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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Proscrito - TOMO II (5 page)

Sin previo aviso, una enorme ola negra producida por una fuerte contracorriente la golpeó de lado, y esta vez no pudo recobrar el impulso. El cuerpo de Drachea tiraba de ella hacia abajo, y sus miembros estaban casi completamente entumecidos. En un instante de terrible claridad, Cyllan se enfrentó con el conocimiento de que estaba vencida. Lo había intentado, pero ya no le quedaban fuerzas, e incluso sin su carga, ya no podía salvarse. El mar hambriento había triunfado, tal como una parte de su cerebro le había dicho que había de ocurrir. Iba a morir…

Y entonces, en un rincón oscuro de su mente, surgió el recuerdo de los fanaani…

La probabilidad era tan remota que casi abandonó la idea. Sería mejor, seguramente sería mejor, entregarse a lo inevitable y dejar que las frías profundidades se apoderasen ahora de ella, en vez de prolongar su agonía con una esperanza que no podía verse cumplida. Pero todavía permanecía un eco de su deseo de sobrevivir, lo suficiente para hacer que sus menguados sentidos emprendiesen un último y desesperado intento de salvar la vida. Se esforzó en enfocar la mente, en hacer acopio de voluntad, por débil que ésta fuese.

Ayudadme
… El mudo ruego telepático surgió de lo más hondo de su ser. En nombre de todos los dioses,
ayudadme

El mar se agitó a su alrededor, burlándose con voz tonante de su desesperación. Si su ruego no era escuchado, moriría al cabo de unos minutos…

Ayudadme…, por favor, ayudadme

De pronto lo sintió; el primer débil indicio de otra presencia en su mente, alguien que sentía curiosidad por conocer la naturaleza de la extraña criatura que luchaba contra el agua con su inconsciente carga. Cyllan redobló sus esfuerzos para llamar, y la presencia se hizo más viva, más próxima.

Cuando oyó los primeros sones agridulces de la canción de los fanaani, casi gritó de alegría. Las notas argentinas resonaban contra el rugido del mar, elevándose y bajando, llamándola, y un momento más tarde sintió que algo resbaladizo y vivo rozaba sus piernas.

El primero se alzó a su lado, con su cara de nariz roma, como de gato, a sólo unas pulgadas de la suya. Los límpidos ojos castaños miraron tristemente los de ella, y el fanaan, mayor que ella, de piel abigarrada y casi fosforescente en la oscuridad, torció el corto bigote y sopló, echándole a la cara su aliento de pez. Entonces apareció otro, y ella sintió que un tercero se alzaba debajo del agua, cargando con el peso de Drachea y sosteniéndole.

Cyllan se tendió sobre un costado en el agua y se agarró al hombro musculoso del mamífero marino que tenía al lado. El fanaan levantó la cabeza y llamó con voz suave y gemebunda, y la segunda criatura se movió de manera que entre los dos la sostuvieron, levantándola sobre las grandes olas. Cyllan vio que Drachea era transportado de igual manera por otros dos fanaani, y su mente agotada les dio muda y fervientemente las gracias. Su último y desesperado ruego había sido escuchado; aquellos extraños, raros y telepáticos seres habían respondido a su llamada y, a su enigmática manera, habían decidido ayudarla. Habían venido, sólo los dioses sabían de dónde, para ayudar a un ser extraño que estaba en peligro, y Cyllan nunca podría pagar la deuda que había contraído con ellos.

El primer fanaan llamó de nuevo, y todos se le unieron en la estremecedora y bella canción.

El agotamiento venció a Cyllan mientras aquellas criaturas avanzaban nadando, y el cántico fantástico de sus salvadores se mezcló con extraños sueños marinos cuando ella se sumió en una bienhechora inconsciencia.

Se despertó y se encontró yaciendo boca abajo en una playa de guijarros. El mundo volvía a estar en calma; a su espalda, el mar seguía latiendo y zumbando incesantemente, pero el balanceo del frío oleaje se había aplacado. La habían traído a tierra… y los fanaani se habían marchado.

Cyllan se incorporó lentamente hasta quedar arrodillada sobre los duros guijarros. Sus cabellos y su ropa chorreaban agua, y sus miembros temblaban involuntariamente de frío. Todavía era de noche; una blanca niebla marina se infiltraba en la oscuridad y convertía en fantasmas las melladas rocas que la rodeaban. A su espalda, la playa descendía hasta la ruidosa rompiente, sembrada de desechos que el mar había rechazado. Delante de ella…

Delante de ella se alzaba hacia el cielo una negra pared de granito, que no reflejaba ninguna luz. La playa se extendía a ambos lados, sin ofrecer ningún refugio, y cuando levantó la vista y se esforzó por enfocarla, sólo vio el acantilado que se elevaba hasta más allá de los límites de la visión. Los fanaani la habían traído a tierra, pero a una tierra dura y cruel que en nada se parecía a las que conocía ella.

El ruido de las piedras le advirtió que algo se movía cerca de ella, y Cyllan se volvió, asustada. A pocos pasos de distancia, Drachea Rannak estaba sentado con la espalda apoyada en la roca. La estaba mirando, pero sus ojos eran vidriosos, y Cyllan se dio cuenta de que no la reconocía. La impresión…, el terror había sido demasiado para él…, pero al menos estaba también vivo.

Luchando contra el dolor producido por el frío, Cyllan se arrastró hacia él.


Drachea
… Drachea, e
stamos vivos

El siguió mirándola fijamente, inerte como una marioneta a la que le hubiesen cortado los hilos.


Vivos
… —repitió.

—Sí, ¡vivos! Los fanaani nos salvaron; les llamé y vinieron y… —Sacudió la cabeza y tosió—. Estamos vivos.

Durante un momento, todo quedó en silencio, salvo el incesante ruido del mar. Después dijo Drachea, torpemente:

—¿Dónde?

—No lo sé… —Estaba segura de que Drachea tenía nublada la razón. Era incapaz de enfrentarse con la realidad del peligro y algo dentro de él se había roto, y sólo pudo esperar que recobrase su inteligencia antes de que el frío les venciese a los dos. Sobreponiéndose a la angustia, añadió con mayor vehemencia—: Pero, dondequiera que estemos, Drachea, ¡nos hemos salvado! Hemos sobrevivido y… ¿no es esto lo que importa?

—¡Quién sabe! —Drachea esbozó una extraña y torcida sonrisa sin pizca de humor—. Tal vez estamos muertos y esto es el más allá. Una playa de guijarros, una noche interminable, un acantilado por el que no podemos trepar. ¡Diablos, Cyllan! ¿No es esto lo que viste en tus piedras? ¿No lo es?

Se inclinó súbitamente hacia adelante y la agarró de los hombros, sacudiéndola con violencia. Por un instante pensó ella que iba a tratar de estrangularla; pero entonces él aflojó su presa y se volvió, apretando la cara contra la pared de roca y acurrucándose como un niño asustado y desafiador.

—Vete —dijo con voz confusa—. De no haber sido por ti, estaría seguro en mi casa de Shu-Nhadek. ¡Vete y déjame en paz!

De no haber sido por mi, ¡estarías muerto!
, pensó Cyllan, furiosa, pero después rechazó esta idea como indigna y poco caritativa. Tal vez él tenía razón: de no haber sido por ella, esa pesadilla no habría ocurrido nunca.

Entonces recordó por primera vez la aparición que se había manifestado antes de que el Warp cayese sobre ellos en Shu-Nhadek. La mano, el ademán llamándola… Sintió un fuerte escalofrío. Había sido mucho más que un presagio. Y las piedras… Instintivamente llevó una mano a la bolsa del cinto y encontró allí el bulto familiar de los guijarros. No las había
perdido
…, aunque empezaba a preguntarse si eran una maldición más que un bien.

Drachea estaba todavía escondiendo la cara y Cyllan se dio cuenta de que, si tenían que escapar de aquella playa infernal, debería llevar ella la iniciativa. El peligro y las privaciones eran conceptos ignorados por el hijo del Margrave de Shu; ella estaba más preparada para salvarse, si es que había salvación posible. Se volvió y miró hacia el mar. Parecía que la niebla se había espesado en los pocos minutos transcurridos desde su brusco despertar; más allá de donde rompían las olas en el borde de la playa, no podía ver nada. Tembló, pero ya no era de frío. ¿Qué había detrás de aquella niebla? ¿Una tierra familiar, conocida, o quizá… nada? No podía haber otro lugar en el mundo tan desolado, tan desierto, tan sin esperanza…

Ninguno, le dijo una muda voz interior, salvo uno…

Pero no era posible… Cyllan se puso trabajosamente en pie, mientras la sospecha se iba convirtiendo en certidumbre, y estiró el cuello para mirar el imponente acantilado. El vértigo hizo que se sintiese mareada; lo combatió resueltamente y trató de ver la cima de la pared rocosa, retrocediendo en la playa hasta que el agua del mar le llegó a las rodillas.

La monstruosa mole de granito tenia un final. Veía un punto en que la roca quedaba bruscamente cortada y, desde su posición, la perspectiva de la playa había cambiado lo bastante para que se diera cuenta de que el acantilado era en realidad un peñasco que se elevaba en el océano circundante.

Su pulso se aceleró. Si sus sospechas eran acertadas, debería ver el estrecho arco del puente que conectaba este solitario pináculo de piedra con la tierra firme. Aguzando la mirada para penetrar la espesa niebla, Cyllan observó…

Nada. La niebla era demasiado densa, o ella se había equivocado y el incitante sentido de familiaridad que la asaltaba era una ilusión engañosa.

Pero, fuera cual fuese la verdad, tenía que haber una manera de escalar aquella amenazadora pared. Permanecer en esta playa sería darse por vencida, y después de haber sobrevivido a pesar de todo, darse por vencida era algo que Cyllan no podía considerar. Tenia que haber una manera y tal vez cuando la luz del día viniese en su ayuda podría encontrarla.

Todavía insegura de sí misma, pero un poco más animada, volvió al lugar donde yacía Drachea. Parecía haberse dormido, o estar de nuevo inconsciente, y su piel era inquietantemente fría al tacto. Cyllan se volvió y empezó a buscar a su alrededor algo que pudiese dar calor hasta el amanecer. Algas… Olían muy mal y estaban tan mojadas como ellos, pero al menos podían protegerles de lo peor del frío de la noche de invierno. Consciente de que sus miembros se estaban agarrotando por la fatiga y el frío, empezó a recoger grandes brazadas de algas en los lugares donde las había arrojado el mar, y pronto tuvo un montón de fibras de un verde pardusco que extendió sobre el cuerpo inmóvil de Drachea. Finalmente, se tendió boca arriba, acurrucándose junto a él de manera que no se desperdiciase el calor que les quedaba y, después de tender sobre ella misma algunas algas, cerró los ojos.

Cyllan se despertó de un sueño poblado de odiosas pesadillas, con la impresión de que algo andaba mal. La manta de algas había resultado bastante eficaz y ya no sentía tanto frío en los huesos; pero, cuando trató de moverse, su cuerpo estaba tan rígido y dolorido que apenas la obedecía. Y algo andaba mal…

Levantó la cabeza, contemplando la oscuridad verde-gris. La niebla flotaba todavía como una cortina impenetrable a pocos pasos de distancia, y el sonido del mar parecía más lejano, amortiguado por aquella densa niebla. La marea había bajado, dejando una franja más extensa de guijarros que brillaba débilmente hasta el borde de la niebla, lo cual quería decir que debía de haber dormido varias horas. Pero ni siquiera en el corazón del invierno eran eternas las noches. El sol hubiese debido levantarse ya…, pero no había el menor indicio de la aurora.

Cyllan tuvo un alarmante presentimiento. No había un lugar en el mundo donde no saliese el sol, y sin embargo, la noche se cernía aún sobre la playa. Todo estaba demasiado tranquilo, demasiado callado, como si más allá de la niebla no hubiese más que el vacío…

Temblando, se volvió hacia Drachea, que yacía a su lado, y le sacudió.

—¡Drachea! ¡Despierta!

El se movió de mala gana y, por el juramento que lanzó, Cyllan comprendió que creía estar en su cama de Shu-Nhadek, riñendo a una doncella por molestarle. Le sacudió de nuevo.

—¡Drachea!

Este abrió los ojos y empezó, lentamente, a comprender.

—¡Cyllan! —murmuró, al sentir los guijarros mojados bajo su cuerpo—. ¿Dónde estamos?

—¡Ojalá lo supiera!

—¿Qué?

—Dejemos esto. —No podía gastar energía en discusiones—. Escúchame. He explorado el terreno lo mejor que he podido y parece que estamos en una isla. No he podido observar ninguna comunicación con el continente; por lo tanto, tenemos que encontrar la manera de subir al acantilado.

Haciendo un esfuerzo, Drachea se sentó para aclarar sus ideas, a pesar del cansancio, y empujó a un lado las malolientes algas que le cubrían. Cuando respondió, lo hizo con voz malhumorada:

—¡Todavía es noche cerrada! ¡No vamos a morirnos en el tiempo que media entre ahora y el amanecer! Y cuando salga el sol, ¡nos encontrarán! Tiene que haber gente buscándome; mis padres habrán dado la voz de alarma. ¿Por qué habría de gastar mis fuerzas escalando un tres veces maldito peñasco sin objeto alguno?

Cyllan apretó los labios, irritada. Por lo visto, Drachea no tenía la menor idea del peligro en que se hallaban; acostumbrado a ver cumplidos todos sus deseos, presumía ciegamente que su rescate era inminente. Y tal vez habría sido así, si hubiesen estado todavía cerca de Shu. Pero Cyllan sabía que no era así…

Trató de hacerle comprender.

—Escúchame, Drachea. La marea ha bajado, lo cual quiere decir que llevamos aquí tiempo de sobra para que haya salido el sol, y sin embargo no lo ha hecho.

El frunció el entrecejo.

—¿Qué quieres decir?

—No lo sé; salvo que aquí ocurre algo terrible. Y otra cosa: no estamos en la Provincia de Shu, ni cerca de ella.

El quiso protestar.

—Pero…

—¡Escúchame! No me preguntes cómo lo sé, ¡pero lo sé! Puedo sentirlo, Drachea, ¡con toda seguridad! —Hizo una pausa, tragando saliva para recobrar el aliento—. Si no queremos pudrirnos y morir en esta playa, ¡debemos encontrar la manera de subir a la cima!

Drachea la miró fijamente, reacio a reconocer la verdad de sus palabras. Después dijo, con irritación:

—Tengo hambre.

Cyllan le habría estrangulado. Caprichosamente se negaba a enfrentarse con la realidad, y aunque en parte le compadecía (a fin de cuentas, nunca se había encontrado en tales apuros en su vida), en parte sentía solamente la repugnancia de la frustración.

Sabiendo que no podían perder más tiempo, se levantó y recorrió el pie del acantilado, aplicando las palmas de las manos al duro granito, como tratando de adivinar por dónde podía empezar a escalar. La suerte y la resolución les habían traído hasta aquí y, a menos que los dioses quisieran abandonarles ahora, tenía que haber una salida. Detrás de ella, Drachea se quejó de dolor y rigidez, y Cyllan perdió los estribos.

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