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Authors: Jean M. Auel

El valle de los caballos (53 page)

El joven miró para comprobar si su hermano estaba despierto.

–Pasa –dijo Jondalar, sorbiendo; estaba sentado en la plataforma para dormir, cubierta de pieles, y con otras pieles más alrededor; tenía en la mano una taza humeante.

–¿Cómo va tu catarro? –preguntó Thonolan, sentándose en la orilla de la plataforma.

–El catarro está peor; yo, mejor.

–Nadie pensó en tu ropa empapada, y el viento soplaba en serio por el cañón del río mientras regresábamos.

–Me alegro de que me encontraras.

–Y yo de que te sientas mejor –parecía que Thonolan batallaba con las palabras. Se agitó un poco, se levantó y se dirigió a la entrada, volvió sobre sus pasos–. ¿Puedo traerte algo?

Jondalar meneó la cabeza y esperó: algo preocupaba al hermano, y estaba intentando decirlo. Tenía que hacerse el ánimo.

–Jondalar... –dijo Thonolan, y se detuvo–. Llevas mucho tiempo ya viviendo con Serenio y su hijo –Jondalar creyó que iba a referirse a la situación informal de las relaciones, pero se equivocaba–. ¿Qué se siente como hombre del hogar?

–Eres hombre casado, hombre de tu hogar.

–Ya lo sé, pero ¿existe alguna diferencia si hay un hijo de tu hogar? Jetamio se ha esforzado tanto por tener un bebé, y ahora... ha vuelto a perderlo, Jondalar.

–Lo siento...

–No me importa que nunca llegue a tener un hijo. Lo que no quiero es perderla a ella –dijo Thonolan, con la voz quebrada–. Ojalá dejara de intentarlo.

–No creo que sea cosa de ella. La Madre da...

–Entonces, ¿por qué no le deja la Madre que conserve uno? –gritó Thonolan y salió como una exhalación, pasando junto a Serenio.

–¿Te ha dicho lo de Jetamio...? –preguntó ésta; Jondalar asintió con un gesto–. Retuvo éste más tiempo, pero fue más duro para ella perderlo. Me alegro de que sea feliz con Thonolan; se lo merece.

–¿Se repondrá?

–No es la primera vez que una mujer pierde un bebé, Jondalar. No te preocupes por ella, se recuperará. Veo que has encontrado la tisana. Tiene menta, borrajas y espliego, por si tratas de adivinar. Shamud ha dicho que te aliviará del catarro. ¿Qué tal te sientes? Sólo he venido a ver si estabas despierto.

–Estoy bien –dijo Jondalar; sonrió y trató de parecer sano.

–Entonces creo que volveré para hacerle compañía a Jetamio –cuando salió la mujer, Jondalar dejó la taza y volvió a acostarse. Tenía la nariz tapada y le dolía la cabeza. No podía decir con exactitud de qué se trataba, pero la respuesta de Serenio le preocupaba. No quería seguir pensando en ello..., le causaba dolor en la boca del estómago. «Debe de ser este catarro», pensó.

Capítulo 16

La primavera maduró y se convirtió en verano, y los frutos de la tierra hicieron lo mismo. Mientras maduraban, la joven los cosechaba. Era más costumbre que necesidad. Podría haberse ahorrado el esfuerzo. Ya tenía suficiente de todo; quedaba comida del año anterior. Pero Ayla no podía quedarse ociosa; no sabía qué hacer con su tiempo.

Incluso con la actividad suplementaria de la cacería invernal, no había podido trabajar lo suficiente, a pesar de haber curtido la piel de todo lo que cazó, convirtiéndola unas veces en prendas de pelo largo, y otras quitándole los pelos para hacer cuero. Había seguido confeccionando canastos, esteras y tazones tallados y pulidos, y había acumulado suficientes herramientas, útiles y mobiliario doméstico para satisfacer las necesidades de todo un clan. Esperó con impaciencia las actividades veraniegas de recolección de alimentos.

También había deseado el verano para cazar, descubriendo que el método desarrollado con Bebé –adaptándolo para poder prescindir de la yegua– seguía siendo eficaz. La habilidad creciente del león compensaba toda la diferencia. De haber querido, podría haberse mantenido sin cazar; no sólo le quedaba carne seca, sino que, cuando Bebé cazaba solo y con suerte –que era casi siempre–, no vacilaba en apropiarse de parte de lo cazado. Era una relación especial la que existía entre la mujer y el león: ella era madre y, por tanto, dominante; era socio de caza y, por consiguiente, su igual, y Bebé era lo único que tenía ella para amar.

Vigilando a los leones salvajes, Ayla pudo hacer ciertas observaciones sagaces acerca de sus hábitos de caza, los cuales fueron confirmados por Bebé. Los leones cavernarios eran cazadores nocturnos durante la temporada de calor, diurnos en invierno. Aunque cambiaba de pelaje en primavera, Bebé tenía un manto muy tupido, y durante los días estivales, hacía demasiado calor para cazar; la energía desplegada durante la caza le daba demasiado calor. Bebé sólo quería dormir, de preferencia en el interior fresco y oscuro de la cueva. En invierno, cuando los vientos aullaban desde el glaciar septentrional, las temperaturas invernales bajaban hasta un punto capaz de matar, a pesar de un nuevo pelaje largo y tupido. Entonces era cuando los leones cavernarios se enroscaban gozosamente en una cueva que los protegía del viento. Eran carnívoros a la par que adaptables. El espesor y la coloración de su pelaje podía adaptarse al clima y sus hábitos de caza a las condiciones ambientales con tal de que hubiera suficientes presas en perspectiva.

Ayla tomó una decisión a la mañana siguiente del día en que Whinney se fue, al despertar y encontrarse con Bebé dormido junto a ella con el resto de un corzo moteado..., la cría de un ciervo gigante. Se marcharía, no había la menor duda al respecto, pero no aquel verano. Todavía necesitaba de ella; era demasiado joven para quedarse solo. Ninguna familia de leones salvajes lo aceptaría; el macho de la familia lo mataría. Mientras no fuera lo suficientemente adulto para aparearse e iniciar su propia familia, necesitaría la seguridad de su cueva tanto como ella.

Iza le había dicho que buscara a los suyos, que encontrara a su propio compañero, y algún día Ayla habría de reanudar su búsqueda. Pero la complacía no tener que renunciar todavía a su libertad para ir a buscar la compañía de personas con costumbres desconocidas. Aunque no quería admitirlo, existía una razón más profunda: no quería marcharse hasta tener la seguridad de que Whinney no volvería. Echaba de menos desesperadamente a la yegua. Whinney había estado con ella desde el principio, y Ayla la quería.

–Ven conmigo, holgazán –dijo Ayla–. Vamos a dar un paseo y ver si encontramos algo que cazar. No saliste la noche pasada –aguijoneó al león y salió de la caverna haciéndole señas de que la siguiera. Él alzó la cabeza, abrió el hocico en un enorme bostezo que reveló toda su dentadura afilada, y luego se puso en pie y caminó tras ella, de mala gana. Bebé no tenía más hambre que ella y habría preferido quedarse durmiendo.

Ayla había estado recogiendo plantas medicinales el día anterior, tarea con la que disfrutaba y que estaba llena de recuerdos agradables. Durante los años de su niñez, pasados con el Clan, recoger medicinas para Iza le había dado la oportunidad de alejarse de ojos siempre vigilantes que reprobaban rápidamente cualquier acción indebida. Eso le permitía un poco de respiro para obedecer a sus tendencias naturales. Más adelante recogía plantas por el placer de aprender las habilidades de la curandera, y ahora esos conocimientos formaban parte de su naturaleza.

Para ella, las propiedades medicinales estaban tan estrechamente ligadas a cada planta, que las distinguía tanto por el uso como por el aspecto. Los racimos de agrimonia, que colgaban cabeza abajo en la cueva oscura y cálida, servían para hacer una infusión con las flores y con las hojas secas, útil para lesiones y heridas de órganos internos, al igual que altas y esbeltas plantas perennes que, con sus hojas hendidas y sus diminutas flores amarillas, crecían muy altas.

Las hojas de uña de caballo, parecidas a su nombre, tendidas en secadores tejidos, aliviaban el asma cuando se respiraba el humo de las hojas secas quemadas, y eran asimismo un remedio contra la tos mezcladas con otros ingredientes, en forma de infusión, además de un agradable condimento para los alimentos. Ayla recordaba la curación de heridas y de huesos rotos cuando veía las grandes hojas peludas de la consuelda junto a las raíces, secándose al sol, y las vivas caléndulas de alegres colores servían para tratar con éxito heridas abiertas, úlceras y llagas de la piel. La manzanilla era buena para la digestión y para lavar las heridas sin irritarlas, y los pétalos de rosa silvestre flotando en un tazón de agua, al sol, eran una loción olorosa y astringente para la piel.

Las había recogido para sustituir por hierbas frescas las que no había utilizado. Aunque no necesitaba gran cosa de la amplia farmacopea que mantenía bien surtida, le gustaba hacerlo, y le permitía no perder el hábito. Pero teniendo hojas, flores, raíces y cortezas en diversas fases de preparación, extendidas por todas partes, de nada serviría recoger más..., no tenía dónde guardarlas. En ese momento no tenía nada que hacer y se aburría.

Echó a andar hacia la playa, rodeó la muralla saliente y siguió junto a los arbustos que bordeaban el río, con el enorme león cavernario a su lado. Mientras caminaba, Bebé emitía ese sonido que Ayla había llegado a reconocer como su voz para hablar: hnga, hnga. Otros leones hacían sonidos similares, pero cada uno de ellos era distinto, y podía reconocer la voz de Bebé desde muy lejos, así como también podía identificar su rugido. Se iniciaba muy dentro de su pecho con una serie de gruñidos; después se convertía en un trueno sonoro que cubría toda la escala de bajos, que retumbaba en sus oídos si se encontraba demasiado cerca.

Cuando llegó a una roca que era uno de sus lugares habituales para descansar, se detuvo..., realmente no tenía interés en cazar, pero no sabía muy bien lo que quería. Bebé se pegó a ella, tratando de atraer su atención. Ella le rascó detrás de las orejas y dentro de la melena. Tenía el pelaje un poco más oscuro que en invierno, aunque todavía beige, pero la melena le había crecido con un matiz de óxido que no difería mucho del color ocre rojo. Alzó la cabeza para que Ayla le rascara bajo la barba, produciendo un gruñido bajo y continuo de gusto. Fue a rascarle el otro lado y entonces le miró como si lo viera de repente: el nivel del lomo del león le llegaba justo bajo el hombro de ella. Tenía casi la alzada de Whinney, pero era mucho más macizo. No se había percatado de lo grande que se había hecho.

El león cavernario que recorría la estepa de aquella tierra fría al borde de los glaciares vivía en un ámbito ideal para el estilo de caza que mejor le convenía. Era un continente de praderas en el que abundaba una gran diversidad de presas. Muchos de los animales eran grandes: bisontes y ejemplares cuyo volumen era más del doble que el de sus parientes de épocas más tardías; ciervos gigantescos con más de tres metros; mamuts y rinocerontes lanudos. Las condiciones eran favorables para que una especie de carnívoros, por lo menos, pudiera desarrollarse hasta un tamaño que le permitiera cazar animales tan enormes. El león cavernario ocupó ese vacío y lo llenó admirablemente. Los leones de generaciones ulteriores eran pequeños en comparación: la mitad de su tamaño. El león cavernario fue el mayor felino que haya existido jamás.

Bebé era un ejemplar superior de ese depredador supremo: grande, potente, con un pelaje suave debido a su salud y vigor juveniles, y absolutamente complaciente bajo las manos de la mujer, que le rascaban deliciosamente. Si hubiera querido atacarla, ella no habría tenido la menor oportunidad; no le consideraba peligroso; para ella no representaba mayor amenaza que un gatito muy crecido... y ésa era su defensa.

Ella le controlaba inconscientemente, y así lo aceptaba él. Alzando o volviendo la cabeza para que Ayla viera dónde le apetecía, Bebé se sometía al éxtasis sensual de ser rascado, y a ella le gustaba porque le gustaba a él. Se subió a la roca para alcanzarle el otro lado y se estaba apoyando en el lomo del animal cuando se le ocurrió otra idea. Ni siquiera se detuvo a sopesarla: simplemente pasó su pierna por encima y se montó en el lomo como lo había hecho tantas veces con Whinney.

Fue algo inesperado, pero los brazos sobre su cuello le eran familiares y el peso de la mujer insignificante. Ambos se quedaron un rato inmóviles. Cuando cazaban juntos, Ayla había adoptado el gesto que representaba alzar el brazo para arrojar una piedra con la honda, como señal de partida, al tiempo que pronunciaba la palabra «Ve». De pronto, sin vacilar, hizo la señal y gritó la palabra.

Sintiendo los músculos que se crispaban bajo su cuerpo, Ayla se agarró a la melena cuando el león se abalanzó. Con la gracia vigorosa de su especie, Bebé echó a correr a campo traviesa con la mujer a horcajadas sobre su lomo; ella entrecerraba los ojos al recibir el viento en la cara. Mechones de cabellos que se habían soltado de las trenzas volaban tras ella. No controlaba; no dirigía a Bebé como lo había hecho con Whinney, él la llevaba y ella se dejaba llevar, experimentando una exaltación como jamás la había sentido antes.

El súbito arranque de velocidad fue de corta duración, según el estilo de Bebé incluso al atacar. Se fue deteniendo, hizo un gran círculo y tomó a paso largo el camino de la caverna. Con la mujer siempre montada, trepó por el empinado sendero y se detuvo frente al lugar de ella en la cueva. Ayla se deslizó al suelo y lo abrazó, pues no conocía otra manera de expresar las emociones profundas y sin nombre que había experimentado. Cuando lo soltó, Bebé agitó la cola y se dirigió al fondo de la cueva donde encontró su lugar predilecto, se estiró y se quedó inmediatamente dormido.

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