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Authors: Jean M. Auel

El valle de los caballos (48 page)

Sólo una vez inició Bebé la caza prematuramente y dispersó una manada mucho antes de llegar a la zanja. Entonces Ayla se mostró tan indignada con él que Bebé comprendió que había cometido un error grave. La vez siguiente la observó con cuidado y se contuvo hasta que ella se lanzó. Aun cuando no había logrado matar nunca un animal atrapado antes de que Ayla llegara, ella estaba segura de que el pequeño león no tardaría mucho en matar algo.

Bebé descubrió que cazar piezas pequeñas en compañía de Ayla y su honda también resultaba divertido. Si Ayla estaba recogiendo alimentos que a él no le interesaban, cazaba cualquier cosa en movimiento..., a menos de que estuviera dormido. Pero cuando la mujer cazaba, aprendió a quedarse inmóvil al mismo tiempo que ésta, al acecho de la presa. Esperaba y observaba mientras ella sacaba la honda y una piedra, y tan pronto como efectuaba el lanzamiento, salía disparado; a menudo se lo encontró arrastrando la caza, pero otras veces le sorprendió con los dientes en el cuello del animal. Se preguntaba si habría sido su piedra o si él habría rematado la tarea, a la manera de los leones, que ahogaban a un animal para darle muerte. Con el tiempo se acostumbró a mirar cuando él se inmovilizaba, pues olía la presa antes de que ella la viera y, si era un animal pequeño, él atacaba primero.

Bebé había estado jugueteando con un trozo de carne que ella le había dado, sin interesarse en serio, y se había echado a dormir. Despertó con hambre al oír que Ayla subía por el lado abrupto hacia la estepa que se extendía encima de su caverna. Whinney no andaba por allí. Los cachorros abandonados sin compañía en despoblado eran fácil presa de hienas y demás depredadores; Bebé había aprendido la lección temprano y bien. Brincó para seguir a Ayla; apenas llegados arriba, se puso a caminar a su lado. La mujer, sin fijarse en la marmota gigantesca, le vio detenerse, pero ésta los había visto y echó a correr antes de que ella arrojara la piedra. No estaba segura de haber dado en el blanco.

Bebé se había lanzado al instante. Cuando ella llegó adonde él estaba, con las mandíbulas hundidas en las entrañas sangrantes, quiso ver quién de los dos había matado. Le apartó para ver si hallaba una señal del golpe. Bebé sólo se resistió un instante –lo suficiente para que ella le mirara severamente– y entonces cedió sin discutir. Había recibido sobrados alimentos de la mano de ella como para saber que siempre proveía. Incluso después de examinar la marmota, no supo con certeza cómo había muerto, pero se la devolvió al león, alabándole. Haber roto él solo la piel era ya un logro importante.

El primer animal que sin lugar a dudas mató el cachorro fue una liebre. Sucedió una de las pocas veces en que su piedra resbaló. Sabía que había lanzado mal –la piedra cayó a pocos metros de ella–, pero el movimiento había indicado al joven león cavernario que se lanzara en persecución; cuando Ayla llegó, ya estaba Bebé destripando al animal.

–¡Qué maravilloso eres, Bebé! –le halagó generosamente con aquella combinación tan suya de sonidos y ademanes, como se alababa a los muchachos del Clan cuando mataban su primer animal pequeño. El león no comprendió lo que le decía, pero sí se dio cuenta de que estaba complacida. Su sonrisa, su actitud, su postura: todo ello comunicaba sus sentimientos. Aunque era joven para ello, había satisfecho su necesidad instintiva de cazar y obtenido la aprobación del miembro más prominente de su familia; había actuado bien y lo sabía.

Los primeros vientos fríos del invierno provocaron, junto con el descenso de la temperatura, la aparición de hielo quebradizo en el río, además de sentimientos de inquietud en la joven. Había acumulado abundantes existencias de alimentos vegetales y carne para sí, y una buena cantidad de carne seca para Bebé. Aun así sabía que las provisiones no durarían todo el invierno; disponía de heno y granos para Whinney, pero para la yegua el forraje era un lujo, no una necesidad. Los caballos se pasaban el invierno forrajeando, aunque bien sabía ella que cuando la nieve era profunda pasaban hambre hasta que los vientos la barrían, y no todos sobrevivían a la estación fría.

También los depredadores buscaban su alimento durante el invierno, deshaciéndose de los débiles, dejando más alimento para los fuertes. Las poblaciones de depredadores y presas aumentaban y disminuían por ciclos, pero por lo general mantenían cierto equilibrio entre unas y otras. Durante los años en que había menos herbívoros y rumiantes, morían más carnívoros. El invierno era la estación más dura para todos.

Al llegar el invierno, la preocupación de Ayla aumentó. No podía cazar animales grandes con la tierra congelada y dura como la piedra; su método exigía abrir zanjas. La mayoría de los animales pequeños hibernaban o vivían en nidos, alimentándose de las existencias que tenían almacenadas; y eso dificultaba la posibilidad de encontrarlos, especialmente cuando se carecía de la capacidad de olfatear su presencia. Abrigaba serias dudas acerca de poder cazar los animales necesarios para alimentar a un león cavernario que estaba en plena fase de crecimiento.

Durante la primera parte de la temporada, cuando el frío aumentó lo suficiente para mantener helada la carne, y después, congelada, trató de matar todos los animales grandes que pudo, almacenándolos en escondites debajo de montones de piedras. Pero no estaba tan familiarizada con las costumbres de las manadas en movimiento invernal, y sus esfuerzos no fueron todo lo afortunados que había esperado. A pesar de que sus preocupaciones le quitaban el sueño a veces, nunca lamentó haber recogido al cachorro y tenerlo en casa. Entre el cachorro y la yegua, la joven experimentaba pocas veces la soledad introspectiva que solía provocar un prolongado invierno. Por suerte, la caverna se llenaba frecuentemente de carcajadas.

Siempre que salía y empezaba a destapar un nuevo escondrijo, Bebé estaba junto a ella tratando de llegar al animal muerto, aun antes de que Ayla quitara la primera piedra.

–¡Bebé!, ¡quítate de en medio! –y sonreía al ver al leoncito que intentaba meterse entre las piedras. Arrastraba al animal rígido por el sendero y hasta la caverna. Como si supiera que había sido ocupado anteriormente por leones cavernarios, hizo suyo el pequeño nicho del fondo, y se llevaba allí al animal para que se descongelara. Le gustaba mascar una buena tajada antes que nada, y lo hacía con deleite. Ayla esperaba a que el hielo se derritiera, y entonces cortaba un trozo para ella.

Como la provisión de carne en los escondrijos comenzaba a disminuir, se dedicó a observar el tiempo. Al amanecer de un día claro, vivificante y frío, decidió que había llegado la hora de cazar... o por lo menos de intentarlo. No tenía preparado ningún plan específico, aunque no era por falta de pensar en ello. Confiaba en que se le ocurriera algo de improviso, o al menos que una buena ojeada del terreno y las condiciones revelara nuevas posibilidades. Tenía que hacer algo, y no iba a esperar hasta que se terminaran las reservas de carne. Bebé supo que iban a salir de caza tan pronto como vio que Ayla echaba mano de las canastas de Whinney, y se puso a entrar y salir corriendo, presa de excitación, gruñendo y caminando impaciente. Whinney, agitando la cabeza y relinchando, estaba igualmente complacida ante la perspectiva. Para cuando llegaron a la soleada y fría estepa, la tensión y la preocupación de Ayla desaparecían ante la esperanza y el placer de la actividad.

La estepa estaba blanca, cubierta de una delgada capa de nieve recién caída que apenas removía un viento ligero. El aire tenía una crepitación estática tan intensa que no parecía que el sol estuviera presente, salvo por la luz que arrojaba. Los tres lanzaban chorros de vapor al respirar, y el hielo que se formaba alrededor del hocico de Whinney se desparramaba en una pulverización de hielo en cuanto resoplaba. Ayla estaba contenta de contar con su capucha de piel de glotón y las pieles adicionales que todas sus cacerías le habían proporcionado.

Echó una mirada al felino flexible que avanzaba con una gracia silenciosa, y de repente se dio cuenta de que Bebé era casi tan largo como Whinney y que pronto alcanzaría la altura de la yegua. El león adolescente mostraba el inicio de una melena rojiza, y Ayla se preguntó cómo no se había percatado de ello antes; súbitamente más alerta de golpe, Bebé comenzaba a adelantarse con la cola muy tiesa tras él.

Ayla no estaba acostumbrada a seguir pistas por la estepa en invierno, pero incluso a caballo se percibían las huellas de lobos en la nieve. Las huellas de patas eran claras y fuertes, no desgastadas por el viento o el sol, y sin duda alguna, eran recientes. Bebé siguió adelantándose: estaban cerca. Ayla incitó a Whinney a galopar y alcanzaron a Bebé justo a tiempo para ver una manada de lobos cerrando el círculo alrededor de un viejo macho que se había quedado rezagado, lejos de un hato poco numeroso de antílopes saiga.

También los vio el joven león; incapaz de dominar su excitación, se lanzó contra ellos dispersando la manada y frustrando el ataque de los lobos. Éstos, que se mostraban sorprendidos y descontentos, habrían provocado la risa de Ayla, pero no quería alentar a Bebé; «sería excitarle», pensó, «¡hace tanto tiempo que no cazamos!».

Saltando en brincos potentes provocados por el pánico, los antílopes se lanzaron a través de la planicie. La manada de lobos se reagrupó y siguió, a paso menos rápido, pero cubriendo rápidamente el terreno sin cansarse antes de dar nuevamente alcance a la manada. Mientras Ayla se calmaba, echó una mirada severa a Bebé para demostrarle que no aprobaba su conducta. Él echó a andar tras ella, pero se había divertido demasiado para mostrarse contrito.

Mientras Ayla, Whinney y Bebé seguían a los lobos, una idea comenzaba a tomar forma en la mente de la mujer. No sabía si podría matar un antílope saiga con la honda, pero le constaba que podía matar un lobo. No le agradaba el sabor de la carne de lobo, pero si Bebé tenía hambre suficiente, se la comería, y había emprendido la cacería por él.

Los lobos habían avivado el paso. El viejo macho saiga había vuelto a rezagarse, demasiado agotado para mantenerse en el grupo. Ayla se inclinó hacia delante, Whinney aumentó su velocidad. Los lobos rodearon al viejo macho, cuidándose de cuernos y pezuñas. Ayla se acercó para apuntar a uno de los lobos. Metiendo la mano en la bolsa de su manto de piel en busca de piedras, escogió un lobo en particular. Mientras Whinney se acercaba a galope, Ayla lanzó la piedra y luego otra en rápida sucesión.

Dio en el blanco; el lobo cayó, y Ayla pensó al principio que la conmoción que siguió se debía al lobo abatido. Pero entonces vio cuál era la razón verdadera: Bebé había considerado su lanzamiento de honda como una señal para la persecución, pero el lobo no le interesaba, ya que tenía a la vista el muchísimo más sabroso antílope. La manada de lobos cedió el terreno al caballo galopante con una mujer encima que manejaba la honda, y a la carga decidida del león.

En cualquier caso, Bebé no era exactamente el cazador que anhelaba ser..., todavía no. Su ataque carecía de la fuerza y la sutileza de un león adulto. A Ayla le costó unos segundos captar la situación. «¡No, Bebé! ¡No es ese animal!», pensó. Pero se corrigió muy pronto: «Por supuesto, ha escogido el animal correcto». Bebé luchaba por asestar el golpe mortal, colgándose del macho que huía y al que el propio miedo había infundido nuevas fuerzas.

Ayla alcanzó la lanza que había en el canasto tras ella; Whinney, respondiendo a su urgencia, corrió detrás del viejo saiga. El impulso del viejo macho fue de corta duración, perdía velocidad; el caballo, a galope tendido, cubrió pronto la distancia. Ayla blandió la lanza y, justo al darle alcance, golpeó sin darse cuenta de que estaba exhalando un grito de pura exuberancia primitiva.

Hizo que el caballo diera la vuelta, y éste trotó de regreso para encontrarse con que el joven león cavernario estaba montado en el viejo macho. Entonces, por vez primera, proclamó su hazaña. Aunque todavía carecía del tronar estentóreo del macho adulto, el rugido triunfante de Bebé encerraba la promesa de su potencial. Hasta la propia Whinney retrocedió al oírlo.

Ayla se deslizó del lomo de la yegua y le acarició el cuello para tranquilizarla.

–No pasa nada, Whinney. Sólo es Bebé.

Sin considerar la posibilidad de que el león pudiera resistirse y causarle alguna herida grave, Ayla lo hizo a un lado y se preparó para destripar el antílope antes de llevárselo. Él se apartó sin rechistar ante su predominio y ante algo que era exclusivo de Ayla: la confianza en el amor que sentía por él.

Ayla decidió buscar al lobo para despellejarlo. La piel de lobo era caliente. Al volver, se sorprendió al ver a Bebé arrastrando al antílope, y comprendió que pretendía llevárselo él solo hasta la caverna. El antílope era un adulto, y Bebé no lo era. Eso permitió que Ayla apreciara mejor la fuerza de su cachorro... y la potencia que habría de adquirir. Pero si arrastraba el antílope a lo largo de todo el camino, se estropearía la piel. La especie estaba muy extendida; aquellos antílopes vivían en la montaña y en el llano, pero no abundaban. Ayla no había cazado ninguno anteriormente, y además tenían un significado especial para ella: el antílope saiga había sido el tótem de Iza. Ayla quería aquella piel.

Hizo la señal de «¡Ya!» y Bebé vaciló sólo un instante antes de soltar «su» caza; la cuidó todo el camino situándose alternativamente a uno y otro lado de la angarilla hasta que regresaron a la caverna. Contempló con un interés mayor que de costumbre cómo retiraba Ayla la piel y la cornamenta. Cuando le fue entregado el cadáver entero, lo arrastró hasta su nicho del fondo. Después de hartarse, siguió cuidándolo y durmió junto a él.

Eso divertía a Ayla; era evidente que estaba protegiendo su presa. Parecía como si comprendiera que había algo especial en aquel animal. También ella lo creía, aunque por distintas razones. La emoción no la había abandonado del todo; la velocidad, la persecución y la cacería habían sido excitantes..., pero lo más importante era que ahora disponía de otro medio para cazar. Con ayuda de Whinney, y ahora de Bebé, podría cazar lo mismo en verano que en invierno. Se sentía poderosa y agradecida. La yegua estaba tendida, perfectamente tranquila a pesar de la presencia de un león cavernario. La mujer acarició a la yegua y, sintiendo la necesidad de tenerla cerca, se acostó a su lado. Whinney lanzó un breve resoplido por los ollares, satisfecha por la proximidad de la mujer.

Cazar en invierno con Whinney y Bebé sin tener que abrir zanjas era un juego, un deporte. Desde los primeros días en que aprendió a manejar la honda, le había gustado cazar. Cada una de las nuevas técnicas que conseguía dominar –seguir la pista, lanzar las dos piedras seguidas, la zanja y la lanza– le producían siempre una sensación de logro. Pero nada igualaba lo divertido que era cazar con la yegua y el león cavernario. Ambos parecían disfrutar tanto como ella. Mientras Ayla hacía los preparativos, Whinney movía la cabeza y danzaba sobre sus cuatro patas con las orejas erguidas y la cola levantada, y Bebé entraba y salía de la caverna emitiendo suaves gruñidos impacientes. La temperatura no la había preocupado hasta el día en que Whinney la llevó a casa a través de una ventisca cegadora.

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