Aquel día Francesco Monterga se maldijo por su infinita candidez y se prometió vengar su ingenuidad en la albina persona del joven flamenco. Se preguntaba cómo pudo haber sido tan estúpido ante una maniobra tan evidente. Cegado por la furia, a punto estuvo de echar a puntapiés de su taller al impostor. Pero en un súbito rapto de cordura entendió que quizá fuera mejor dejar que la farsa siguiera su curso y esperar que la jugada urdida por el enemigo rindiera algún fruto para, llegado ese momento, usarla en su propio provecho. Después de todo, se dijo, en tantos años de incontables intentos él no había podido conseguir un solo resultado. Había fracasado, una vez tras otra, en sus tentativas por descifrar el enigma oculto en el manuscrito. Ahora iba a dejar el trabajo en manos de su enemigo. Quizá él tuviera mejor suerte.
A partir de aquel día decidió facilitarle un poco la tarea haciendo la vista gorda cada vez que Hubert entraba en la biblioteca. Sabía que el joven flamenco era inteligente y trabajaba con tesón. Si aplicaba en la resolución del jeroglífico el mismo obstinado esfuerzo que ponía en el aprendizaje de los escorzos y las perspectivas, tal vez hubiera esperanzas. Para facilitarle las cosas, Hubert llevaba escrupulosas anotaciones, apuntes y diagramas. A Francesco Monterga no le fue difícil encontrar el lugar donde ocultaba los progresos de su trabajo. Toda vez que podía, el maestro se escabullía al altillo, levantaba la tabla floja del piso y revisaba los avances de Hubert. Al principio comprobó que el flamenco derivaba en un mar de confusión y terminaba naufragando en el islote árido del más absoluto fracaso. Sin embargo, veía cómo se aventuraba en hipótesis francamente audaces que a él nunca se le hubieran ocurrido y que, por cierto, no estaban desprovistas de alguna lógica. Nada se perdía con darle tiempo; después de todo, Francesco Monterga seguía cobrando la generosa paga del padre del discípulo. Era una situación inédita e inmejorable: que alguien trabajara para él y, por añadidura, en lugar de pagar, cobrara. Qué más podía pedir.
Además de las cuidadosas anotaciones, Hubert, una vez por mes, escribía una carta a su verdadero maestro, Dirk van Mander. De todas ellas guardaba celosas copias. En esas misivas le relataba, puntualmente, el estado de la pesquisa y algunos pormenores de los métodos de preparación de tablas, la utilización de pigmentos y el uso de los aceites que empleaba en sus óleos el maestro florentino. También le revelaba las fórmulas que aplicaba en sus perspectivas y los recursos para los escorzos. El maestro Monterga no cabía en sí de orgullo cuando leía frases tales como: «Los paisajes desplegados a partir de dos, tres y hasta cuatro puntos de fuga son un hallazgo maravilloso. Nunca había visto nada semejante». Un lugar destacado en las cartas del joven espía lo ocupaba el uso y la preparación de los temples al huevo. Francesco Monterga tampoco podía evitar una íntima vanidad cada vez que leía:
«Son un verdadero prodigio los temples que consigue, tienen el brillo y la consistencia del más puro de los óleos.»
Pero, en lo que concernía a la resolución del enigma del color en estado puro, todo se limitaba a una vaga promesa:
«No puedo afirmar haber alcanzado grandes avances, pero confío en que pronto habremos de ver algunos resultados.»
Y no eran promesas vanas. En menos tiempo de lo que esperaba, sorprendido por su buena estrella, Hubert van der Hans llegó a dilucidar, finalmente, el enigma.
Él mismo no salía de su asombro; la resolución siempre había estado tan cerca que, a causa de su misma proximidad, nadie había podido verla.
Aquella tarde en la que Giovanni Dinunzio vio por última vez a Francesco Monterga y a Hubert van der Hans, el maestro florentino había descubierto que, mucho antes de lo esperado, su discípulo de Flandes había resuelto el enigma del tratado. Y no solamente eso. Cuando desplegó la copia de la última carta de Hubert, Monterga comprendió que el joven flamenco había salido, con la excusa de su ida al mercado, a fin de confiarla al
Ufficio Postale
. En realidad la carta ya debía de estar en viaje a Brujas. Francesco Monterga leyó con voracidad y urgencia:
«Los esfuerzos no han sido vanos. Creo haber develado, por fin, la clave del manuscrito.»
El maestro florentino, queriendo evitar las frases de formalidad y los preámbulos, leía caótica y ávidamente; pero cuanto más tiempo quería ganar tanto más se enredaba en un idioma que no era el suyo. Y entonces volvía al principio. Y así, con las manos temblorosas, la falta de luz que lo complicaba todo, iba y venía por la superficie del texto sin poder penetrar en su sentido. Se llamó a la calma, tomó una bocanada de aire y comenzó nuevamente.
A mi caro Maestro, Dirk van Mander: Me honra informaros que el trabajo parece haber dado sus frutos. Después de errar sin rumbo y habiendo temido jamás encontrar el norte en este laberinto, me atrevo a afirmar que la fortuna me ha mostrado su sonriente faz. Los esfuerzos no han sido vanos. Creo haber develado, por fin, la clave del manuscrito. No os apresuréis a celebrar mi ingenio, pues la obra ha sido hecha por el azar antes que por mi modesta perspicacia. Y en homenaje a la verdad debo confesaros que fue mi torpe condición la que me condujo a resolver el jeroglífico que, por momentos, parecía no tener solución. Os reproduzco aquí la hoja del manuscrito.
Como podéis apreciar, el texto corresponde a un fragmento del Tratado del Orden, del gran San Agustín. De seguro, os debéis preguntar qué relación puede haber entre El Africano y un tratado de pintura. También yo lo he hecho. Y, como bien sabéis por mis informes, por muchas exégesis que intenté aplicar a las palabras, ningún resultado encontré. Habréis advertido también las series numéricas que se intercalan en el texto y que, desde luego, no corresponden a él. No imagináis siquiera la cantidad de cálculos que ensayé sin llegar a establecer una sola cifra que pareciera indicar alguna cosa.
Una noche, exhausto por la infructuosa búsqueda, con los ojos rendidos ante la exigencia, cuando creía perdida toda posibilidad de llegar a puerto alguno, en medio de aquella oscuridad creí percibir de pronto la luz. Sabéis que mis ojos no son buenos, que poco veo si falta la luz y peor aún si sobra; que mal distingo un objeto si está muy lejos y menos todavía si está demasiado cerca. Sumad a mi natural condición cegata la fatiga física y mental. Llegó un momento en que no podía distinguir las letras, no veía más que nubladas formas y el texto se convirtió en un montón de líneas y columnas sin significado legible. Fue precisamente entonces cuando, desde la llanura confusa del papel, surgió una forma reveladora. Fue como si de pronto, en virtud del desorden impuesto a mis ojos, se desprendieran las letras de los números como dos figuras independientes. Como si el propio título de la obra de San Agustín, Orden, fuese una apelación a la armonía, separé aquellas dos entidades de naturaleza diferente: cifras y palabras, en tanto formas puras y no en cuanto a sus significados. En un papel reproduje el dibujo que formaban los números, suprimiendo el texto del Gran Agustín. El resultado fue sorprendente. Os presento ahora lo que se formó en el Papel:
Como ya habréis descubierto, es una forma geométrica muy particular. Ni bien se me hizo presente recordé, de inmediato, a qué obedecía esta figura. El manuscrito del monje Eraclius, como bien lo sabéis, estuvo durante años en manos de Cosimo da Verona, maestro de Francesco Monterga y a quien le legara su más preciado tesoro antes de morir en prisión. Pues bien, os afirmo que el secreto del color en estado puro es un agregado del gran Cosimo al manuscrito original.
Existe en la capilla del Hospital de San Egidio, muy cerca de aquí, un pequeño retablo que se debe justamente a Cosimo da Verona. Es una talla tan extraña como hermosa que se conoce como
El triunfo de la luz
. Varias veces me detuve a verla; su contemplación siempre ha ejercido en mi espíritu un efecto tan inquietante como grato. Es una serie de cuatro imágenes en las cuales se destaca la luminosa presencia de El Niño y la Virgen sobre las otras tres, que son sombrías y tétricas representaciones del mal. O al menos es lo que parecía ser. Pues bien, la forma que se origina desprendiendo las letras de los números coincide, exactamente, con el diseño del retablo de Cosimo. Me he tomado la tarea de reproduciros aquí la talla de la capilla de San Egidio.
Os sorprenderéis al ver lo que surge del retablo. Veréis cuan extraordinariamente familiares os resultarán los significados que de él brotarán. La primera figura muestra a la Virgen y al Niño montados sobre el borrico de la natividad. Si os fijáis en detalle, veréis que el Niño no se agarra del cuello o de las crines del animal, sino que se abraza a su cara, cubriéndole los ojos. Imagino que a esta altura sospecháis el significado. Por si fuera poco, en la leyenda que aparece en la base puede leerse claramente
Via Crucis
. Además de la extrañeza que produce la leyenda en relación con la figura, puesto que no se compadece una con otra, la palabra «Via» se destaca sobre «Crucis». Y ya habéis adivinado el significado que aparece de forma transparente: «Via» es «Calle»; el borrico con los ojos cubiertos es el Asno Ciego, es decir, la calle del Asno Ciego. La misma por donde pasa el puente sobre el cual está vuestro taller. Por si existiera alguna duda acerca de que se trata de una indicación de lugar, la segunda imagen no deja lugar a equívocos.
La representación presidida por el diablo, en torno del cual un grupo de mujeres parece estar oficiando una oscura ceremonia, representa claramente un aquelarre. Si observáis, en la parte superior aparece el escudo del reino de Castilla. Y en castellano Brugge significa Brujas. De modo que hasta aquí el retablo nos dice que hay algo en la ciudad de Brujas, más precisamente en la calle del Asno Ciego. Imaginaréis mi sorpresa: llegar hasta Florencia para encontrar que el círculo se cierra en el lugar de partida. La tercera representación, el cuadro del hombre cavando una fosa hacia lo profundo de la tierra, hacia el reino de Lucifer, parece ser, en primera instancia, otra indicación de lugar. La figura de la Parca que sobrevuela la escena os resultará familiar: habéis de recordar que esa misma figura se encuentra tallada en una de las vigas de los aposentos privados de vuestro hermano, exactamente la viga central que sostiene el tejado. Ahí ha de estar la clave; tal vez se trate de un mecanismo simulado para abrir una puerta secreta que, tal como sugiere el grabado, conduzca a un sótano. Por último, el cuarto cuadro aparenta representar una visión de los infiernos: pecadores torturados hundiéndose en el pestilente río de Caronte. Sin embargo, las nubes que aparecen en la parte superior indican que hay un firmamento. Y si hay cielo, entonces mal podría tratarse del averno. Si miráis con detenimiento, veréis que la figura principal de este cuadro tiene las cuencas de los ojos vacías; ha perdido la vista. En este momento es cuando hemos de preguntarnos por aquel objeto luminoso, aquella esfera incandescente que, con mayor o menor preponderancia, aparece en las cuatro escenas. No es difícil deducir que se trata del objeto en cuestión, el color en estado puro. Y la esfera parece ser lo que ha causado la ceguera del pecador. El mensaje aparenta encerrar una advertencia: si miras aquello que te está prohibido, la ceguera será tu castigo. Y otra vez, todo se torna familiar. Vuestro hermano Greg, aquel que parece ser el dueño del secreto, aquel que, conociendo el Secretus Colorís in Status Purus, es el único capaz de hacer el
Oleum Pretiosum
, se ha quedado ciego cuando estaba preparando la fórmula. No pude evitar que un escalofrío corriera por mi espalda cuando recordé que también Cosimo da Verona había muerto ciego.
La sentencia que surge del retablo parece irrevocable: al que intente desenterrar el secreto del color, lo habrá de esperar la muerte de la vista, esto es, la ceguera, según se confirma otra vez en la representación de la Parca, en cuya guadaña lleva los ojos cercenados al pecador.
Os digo una vez más: aquello que me enviasteis a buscar a Florencia está en Brujas, en los subsuelos de la casa de la calle del Asno Ciego, exactamente debajo de vuestros pies. Pero estáis advertido de cuál es el precio del conocimiento. No quisiera que la tragedia sea con vos. Aunque hay algo más de lo que debo informaros.