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Authors: Irving Wallace

El Séptimo Secreto (45 page)

—¿Dónde fue Bormann?

—Tenía que encontrarse con nosotros para quedarse después en el otro búnker...

—¿Y lo hizo?

Por un momento Eva parecía desconcertada.

—No. Bormann iba a encontrarse con nosotros en la otra entrada...

—¿En el café Wolf?

—Tenía otro nombre entonces. Era un bar en el mismo sitio. Pero... yo no sé... Bormann no vino nunca. Más tarde alguien dijo que le mataron cuando abandonaba el búnker del Führer, tal vez una explosión de artillería rusa. No lo sé.

Foster vio que su atención comenzaba a dispersarse, y confió en que no hubiese perdido la memoria.

—Eva, este búnker al que escapasteis tú y Hitler, ¿cuándo fue construido?

—Después de Stalingrado. El Führer tenía el plano.

—¿No tenía miedo Hitler de que los trabajadores revelaran la localización secreta?

—No lo sé... Nunca lo había pensado.

—Así que tú vivías debajo, en este búnker, y ¿nadie lo descubrió?

—Nadie.

—¿Abandonó Hitler alguna vez el búnker para subir a la ciudad?

—No, nunca, claro que no.

—Y tú, ¿saliste alguna vez de aquí dentro, mientras Hitler vivía?

—Yo quería, claro, pero el Führer no lo permitía. Hasta que tuvimos el bebé...

¿Tuvieron un bebé? Foster no podía dar crédito a lo que oía. Examinó su rostro inexpresivo en busca de algún indicio de fantasía. Y dijo lentamente:

—¿Tú y Hitler tuvisteis un bebé?

—Todo el mundo lo sabe —dijo con impaciencia.

—Sí, claro. Entonces tuvisteis el bebé y...

—Antes de que mi marido enfermara gravemente. Cuando tuvimos a Klara, mi marido quería que creciera normalmente dentro de Berlín, pero que nunca se supiera que era hija nuestra. Así que, después de todos aquellos años en el búnker, me permitió salir y llevarme a Klara conmigo. El café Wolf estaba ya allí por entonces y salí...

—¿A quién entregaste a Klara?

—A mi antigua doncella, la primera, Liesl. Wolfgang Schmidt se enteró de que Liesl se había instalado en Berlín. Pensó que no era peligroso contarle a ella nuestra huida, especialmente después de darle una gran suma de dinero. Schmidt lo arregló todo para que Liesl se quedara con Klara como si fuera su propia hija.

—Ésa fue la primera vez que saliste. ¿Cuál fue la siguiente?

—Unos cuantos años después. —Se dibujó una mueca de dolor en el rostro de Eva cuando continuó diciendo—: Tras la muerte de mi marido.

—¿Estaba muy enfermo?

—Sólo hacia el final. Antes se encontraba bien. Se ocupaba de planear el futuro, a veces leía, escuchaba música, incluso pintaba. Yo le decía que pintara para distraerse. —Pareció confundida de nuevo—. No, fue antes de que muriera, algunos años después del nacimiento de Klara, cuando salí por segunda vez. Quería sacar fotografías de algunos de sus viejos edificios favoritos para que los copiara, los pintara, pero sólo pude encontrar uno, el edificio de Hermann, el Reichsluftfahrministerium de la Leipzigerstrasse. Unos cuantos años después, vi el Muro por primera vez, una atrocidad arquitectónica en una maravillosa ciudad...

—¿Y cuándo murió tu marido?

—Cuando murió el presidente de los Estados Unidos, cuando lo mataron, a Kennedy, en Texas, Lo dijo la radio. Mi marido murió de la enfermedad de Parkinson aquel día. —Sus ojos se humedecieron—. Celebramos una ceremonia. Luego le incineramos.

—¿Después de aquello saliste del búnker?

—Una vez al mes, aproximadamente, para ver a Klara y a Liesl y a veces a Schmidt. Nadie podía reconocerme ya, así que no había problema. Poco a poco comencé a abandonar el búnker más a menudo, y pronto cada semana, para ver a Klara, como si fuera su tía Evelyn. Adorable Klara, tenía alguien para mí. Además, claro, estaba el trabajo...

—¿Qué trabajo?

—Ya sabes, seguir adelante con lo que había estado haciendo mi marido.

—¿Te refieres a provocar un conflicto entre los Estados Unidos y la Unión Soviética?

—Oh, eso iba a pasar de todos modos, mi marido estuvo siempre seguro —sonrió débilmente—. Será maravilloso el día en que los veamos destruirse mutuamente. Tenemos la misma aversión hacia la Unión Soviética que hacia los Estados Unidos, aunque Norteamérica ha tenido un dirigente que merece nuestro respeto. Me refiero al presidente cowboy, que rindió honores a nuestros cuarenta y nueve muertos de las Waffen SS, en el cementerio de Bitburg, la primavera pasada. Mi marido habría apreciado su gesto. Pero todos los demás americanos y rusos siguen siendo nuestros enemigos. Será bueno saber que se han destrozado unos a otros.

—¿Y este conflicto entre norteamericanos y soviéticos...?, ¿cuándo va a suceder? ¿Sabes cuándo?

—Algún día, algún día en el futuro. —Su voz dejó casi de oírse—. Pero primero... primero hay algo más importante que hacer. Hay que prepararse para cuando llegue el momento. Alemania debe estar preparada. Alemania es lo único que importa. Fortalecer de nuevo Alemania. Estar preparados para su reaparición.

—¿Cómo?

—Eliminando a nuestros enemigos. Schmidt eliminará mañana a los extranjeros, igual que se ha ocupado de tantos enemigos nuestros a lo largo de los años. Luego irá a Munich para iniciar un recorrido por toda Alemania. Se encontrará con las personas que tienen contacto con las ciento cincuenta y ocho organizaciones de simpatizantes nazis, como el Frente de Acción Marrón en Rosenheim y la Escena Belsen en Düsseldorf. Pero serán más útiles sus encuentros con prohombres de Alemania respetables y dignos de confianza, industriales, políticos, veteranos de guerra, y otros simpatizantes, para formar el nuevo partido.

—El nuevo partido —repitió Foster con calma—. ¿Qué tipo de partido?

—Quizás absorberemos uno de los antiguos o crearemos uno nuevo. Otra vez el Nacional Socialismo, con otro nombre. Schmidt lo decidirá.

—¿Y Schmidt estará al frente?

—Sí, Wolfgang Schmidt. De cara al público tiene que ser alguien con las mejores credenciales antinazis. Cuando el partido se haya formado, cuando esté en marcha, y después de que los norteamericanos y soviéticos se hayan destruido mutuamente, reapareceremos como un núcleo para instaurar el partido, y tomar el poder.

Foster se la quedó mirando.

—¿Esto es lo que habéis estado planeando?

—Desde hace muchos años. —Eva sacudió la cabeza—. Había tanto, tanto que hacer, y yo siempre me preocupaba porque mi marido trabajaba demasiado, en su estado, pero envió millones de dólares americanos a Argentina, y el doctor Dieter Falkenheim preparó los materiales nucleares, los trajo aquí al búnker, y ahora está aquí con ellos. Todo país, para ser temido, ha de tener una capacidad nuclear.

Las palabras capacidad nuclear pronunciadas por Eva parecían poco naturales. Como si estuviera repitiendo lo que había oído a los demás, quizás incluso a su marido muerto.

—Eso es cierto —convino Foster—. Sin embargo, debéis empezar asumiendo el control de Alemania. Esto no lo veo claro. Puedes contármelo otra vez... ¿cómo actuaréis?

Ahora Eva habló con más impaciencia.

—Pues de la manera normal. Es evidente. El partido político estará preparado. Dispondremos de mucho dinero. Hay muchos ricos en toda Alemania y Suramérica que recuerdan los viejos tiempos, los buenos tiempos, y que quieren que vuelvan. Quieren tener el poder otra vez. Nos ayudarán a convertirnos en el partido mayoritario. Nos darán la bienvenida cuando reaparezcamos y lo dirijamos. Ya estábamos preparándonos cuando mi marido murió.

—¿Y te dejó a ti para que continuaras, Eva?

Por primera vez no hubo respuesta. Volvió a preguntar, y seguía sin responder. Los ojos de Eva comenzaban a enfocarse en su rostro.

Decidió que era el momento de una segunda dosis. Le apretó rápidamente el torniquete, localizó una vena, inyectó la aguja hipodérmica. Luego esperó otro minuto, rezando para que no se durmiera.

Los ojos de Eva continuaban abiertos, pero comenzaron a desenfocarse de nuevo.

Foster se inclinó más sobre ella y continuó:

—Eva, estábamos hablando de tu participación. Te encargaron seguir... llevar adelante el plan político.

—Estar al frente de nuestros leales aquí abajo. Pero en el exterior está Wolfgang Schmidt que colabora con nosotros. Él conoce a todo el mundo. Tiene los contactos adecuados. Él será nuestro... nuestro...

—Vuestro representante, vuestro líder.

Eva asintió con la cabeza.

Foster comenzó a interrogar a Eva más detenidamente sobre los detalles de la toma de poder y ella siguió con sus desvaríos.

Mientras Eva continuaba hablando, repitiendo las expectativas de Hitler sobre el holocausto nuclear que presagiaba, y sobre la resurrección de otro holocausto dentro de Alemania, Foster recordó a los perpetradores del primer holocausto de Hitler y a sus herederos. Con un estremecimiento, miró su reloj. Si todo iba bien en la superficie, si los agentes del Mossad no habían sido obstaculizados, los medios para terminar con aquella locura pronto empezarían a actuar. Y si eso estaba a punto de suceder, quedaba poco tiempo para salir del búnker, antes de que el gas mortífero del Mossad comenzara a penetrar.

Sí, era el momento de salir, y de llevarse a Eva Braun.

—Eva —le dijo—, ¿tienes una linterna?

—Una muy potente. En el cajón de mi mesita de noche. La tengo a mano para cuando se corta la luz.

Se levantó, abrió el cajón y sacó la linterna.

—Muy bien, Eva. Ahora voy a desatarte. Vamos a dar un paseo. Había dejado la linterna y se inclinó para desatar los nudos de sus tobillos.

De pronto, una enorme sombra oscura se proyectó sobre la pared de enfrente.

Alarmado, Foster se dio media vuelta.

Allí, en el umbral de la habitación, ocupando totalmente el marco de la puerta, estaba la figura gigantesca de Wolfgang Schmidt.

Por un instante, cara a cara, Schmidt se mostró igualmente sorprendido e inmóvil. Luego volvió a cobrar vida, como un animal salvaje.

—Foster, tú aquí, ¡maldito hijo de puta! —rugió—. ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Qué le estás haciendo?

Su gruesa cara rojiza se contrajo de ira, y comenzó a avanzar por la habitación, implacablemente, como un gigantesco vengador.

Pero cuando fue a buscar bajo su chaqueta la pistolera, Foster gritó:

—¡No des un otro paso, Schmidt, o eres hombre muerto!

Pero Foster sabía que él no podía disparar su Luger. Sin duda el disparo habría avisado y puesto en movimiento a media docena de guardias nazis del subterráneo. Agarró rápidamente la linterna de encima de la cama, en el momento en que Schmidt tiraba de su Walther P-38.

Foster, apuntando al gigante, golpeó con la linterna la mano de Schmidt que iba a por la pistola. Schmidt emitió un doloroso resuello y soltó su automática que cayó directamente al suelo.

Foster dio desesperadamente una patada a la pistola, lo más fuerte que pudo. La fuerza de su pie lanzó la pistola al exterior de la habitación, rebotando en la pared del vestíbulo, y perdiéndose de vista en dirección a la sala de estar.

Schmidt, enfurecido, golpeó con su puño bestial la cabeza de Foster, mandándole contra el pie de la cama, donde se desplomó de rodillas.

Girando a toda velocidad, Schmidt se precipitó fuera del dormitorio para recuperar su arma.

Foster se puso de pie tambaleando y salió rápidamente en persecución de Schmidt.

En la sala de estar pudo ver que éste le vigilaba mientras se agachaba para recuperar su pistola. La carnosa mano de Schmidt estaba tocando la automática, cuando Foster dio un salto en picado hacia su cuerpo.

Schmidt cayó estrepitosamente al suelo, y volvió a perder el control de la pistola. Con otro rugido, Schmidt se puso de pie mientras Foster se levantaba también tambaleándose. Schmidt, frenéticamente, comenzó a dar golpes a diestro y siniestro, fallando una y dos veces, pero su tercer puñetazo alcanzó a Foster de pleno en la mandíbula y le lanzó retrocediendo con fuerza contra la repisa.

Cuando sus hombros golpearon la repisa, Foster levantó los brazos y se agarró a ella para mantener el equilibrio. Topó con la preciosa urna griega de Eva, la hizo caer y la tiró dando tumbos por el suelo con un ruidoso golpe.

Schmidt, con mirada asesina, y los inmensos brazos extendidos, como un salvaje de Neandertal, se dirigía hacia Foster para matarle. Foster pensó que había llegado su fin.

Se lanzó agachado hacia adelante, cayendo casi en las garras de su adversario, se irguió y le aplicó una poderosa llave de judo. Sorprendido, Schmidt intentó agarrar la pierna que le atacaba, evitar la patada, pero fue demasiado lento. El pie de Foster le dio de pleno y con fuerza en la ingle. El alemán se retorcía de dolor, intentando sofocar su aullido lastimero mientras sus manos bajaban a su horcajadura. Schmidt, resollando al respirar, se desplomó sobre una rodilla, e inmediatamente Foster se lanzó encima, dirigiendo su pie contra la sien del alemán.

Schmidt perdió el equilibrio, cayó al suelo y quedó sin conocimiento por un momento. Pero era fuerte como un buey e intentó levantarse una vez más. En aquellos segundos, Foster sabía que si Schmidt se recuperaba y se volvía a levantar, tal vez no sobreviviera a su fuerza bruta.

Foster, mortalmente aterrorizado, buscó —con frenesí alguna arma, algo que pudiera servirle como arma. No había nada, y de pronto sus dedos tocaron el bronce de la urna griega volcada en el suelo. La agarró con ambas manos, giró sobre sus talones hacia Schmidt, que sacudía la cabeza intentando levantarse, alzó la urna en alto y con toda su fuerza la dejó caer aplastándola contra el cráneo del alemán. La cabeza de Schmidt se hundió, pareció caer hacia un lado contra su hombro, y Foster le golpeó una y otra vez con la urna, hasta que el gemido del alemán dejó de oírse. Sus ojos se cerraron y se desplomó en el suelo inconsciente. Foster se levantó jadeante y vio que la urna se había destapado y que las grises cenizas que había contenido cubrían el inerte rostro y el pecho de Schmidt.

Foster dejó la urna y respirando con dificultad se arrodilló junto al cuerpo de Schmidt para asegurarse de que estaba fuera de combate. Sin duda el alemán estaba totalmente inconsciente y podría permanecer así una media hora o más. Foster echó una ojeada al cristal astillado de su reloj de pulsera. Si todo había ido según el horario programado, pronto, muy pronto, esa habitación y todo el búnker subterráneo estarían inundados con mortífero gas. Schmidt moriría, con todos los demás, mucho antes de que pudiera recuperar la consciencia. Y, se recordó Foster a sí mismo, él moriría también, a menos que se diera prisa.

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