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Authors: Joaquín M. Barrero

Tags: #Intriga, Policíaco, Histórico,

El tiempo escondido (4 page)

Diana apareció, refugiada en una bata. En su rostro tumefacto destacaban sus ojos desorbitados.

—¿Lo has, lo has…?

Negué. Fui hacia ella, que me abrazó llorando desconsoladamente. La abracé y acaricié en silencio su pelo. Mi hermana.

—Coge algo de ropa y lo que creas conveniente —dije, separándola—. Abajo está mi coche, en esta misma acera, junto al hotel. Toma las llaves. Espérame dentro.

—No…, ésta es mi casa —opuso ella.

—Ya no. Se acabó. —Toqué su rostro. Con la hinchazón no parecía la bella mujer que es y que su verdugo conoció.

—¿Qué…, qué vas a hacer? —En la pregunta latía un temor invencible.

—No te preocupes. Ahora quiero que te vayas. Hazlo.

Cuando salió volví a la cocina. Gregorio seguía en la misma postura. Un hilo de sangre le impregnaba la frente. Tenía la boca abierta y una baba le colgaba como si fuera la huella de un caracol. Llené una jarra de agua y se la eché sobre su cara. Abrió los ojos, movió los brazos e incorporó la cabeza. Empezó a recordar.

—¿Me ves? —le dije.

Intentó moverse. Le sujeté y le tendí en el suelo, boca arriba. Movía los miembros impetuosamente deseando modificar la posición de ambos. Mi fuerza le abrumó. Le di varios agobiantes puñetazos en el estómago. Boqueó como un pez y se puso en posición fetal. Al poco rato, volví a tenderle y repetí la ración. Empezó a gemir como un bebé. Para entonces, su otrora poderoso pene se había convertido en un pingajo sin relevancia. Por tercera vez le golpeé el estómago varias veces. Se desmayó. Me incorporé. Hacía calor, con la calefacción en el punto más alto, como a él le gustaba. Tuve sed. Bebí mientras miraba por la ventana a los aviones aterrizando y despegando por las pistas. «Como un río, sin descanso», me dije. Como la vida misma. Nada se detiene. Me acerqué al caído. Le puse los brazos en la espalda, le doblé las rodillas y le subí sus pies por detrás. Até los brazos a los pies con una cuerda que saqué del maletín. Para eliminar huellas, coloqué en sus tobillos y muñecas, bajo la cuerda, unas tobilleras y muñequeras acolchadas. Le contemplé. Aun en tan mal estado, tenía buena pinta, como el actor de cine americano al que se parecía. No era de extrañar que Diana se enamorase de él. Volví a echarle otra jarra de agua en la cara. Regresó a la consciencia. Se puso a vomitar encima. Se percató de que estaba atado e intentó soltarse. Sus músculos se tensaron, pero no aflojaron la atadura. Se aquietó y me miró con odio.

—Te vas a cagar cuando esté suelto —dijo, escupiendo baba.

Corté un trozo de adhesivo y se lo pegué en la boca. Del maletín saqué un motor de función múltiple. Sobre el eje puse una hoja de sierra circular. Lo conecté a un enchufe y lo probé. La sierra giró a dos mil cuatrocientas vueltas por minuto. Con ella en la mano le miré y noté sus ojos aterrorizados. Del maletín saqué un alicate y le cogí el pene, sin contemplaciones, estirándoselo. Gritó sordamente, moviéndose con violencia. Sin soltar el miembro, pisé su cuerpo contra el suelo y aproximé la silbante radial.

—Si te mueves, adiós —advertí.

Quedó quieto, con los ojos descolocados. La girante hoja se detuvo a unos centímetros del sexo, del que manaba un hilillo de sangre por donde lo sujetaba el alicate. Horrorizado negaba: «¡Huooooo, huooo!». Supuse que decía: «No, no». Retiré y aproximé la herramienta, repitiendo varias veces el ciclo hasta que no aguantó y volvió a desmayarse. Apagué la máquina y le solté el miembro. Nuevo jarro de agua. Tosiendo, volvió a su cruda realidad. Quité la hoja de sierra y puse una broca del número cuatro. Lloraba, aunque todavía había fiereza en sus ojos. Le sujeté la cabeza contra el suelo y conecté la máquina. La broca giró velozmente mientras la aproximaba a uno de sus ojos. Intentó moverse, pero le inmovilicé. Repetí la función de antes, esta vez acercando y retirando la broca de sus ojos. Las lágrimas le caían como si dentro tuviera un grifo. Apagué la máquina, quité la broca y lo guardé todo en el maletín. Luego le desaté y guardé también la cuerda y los almohadillados. Él se había enroscado como un puerco espín al ser atacado. Le obligué a estirarse. Saqué una bolsa de plástico transparente de un bolsillo y rápidamente metí dentro de ella su cabeza, a pesar de sus manotazos y patadas. Golpeé otra vez su vientre varias veces. Cedió en su resistencia. Cerré la bolsa en su cuello. Intentó quitársela agarrando mis manos y luego buscó romperla pero era un plástico duro. Sus ojos se desequilibraron de un modo penoso mientras todo mi peso aplastaba su cuerpo. La bolsa se llenó de niebla. Sus miembros se relajaron. Quité la bolsa y vi que aspiraba el aire. Se acurrucó y lloró en voz alta, agitando el apolíneo cuerpo. Llené la jarra con agua y se la eché encima. Se sacudió, reptó hacia atrás hasta chocar contra la pared de azulejos, dejando un rastro de orín y heces. Ya no había odio en su mirada, sino verdadero miedo. Cogí una banqueta y me senté frente a él.

—Escucha —inicié—. Nunca más volverás a tocarle un solo pelo a Diana. Ya no es tu mujer. Quizá la veas algún día. Si ello ocurriera, pon tierra de por medio. ¿De acuerdo?

Me incliné hacia él.

—No te oigo. Quiero saber si has entendido lo que te he dicho. —Volví a golpearle, esta vez en el sexo. Se quedó quieto, totalmente apiltrafado, con la cabeza caída sobre su castigada cintura.

—Síííí… sííííí.

—Bien. Mírame. —Lo hizo, mostrando las huellas de su sufrimiento—. Con la bolsa has sabido lo que es el terror y la soledad de la víctima. Has visto llegar la muerte. Pero en realidad no pienso matarte.

En sus ojos brilló una tenue luz.

—Veo que no me has entendido. Te lo explicaré mejor para tu corto conocimiento. —Hice una pausa—. Los maltratadores sabéis que no recibís castigo. Dais palizas a indefensas mujeres sin costo alguno a cambio. Y si se os va la mano y matáis, unos años en el trullo y a la calle, a seguir en lo mismo. Las leyes os protegen, pero yo tengo las mías.

Siguió mirándome, mientras alrededor de sus ojos se insinuaban los primeros moratones.

—Si le haces algo a Diana, si la amenazas, si la llamas siquiera, te cortaré la polla y te taladraré los ojos. Estarás vivo, pero ciego y sin paquete. Un eunuco ciego.

Guardé silencio. Él permanecía desmadejado y respirando entrecortadamente. Su arrogancia había desaparecido del todo.

—Quizá desees ponerme una denuncia. No te lo aconsejo. No tienes pruebas ni huellas de mi actuación. No he estado aquí. No te he visto. Y si el rencor te ciega y caes en tentaciones absurdas, como la de enviarme algunos matones, olvídalo. Un castrado ciego no es algo que envidiar.

El ruido de un avión puso tregua a mis sentencias. Continué:

—Esta casa ya no es tuya. Ni de Diana. No quiero saber nada de este lugar. Hablaremos con la financiera. Resolveremos el crédito. El piso también es mío, porque soy el avalista y porque he ido pagando la parte de Diana. Te llevarás la parte que has pagado más la parte proporcional si se vende con beneficios. Ni un duro más. Ni una peseta menos. No quiero deberte nada. Te informaré cuando llegue el momento.

Me levanté y bebí más agua. Sin sentarme añadí:

—Mientras, no vas a vivir aquí. Coge tus cosas y lárgate. Te doy hasta esta tarde. Si no te has ido te mandaré escaleras abajo. ¿Entendido?

Asintió con la cabeza. Se le estaba hinchando la frente. Dejé que viera en mis ojos la furia inhumana que su presencia me producía. Cogí el maletín y busqué la salida. Miré por el pasillo. Nadie. Antes de cerrar, oí su respiración entrecortada. Seguramente le saldría una úlcera en el estómago y su pene entraría en cuarentena. Me quité los plásticos de los pies y los guantes. Bajé al coche sin encontrarme con ningún vecino. Diana tenía una bufanda sobre la cara. Huellas negras sombreaban sus ojos. Volvió a llorar. No intenté consolarla. La llevé a la Casa de Socorro de la calle Alameda, donde la curaron y le hicieron un informe. Después fuimos a la sociedad médica que yo pagaba para ambos, desde el accidente, y que no dejé de hacerlo cuando se casó. Le hicieron radiografías. No tenía nada roto, aunque su rostro era ya como una careta de feria. Conduje hasta la ronda de Toledo y detuve el coche cerca de la comisaría. Pusimos la denuncia y entregamos los informes. Más tarde, en mi apartamento de la calle de Atocha, y con una taza de café en las manos, ella dejó escarpar su amargura.

—Cuando me paro a pensar, creo que todo es de otro mundo. Tan enamorada como estaba de ese hombre…

—No te molestará más. Le di hasta esta tarde para sacar sus cosas del piso. Mañana iré con un cerrajero y cambiaré la cerradura.

—¿Y si no se quiere ir o te arremete? Sabes que es un malvado.

—Creo sinceramente que no estará. Y si está, peor para él.

—¿Qué ocurrió, qué le has hecho?

—Le puse el futuro tan negro como él te puso tu pasado. Porque tu vida con esa calamidad ya es el pasado.

—¿Qué piensas hacer con el piso?

—Venderlo. Aunque legalmente es tuyo y de Gregorio, en cuanto retire el aval la financiera resolverá el hipotecario. No ejerceré el derecho por no entorpecer la venta. Pero soy el árbitro. No quiero que vuelvas por allí. Si has de iniciar una nueva vida, habrá de ser lejos de lo que fue tu mundo con ese miserable.

—Es una pena, es un piso muy bueno.

—Encontraremos otro mejor. Y sin aviones molestando.

Quiso iniciar una sonrisa y el dolor le dibujó una mueca. Se echó a llorar. Cogió mi mano derecha entre las suyas y la acercó a su mejilla.

—Si no te tuviera…

—Siempre me tendrás. Conseguiremos que seas feliz.

—Tú no lo eres.

Sonreí hacia ella.

—No puedo quejarme.

—Eres fuerte, como la piedra berroqueña, pero sé que Paquita te hizo mucho daño. Por mi culpa.

Su voz se llenó de congoja.

—Quedamos en que no volverías a decir eso. Nunca más. Porque no es cierto. No tienes ninguna culpa de lo que ocurre en el mundo.

—Si hubiera…

Levanté una mano.

—Nunca más.

Volvió a su café, que ya no humeaba. Hubo un silencio. El ruido de los coches llegaba amortiguado con las nuevas ventanas de PVC.

Me puse en pie y miré abajo, a través del doble vidrio. La calle estaba atascada. Sin embargo, la zona me gusta. Es una parte de la ciudad con personalidad. La finca es sólida. El apartamento tiene un salón relativamente espacioso, dos habitaciones, un baño grande y una cocina esmirriada.

—¿Dónde voy a vivir, Corazón?

—Aquí. Puedes usar una habitación. O si quieres, puedes ir al piso de Moralzarzal. El aire de la sierra te sentaría bien y te curaría mejor.

—Prefiero quedarme aquí, contigo.

—Quizá sea lo mejor. Aquí estarás más vigilada.

—¿Crees que él me seguirá?

—Nunca se sabe qué hará un maltratador. La estadística dice que vuelven a las andadas. Son enfermos mentales. Pero creo que éste se lo pensará dos veces.

—Vi cómo lo manejaste. Siempre creí que te vencería. Por eso nunca te dije nada hasta que ya no pude más. Eres verdaderamente rudo. Incluso a mí me asustaste.

—Te asusté… —musité, mirándola.

—No…, no fue temor de que me hicieras algo, ¡Dios mío!, hacerme daño tú… No. Fue una sensación, algo así como…, como si hubiera entrado una fiera. Ahora sé que nada puede vencerte.

Miré a la gente, abajo. Hormigas en el gran misterio. ¿Cuántos son los momentos de verdadera felicidad en una vida?

—¿Algún problema con tu colegio?

—No —contestó—, se portan estupendamente. Conocen la situación y me darán el tiempo necesario.

Diana es licenciada en Ciencias de la Información. Trabaja, sin embargo, de maestra en un colegio de Leganés, en el área Territorial Madrid–Sur, adscrito a la Consejería de Educación de la comunidad madrileña. Es una chica amable y capacitada, y no me extraña que la quieran.

—Llama a Berta o a Arancha. Quiero que te acompañen cuando yo no esté.

—No podré estar aquí siempre.

—Cuando se venda el piso, compraremos uno que te guste.

—No será fácil venderlo por la crisis. Nadie compra pisos ahora. No deberíamos malvenderlo.

—Cada cosa en su momento, Diana. A veces no podemos elegir lo conveniente sino lo necesario. Y si tarda en venderse, veremos cómo apañar una entrada para el nuevo.

—No quiero que pongas más dinero en mí. Es demasiado lo que haces. No eres rico.

Me quedé pensativo un momento. Miré la hora. Pasaban unos minutos de las dos. Llamé a Sara.

—Iré más tarde —le dije.

—¿Qué… ha pasado?

—Todo bien. Luego te explico. Dame el teléfono del señor Vega.

Lo apunté, colgué y volví a marcar. Después de tres timbrazos se oyó la voz cavernosa.

—¿Quién?

—Soy Corazón. He resuelto el problema personal que tenía. Creo que ahora puedo encargarme de su caso.

—Lo celebro. ¿Qué hacemos?

—Podríamos vernos mañana, en mi oficina, a la misma hora. Aprovecharíamos que es sábado, así no nos molestarán y el lunes puedo empezar temprano en el caso.

—De acuerdo.

—Tráigame toda la documentación que tenga para estudiarla el fin de semana. Haremos un contrato. No se olvide de la chequera para la provisión de fondos. Respecto al importe del trabajo en sí, convendremos uno justo en relación con el mismo. ¿Le parece?

—Me parece.

Dejé el auricular y me volví a Diana.

—Bueno. Es hora de comer. Aquí hay de todo. ¿Quién va a preparar un buen almuerzo para dos solitarios?

26 y 27 de enero de 1925

Pasáronse las flores del verano,

el otoño pasó con sus racimos,

pasó el invierno con sus nieves cano

y las hojas que en las altas selvas vimos…

A
NDRÉS
F
ERNÁNDEZ
D
E
A
NDRADA

Manín se sentó en el
iscanu
frente al tazón lleno de leche y pan negro desmigado. Al otro lado de la mesa, su madre y su hermana, en silencio y con las cabezas abatidas, simulaban comer. Junto a ellas la abuela, que lloraba. El abuelo estaba en un extremo del
iscanu
. Él y Manín habían hecho su faena antes del canto de los gallos. Habían soltado a los cuatro
gochus
. Luego arreglaron el establo, dieron hierba del
pacheiru
a las dos
vaches
y las ordeñaron. Ellos no tenían prados propios. Sólo la huerta era suya. En verano, llevaban las vacas a las
brañas
para que pastaran libremente y recogían hierba de los montes en
pacas
para almacenarla. En invierno, las vacas no salían del establo y se alimentaban de la hierba guardada. Los que tenían prados sí sacaban sus vacas en invierno a sus terrenos, salvo que el tiempo fuera verdaderamente hostil. Ellos habían procedido como cualquier día normal. Pero no era un día normal. Sin dejar de masticar, Manín miró a la abuela.

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