar por turno o caminar.

Cuando llegaron al bloque de roca que había en el prado, Ayla montó a caballo, se movió un poco y sujetó a la yegua mientras Jondalar montaba. Whinney echó las orejas hacia atrás. Sintió el peso adicional y no estaba acostumbrada, pero era una yegua robusta y resistente, y echó a andar en cuanto Ayla le hizo la señal. La mujer la mantuvo a paso regular y sentía cuándo la yegua necesitaba descansar por el cambio de paso; entonces era el momento de detenerse.

La segunda vez que se pusieron en marcha, Jondalar estaba más relajado y habría preferido estar más nervioso. Sin la preocupación, tenía demasiada conciencia de la mujer que cabalgaba delante. Podía sentir la espalda de ella contra él, sus muslos contra los suyos, y Ayla se volvió sensible a algo más que la yegua. Una presión dura y caliente se había alzado tras ella, sobre la cual Jondalar no disponía de control alguno, y cada movimiento de la yegua los hacía juntarse. Ayla deseaba que desapareciera... y no lo deseaba.

Jondalar comenzaba a sentir un dolor que nunca anteriormente había experimentado. Nunca se había visto obligado a aguantar su deseo por tanto tiempo. Desde los primeros días de su hombría, siempre encontró algún medio de aliviarse, pero aquí no había más mujer que Ayla. Él se negaba a aliviarse solo y trataba denodadamente de soportarlo.

–Ayla –y su voz sonaba tensa–. Creo... que ya es hora de descansar –consiguió decir.

Ella detuvo a la yegua y se apeó lo más pronto que pudo.

–No es lejos –dijo–. Podemos llegar a pie.

–Sí, de ese modo Whinney descansará un poco.

Ayla no discutió, aunque sabía que no iba a pie por eso. Avanzaban los tres de frente, con la yegua en medio, hablando por encima de su lomo. Incluso entonces, le costaba trabajo a Ayla fijarse en puntos de referencia y orientación, y Jondalar caminaba con dolor en los ijares, agradecido porque la yegua lo ocultara.

Cuando llegaron a la vista de una manada de bisontes, la excitación ante la idea de cazar de verdad con el lanzavenablos comenzó a aliviar algo su ardor contenido, aunque ambos tenían buen cuidado de no acercarse demasiado el uno al otro, y preferían tener uno de los caballos en medio.

Los bisontes transitaban cerca de un riachuelo. La manada era más numerosa que cuando la vio Ayla el día anterior. Varios grupos más se le habían sumado y después llegarían más. Finalmente, decenas de miles de animales de un marrón oscuro, de pelo áspero, todos muy juntos, recorrían kilómetros y más kilómetros de colinas ondulantes y valles fluviales, que se extendían como una alfombra mugiente, viviente y atronadora. Dentro de aquella muchedumbre, cualquier animal tenía poca importancia individualmente; la estrategia de la supervivencia dependía del número.

Hasta el grupo más reducido, agrupado cerca del riachuelo, había renunciado a su áspera individualidad ante el instinto de la manada. Más adelante, la supervivencia exigiría que se separaran de nuevo en pequeñas manadas familiares, para buscar alimentos durante las temporadas de escasez.

Ayla se llevó a Whinney cerca del río, junto a un pino tenaz, retorcido y deformado por el viento. En la lengua de señales del Clan, dijo a la yegua que permaneciera allí, y al ver cómo hacía que el potro se acercase a ella, Ayla comprendió que no debería haberse preocupado por Corredor. Whinney era muy capaz de alejar a su hijo de cualquier peligro. Pero Jondalar se había tomado la molestia de encontrar la solución a un problema que ella había previsto, y sentía curiosidad por ver cómo resultaba.

La mujer y el hombre cogieron un lanzavenablos cada uno y un lanzavenablos con largas lanzas, y se dirigieron a pie hacia la manada. Duras pezuñas habían quebrado la corteza seca de la estepa y producido una niebla de polvo que volvía a caer como una capa fina sobre su pelo oscuro y desgreñado. Aquel polvo asfixiante indicaba el movimiento de la manada, del mismo modo que el humo de un incendio que comenzara a apagarse en la pradera indicaría el rumbo de las llamas... y en su estela quedaba una desolación similar.

Ayla y Jondalar dieron un rodeo para quedar a favor del viento detrás de la manada que se movía despacio, entrecerrando los ojos para escoger animales aislados mientras el viento, cargado del olor rancio y caliente de los bisontes, les arrojaba fina arena a la cara. Algunas novillas lloriqueantes seguían a las madres, y los añojos daban topetazos poniendo a prueba la paciencia de los machos de lomo jorobado.

Un bisonte viejo, caído en un hondón polvoriento, se esforzaba por ponerse en pie; tenía su enorme cabeza colgando muy abajo como si los enormes cuernos negros pesaran demasiado. El metro noventa y cinco de Jondalar superaba algo la joroba del animal, pero la diferencia no era grande. Los cuartos delanteros del animal, potentes y forrados de gruesa piel peluda, se ahusaban hacia las patas traseras, cortas y flacas. El enorme y viejo animal, probablemente lejos ya de su mejor época, era demasiado duro y correoso para lo que ellos necesitaban, pero, cuando les miró con suspicacia, se dieron perfecta cuenta de que podría ser formidable. Ambos se quedaron inmóviles hasta que se alejó.

Mientras se acercaban, el ruido retumbante que producía la manada fue en aumento, desintegrándose en varios tonos distintos de mugidos y balidos. Jondalar señaló una hembra joven; era casi adulta, a punto de parir; estaba además gordita merced a los pastos del verano. Ayla asintió con un gesto. Encajaron las lanzas en sus lanzavenablos y Jondalar indicó por señas que iba a pasar al otro lado del animal.

Debido a algún instinto desconocido o tal vez porque había visto al hombre en movimiento, el animal notó que había sido escogido como presa. Nerviosa, se acercó más al grueso de la manada. Otros animales se estaban moviendo a su alrededor, lo que distrajo la atención de Jondalar. Ayla estaba segura de que se quedarían sin ella. Jondalar estaba de espaldas, no podía hacerle señas, y la novilla se ponía fuera de alcance. No podía gritar, porque aunque la oyera, eso espantaría al bisonte.

Tomó su decisión y apuntó; Jondalar miró hacia atrás justo cuando ella iba a lanzar, se hizo cargo de la situación y preparó su lanzavenablos. La novilla se movía rápidamente, incomodando a los otros animales. El hombre y la mujer habían creído que la nube de polvo bastaría para ocultarlos, pero los bisontes estaban acostumbrados; la novilla casi había alcanzado la seguridad de la multitud mientras otros se unían al grupo.

Jondalar corrió hacia ella y balanceó su lanza. La de Ayla siguió un instante después, hallando su blanco en el cuello peludo del bisonte, después de que la lanza de él le desgarrara la parte suave de la panza. El impulso del animal lo empujó hacia delante, después se fue deteniendo; vaciló, trastabilló y cayó de rodillas rompiendo la lanza de Jondolar al derrumbarse encima. La manada olió sangre; algunos olfatearon a la novilla caída, mugiendo con inquietud; otros percibieron la presencia de la muerte, empujando y arremolinándose; el aire rezumaba tensión.

Ayla y Jondalar corrieron hacia su presa caída desde direcciones opuestas. De repente, él se puso a gritar y hacer señas con los brazos; Ayla movió la cabeza, sin entender sus indicaciones.

Un novillo, que había estado dando topetazos, obtuvo por fin una respuesta del viejo patriarca y se apartó, corriendo y tropezando con una hembra nerviosa. El macho joven retrocedió, indeciso y agitado, pero su acción evasiva fue interrumpida por el toro viejo. No sabía hacia dónde volverse hasta que captó su atención una silueta bípeda en movimiento; agachó la cabeza y se dirigió hacia ella.

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