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Authors: Joaquín M. Barrero

Tags: #Intriga, Policíaco, Histórico,

El tiempo escondido (8 page)

Entró Eduardo y nos abrazamos.

—¡Eh, venga! Esa barriga —dije, tocando su estómago—. ¿Es que aquí no hacéis gimnasia?

—No te confundas —rió—, seguro que te puedo.

—Con la «herramienta», desde luego.

—Cerveza —pidió—. Comes con nosotros.

Moví la cabeza.

—Depende del tiempo. Verás. Tengo un encargo. —Saqué una copia de la hoja de periódico que me había entregado Carbayón. La miró.

—Lo recuerdo. Fue una noticia curiosa.

—¿Curiosa?

—Bueno, realmente insólita. No es frecuente que aparezcan cadáveres de hace sesenta años.

—Sí, están apareciendo cadáveres de cuando la Guerra Civil.

—Pero aislados, en zonas de guerra o en campos de fusilamiento, nunca en el interior de una iglesia y sin tiros en el cuerpo.

—Veo que, en efecto, lo habéis leído.

—Claro, hombre. Estos casos siempre nos incumben.

—¿Tenéis alguna jurisdicción?

—No. Todo está en manos de la Guardia Civil.

—Aquí mismo está la Biblioteca Pública. Quiero ver qué decían los periódicos de aquel año sobre estas desapariciones.

—Te acompaño. Miraré contigo. Luego te presentaré a mi jefe.

La biblioteca está en la plaza Fontán, en pleno barrio antiguo. Había un mercadillo y la animación consiguiente. Subimos a la segunda planta. Hay salas grandes donde la gente lee, estudia y anota sobre grandes bancos corridos. En la ventanilla situada a la izquierda de la sala, me pidieron la documentación. Luego nos abrieron una puerta de cristal y nos colocaron frente a sendos monitores. Trajeron las microfichas de
La Voz de Asturias
y de
La Nueva España
desde enero de 1942 hasta febrero de 1943. Las noticias eran reflejo de lo que el régimen permitía. Hacían hincapié en las pérdidas sufridas por los ingleses y los norteamericanos ante alemanes y japoneses. Había exaltación de la aventura rusa de la División Azul, resaltando gestas heroicas de oficiales y soldados muertos por defender la civilización occidental. Los bolcheviques perdían miles de carros de combate en el Cáucaso. Las pérdidas de los rojos eran elevadísimas, por lo que estaban organizando batallones femeninos para cubrir esas bajas. Llegaba el carguero
Monte Orduña
con 800 toneladas de trigo argentino y se esperaban otros envíos de cereales y carne. La Delegación Provincial de la Comisaría General de Abastecimientos y Transportes anunciaba suministros de jabón, alubias, aceite, azúcar, patatas y carne. Cada día había una columna destacada de Vida Religiosa. Se hablaba mucho del Seguro de Enfermedad, recién instaurado. Casi todo el cine era italiano, destacando
La Corona de Hierro
, de Alessandro Blasetti, como extraordinaria producción. Loas y adhesiones al Caudillo en visitas realizadas a diversas regiones, principalmente la de Cataluña del 42. Noticias planas, sin relieves. Nada de crímenes, desapariciones, tragedias naturales, movimientos huelguísticos ni reclamaciones salariales. Los «productores» (el término «obrero» estaba prohibido) de toda España estaban fervientemente con Franco y su política social. Nada de las acciones de la Guardia Civil contra la guerrilla. Simplemente no existían guerrilleros. Solamente esta noticia en
La Voz de Asturias
: «Jefatura de Orden Público. Muerto un individuo que fue capitán durante el dominio rojo». Tomé algunas notas. Fundamentalmente quería establecer el valor del dinero. El periódico costaba 25 céntimos. Seiscientas veces menos que ahora. Era una pista relativa de lo que supondrían ahora esas 250 000 pesetas que José Vega reclamaba.

Tras casi dos horas de minuciosa lectura, lo dejamos sin haber encontrado ninguna mención sobre los eclipsados de Prados, como si nunca hubieran existido. Eran las 14.15. Al salir, nos cayó encima un fuerte aguacero que aventó el mercadillo. Eduardo había dejado el coche cerca. Me llevó a la comisaría, pasando por la calle Uría y el frondoso parque de San Francisco con sus añosos e imponentes castaños. La comisaría está justo enfrente del hotel Reconquista, donde tenía reservada habitación para esa noche. Es un edificio sólido, de fachada austera ocupando media manzana. La zona es impecablemente limpia. Un guardia tras el menguado mostrador y dependencias a derecha e izquierda. Subimos al primer piso. A la derecha, al fondo, asomado al parque, está el despacho del comisario.

—Así que eres el famoso Corazón —dijo, dándome la mano con fuerza—. Mi nombre es José. Siéntate.

—¿Famoso? —repetí, aceptando la silla ofrecida mientras ellos ocupaban sus asientos.

—Aquí también leemos los periódicos. Algún caso tuyo ha trascendido.

—Está en lo de los cadáveres aparecidos hace meses en Cangas del Narcea —orientó Eduardo. Miré a José, que había achicado los ojos. Era un hombre alto y ancho de hombros, muy moreno de pelo, con un bigote espeso. Tenía gran parecido con el Nasser que presidió Egipto.

—¿Qué es lo que tienes?

—Nada. Comienzo ahora. Dice mi cliente que el caso no camina.

—¿Quién es tu cliente?

—El hijo de uno de los asesinados.

—Si la Guardia Civil no ha encontrado nada, olvídalo. Hincan el diente y es difícil que lo suelten.

—Parece que en este caso se les cayó la dentadura.

Movió la cabeza.

—Tienen buenos investigadores científicos. Quizá no hayan actuado con la perseverancia necesaria o puede que estén investigando todavía. Quizá piensen que no merece la pena, que no hay asesino suelto.

—Según mi cliente, no están haciendo nada. Como si en vez de restos contemporáneos hubieran aparecido momias prehistóricas.

—Si el caso hubiese sido nuestro, ya lo habríamos resuelto.

Nos echamos a reír los tres.

—¿Qué tal os lleváis?

—¡Qué decirte! No nos matamos por ayudarnos. Tú has sido policía y sabes cómo funciona esto.

—¿Hubiera sido un asunto de interés para vosotros?

—Seguro. Y más si lo manda un juez.

—¿Por qué, si era de un interés palpable, el juez desestimó el hacer averiguaciones? Sólo abrió el caso a instancias de un familiar.

—Ahí tienes la respuesta. Sólo uno de los herederos ha pedido la apertura del caso. Parece ser que el otro ha pasado de largo. Salvo para tu cliente, hay cosas más importantes y actuales en el mundo donde aplicar los esfuerzos. El juez se vio obligado a incoar expediente al haber denuncia. Pero se aprecia que de forma rutinaria.

—No hay referencias sobre los hechos en la prensa de entonces. ¿Crees que se conservarán los informes de la investigación? —dije.

—Se deben conservar, y más en un caso tan extraño, aunque si hubo circunstancias políticas pudiera ocurrir que hubieran sido destruidos para tapar a alguien. Fueron años excepcionales.

La lluvia se había convertido en un imperceptible
urbayu
. Crucé la calle con Eduardo y entramos en el hotel, edificio del siglo XVIII, monumento nacional y antiguo hospicio y hospital. Era tarde para comer y yo tenía que tomar algunas notas. Quedamos para la cena en el restaurante del hotel.

27, 28, 29 y 30 de enero de 1925

¿Piensas acaso tú que fue criado

varón para el rayo de la guerra,

para surcar el piélago salado,

para medir el orbe de la tierra

o el cerco por do el sol siempre camina?

¡Oh, quien así lo piensa cuánto yerra!

A
NDRÉS
F
ERNÁNDEZ
D
E
A
NDRADA

La destartalada tropa uniformada de boinas no llamaba la atención por su bizarría. Los muchachos estaban en el nivel agónico del imperio que los militaristas querían recrear. Derrengados muchos, atemorizados los más, desmotivados todos. Con ropas descalificadas y gestos de perdedores. Así los veían los transeúntes, quienes, sin embargo, los aplaudían porque, siendo una juventud necesaria para sacar al país adelante, se les enviaba al matadero a cambio de nada. La extensa hilera atravesó la plaza de Atocha hasta entrar en el gran patio al aire libre de la estación. Eran muchos y finalmente hubieron de desparramarse por la calle de Méndez Álvaro, la propia plaza y por las anchas aceras del paseo de la Infanta Isabel. El cielo estaba encapotado. Manín y su grupo acamparon debajo de la frontal de la estación, bajo el gran reloj que en esos momentos marcaba las dos de la tarde. Descansaron un rato de la caminata, echados y sentados en el suelo. Después, Antón, Sabino y César fueron por agua, llevando las botellas de sidra vacías que habían conservado. No fue tarea fácil, porque todos tenían sed y se formaron colas enormes ante la cantina y las tabernas de la zona. Al fin, llegaron con agua y vino. Sacaron las viandas y recompensaron a sus estómagos con la primera comida del día. El rumor y el humo de esos cientos de reclutas subía sobre los muros de ladrillo rojo y del gigantesco armazón metálico, formando una atmósfera espesa que renunciaba a esparcirse por la plaza.

Los sargentos les dijeron que hasta la salida del tren, por la noche, tenían libre y podían disponer de su tiempo. Algunos fueron a visitar a los familiares que vivían en la ciudad, otros recibieron esas visitas, como Antón, cuyos tíos vinieron a verle y quisieron llevárselo a su casa, lo que el pelirrojo declinó porque prefería quedarse con sus camaradas.

Dejaron las maletas y bultos al cuidado de César y los cuatro amigos fueron a dar una vuelta. Admiraron en primer lugar el grupo escultórico situado en el ático del imponente Ministerio de Fomento, con sus alados caballos. No había bellos edificios en la plaza, y sólo destacaban la mole del Hospital General y el núcleo de la estación. Lo demás, salvo el hotel Nacional, eran casas sin relevancia. Cruzaron por el centro de la adoquinada plaza, como hacían las gentes, los tranvías, los carros de mulas y los escasos coches sin estorbarse unos a otros porque había espacio de sobra. En medio de la explanada, la figura en bronce de un hombre se mostraba encaramada a un pedestal de piedra. Pedrín se sorprendió al ver que no era un arrogante militar sino un civil, que se hubiera confundido con un viandante de no haber estado en la peana.

—¿Quién ese ése?

—Claudio Moyano. Intelectual, profesor, humanista. Un hombre de letras —indicó Antón.

—Ésos son los hombres necesarios en este país. No matones con uniformes ni embrutecedores con sotanas —aseveró Manín,

—Os enseñaré el Museo del Prado —dijo Antón. Caminaron hacia el paseo del mismo nombre que, en realidad, era un frondoso parque al que seguían llamando Jardín del Prado, como antaño. Estaba repleto de altos árboles en hileras, que impedían ver el cielo. Una restringida vía unía la plaza de Atocha con la de Neptuno por la acera del hotel Nacional, delineando casas de baja altura y algunos palacios ajardinados, por donde pasaba la doble línea de tranvías, apuntando sus
troles
al cielo, en mezcolanza con carros tirados por mulas, lóbregas berlinas cuadradas y comatosos autobuses con los techos llenos de bultos. Del museo entraban y salían gentes con aspecto extranjero. Era un lugar realmente agradable en su quietud orlada por el piar de multitud de pájaros. Vieron los hoteles Palace y Ritz y la estatua del dios del mar. Luego llegaron a Cibeles donde admiraron a la diosa domadora, el palacio de Comunicaciones y el palacio de Linares.

—¿Qué te parece ahora la ciudad? —Antón miró a Manín.

—Tenías razón. Parece otra.

—Mira —dijo Antón señalando un palacio de ladrillo rojo semiescondido entre una arboleda—: es el Ministerio de la Guerra. Ahí es donde deciden nuestra suerte.

Los otros contemplaron desde lejos las gruesas verjas y el movimiento de los soldados de guardia.

—No lo deciden —contestó Manín—. Lo decidieron.

—Ahora —añadió Pedrín—, serán los moros quienes decidirán nuestro futuro.

Empezó a llover y el frío se insinuó. Se arrebujaron bajo sus capotes y decidieron regresar. César había agrupado los bultos bajo la marquesina de la estación. Sabino sacó los recados de escribir y se dispuso a hacerlo, sentado en su maleta.

—Pronto empiezas —dijo Pedrín—. ¿Escribes a tu familia o al amo?

—A nadie. Apunto las cosas que voy viendo.

Manín miró a César, sentado en su maleta de madera, quieto como un mueble. Miraba al bullicio sin mostrar curiosidad ni emoción.

—Y tú, ¿no haces lo que éste?

—No sé escribir —rezongó César sin rehuir la verde mirada de sus bellos ojos, incongruentemente apresados en tan disforme rostro.

—Te enseñaremos. Tendremos mucho tiempo.

La noche acudió al fin. El convoy formado era muy largo y sólo militar, con los vagones tipo tranvía. Estaba detenido, fuera de la cubierta de la estación en una vía secundaria y la primera de las dos máquinas llegaba hasta la zona denominada El Pacífico, entre Atocha y Vallecas. Ambas resoplaban impacientes y lanzaban chorros de humo negro, que el resplandor pintaba de blanco. Se habían incorporado reclutas de Aragón, Extremadura y toda la zona de Castilla la Nueva. Ello dio lugar a que una gran muchedumbre llenara todo el ámbito de la estación, andenes y paseos ya desde las primeras sombras. La barahúnda era tremenda y el griterío ensordecedor. A las dos de la madrugada, cuando el tren arrancó entre pitidos, haciendo destellar al frente las pequeñas gotas de lluvia, las exclamaciones, llantos y gritos subieron al paroxismo. Esa inconsolable multitud no despedía a excursionistas sino a vidas jóvenes que iban a la peor de las suertes. Manín y sus amigos, asomados a las ventanillas y aplastados por el peso de los que por encima de sus hombros querían ver, miraban el emotivo espectáculo, al que no podía parangonarse el vivido en Oviedo. Esos miles de personas de todas las edades agitando brazos y pañuelos, esas gentes que corrían acompañando al tren, saltando sobre las piedras y baches del arcén, ese clamor de angustia interminable. Pedrín sintió la emoción ajena, que también era la suya porque la despedida era para todos los del tren. Pensó en los suyos y en el rostro imborrable que quizá no volvería a ver. Se desasió de los que le rodeaban y se sentó junto a César, que permanecía solo y ajeno al desplome del mundo. En voz baja inició el
Asturias Patria querida
. César le miró y movió los labios. Antón se colocó a su lado y le acompañó. Llegó Manín y su fuerte voz marcó un diapasón al que finalmente todos los del vagón se unieron. Las estrofas del adiós y del reencuentro con la amada tierra, conocidas y cantadas en toda España por generaciones, atronaron el coche y se expandieron por el aire húmedo una y otra vez hasta que las voces se agotaron. Luego se instaló un silencio en el que la nostalgia gritaba mudamente. Y más tarde, cuando la ciudad quedó atrás devorada por las sombras, las conversaciones fueron aflorando quedamente, en susurros, como si nadie quisiera romper el mágico momento vivido por esos jóvenes, desconocidos entre ellos la mayoría pero unidos por un mismo destino.

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