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Authors: Elena Moreno

Tags: #Narrativa, novela

El salón de la embajada italiana (23 page)

La lealtad...

La lealtad...

Luego llamó Braulio. Quería saber cómo estaba, si tenía ganas de tirarme por la ventana o tirarme a la mala vida.

—Cansada, muy cansada, y me voy a la cama...

—He hablado con Julen y he quedado en que el viernes nos espera a comer en su restaurante. No te olvides.

—¿Qué día es hoy?... —pregunté desorientada.

—Se termina este miércoles que creíste que no terminaría nunca, cuando te levantes será jueves, lo pasarás sin pensar en nada, y al día siguiente, viernes, pasaré a buscarte a la una... ¿Algún problema?... —Braulio era un hombre irónico, pero nunca se dejaba vencer. La ternura le frenaba.

—Ninguno. No me olvidaré, siempre me viene bien estar con Julen —añadí.

—Por eso, porque te viene bien. Ahora cenas algo y luego te atizas un «a mí plin» y te metes a la cama... —Braulio llamaba así a los somníferos.

—A tus órdenes...

Abrí una botella de vino que tenía reservada para una ocasión especial. Me puse un baño con perfume y después me envolví en el albornoz. Preparé una bandeja con todas las cosas ricas que encontré por la cocina. La cama era suficientemente grande para albergar el caos y las ganas de repararlo que tenía. Puse la televisión, cambié de canal inútilmente. La muerte de Rocío Durcal y el estado de salud de Rocío Jurado parecían preocupar a España más que cualquier otra cosa. La apagué pensando que el orgullo era una emoción infravalorada. Picoteé de la bandeja y bebí alguna copa más de lo acostumbrado.

Cuando ya estaba más allá que acá, llamé a Mateo y mantuvimos una conversación de dos horas muy parecida a las que mantenía mi hija Marina con sus novios. Me enredé en su voz como una planta trepadora. Cerraba los ojos y saboreaba su presencia. Ponía ciertos límites a la estupidez de nuestra conversación, sabiendo que las palabras eran solamente el escudo contra el que se estrellaba el deseo. Tuve un momento de lucidez hacia la una de la madrugada, lo aproveché y me despedí de Mateo, deseándole unas «buenas noches» mantecosas y siseantes.

Cuando apagué la luz y me quedé a solas conmigo misma y con la casa deshabitada, me entregué a una angustia tenaz que se empeñaba en alcanzarme y que ni tan siquiera mi pastillita mitigaba. No encontré consuelo, ni en mi lado maduro, ni en aquella nueva Carmela que me recordaba tanto a mi hija. El sueño me alcanzó casi al alba, cuando el cuerpo ya no podía resistirse.

Y llegó el viernes. Braulio me vino a buscar.

El restaurante Etxegorri tiene varios de los elementos que me pierden en esta vida: se come muy bien, se ve el mar, es cálido y, por encima de todo, es de un amigo, Julen. Está sobre una pequeña loma, en la zona montañosa de la costa del Urdaibai —reserva de la biosfera y de mi alma—. Cuando uno se asoma a los caminos rematados con aquel horizonte cantábrico e imperioso, comprende hasta lo que no se puede comprender.

Los abuelos de Julen tenían el caserío en el alto de Bedarona. Allí, el tío Ramón y la tía Amalia tenían una casita donde pasaban el verano y a donde a mí me gustaba mucho ir. El caserío de Julen estaba muy cerca. Merche, la hermana de Julen, mis primas María José y Begoña, y yo contábamos estrellas brillantes en las noches de agosto. Sólo valían las verdaderamente brillantes... Julen y Braulio iban y venían, explorando caminos, descubriendo balas de la guerra de nuestros padres, hierbas de tres puntas para hacer una infusión y que le bajara la tensión al aitite, y unas setas que si te las comías veías a las tribus sioux, arapajoes, pies negros, cherokis, y todas aquellas tribus de indios que atacaban las caravanas y secuestraban a las chicas de gorrito, como en la casa de la pradera.

Cuando los abuelos de Julen se hicieron mayores, hubo que trasladarlos a Guernica, donde Amaia, la madre de Julen, iba a proporcionarles los cuidados oportunos. El caserío se quedó vacío. Julen, que andaba ya entre pucheros y nunca tuvo voluntad para escapar de su valle, se lanzó a la aventura de montar su propio restaurante en aquella casa de piedra sólida y centenaria.

En esta tierra se da mucho el abrazo gastronómico. Para el otro, para el abrazo, abrazo, andamos a veces excesivamente comedidos, pero cocinar... Yo tengo platos de reconciliación, platos de seducción, platos de mala leche. Nunca cocino para aquellos que me importan un bledo. A esos, a comer a la calle, como decía la abuela Luchía. Cada uno abraza como puede. Julen abraza con su mil-hojas de foie, o con sus txipirones encebollados. Julen presencia y calla. Julen redime con su chocolate olímpico y, además, tiene unos ojos de gato a los que ni Braulio ni yo hemos podido resistirnos nunca.

Después de abrazarnos, de celebrar la mesa preparada en la esquina, donde el horizonte no se empaña con nada, después de todo eso, Braulio y yo nos quedamos a solas con el amor de Julen en forma de platos.

—No me pidáis nada. Os voy trayendo, ¿vale?

Nos lo dijo en el mismo tono que empleaba cuando era niño, y nos pedía que nos quedáramos a dormir en el caserío, grande, frío, austero y hermoso.

Y nos fue trayendo los platos y se quedaba esperando a que metiéramos el tenedor y nos lleváramos el primer bocado a la boca. Esperaba mis ojos. Los ojos que nunca pudieron amarlo como él quería, pero que lo amaban más de lo que suponía. Y casi olvido que no tenía apetito, que la barra de hierro estaba aquel día más presente que otros, y que Braulio, artista donde los haya, hacía aspavientos, se levantaba de la silla, lo abrazaba o lo reverenciaba utilizando la servilleta como si fuera el sombrero de un espadachín, y conseguía el dulce olvido, la bendita risa, y la esperanza que me invade cuando miro a alguien que quiere quererme aunque yo no quiera que me quieran más.

Afortunadamente, el comedor empezó a llenarse. Julen fue a atender a sus clientes. Braulio, el hombre de las mil caras, el que me tutela desde que era niña, se puso serio. Cogiéndome la mano, como si fuera un novio cariñoso, me sometió a un acorralamiento dialéctico del que sólo pude escapar con mohines tontos, sin palabras. Se puso nervioso y me lanzó aquella batería de preguntas certeras, a las que debía contestar con un sí o un no.

—¿Piensas en él?

—Sí, constantemente...

—¿Lo quieres?

—No —dije con certeza—. No sé... —dudé—. Quizás sí... —añadí.

—¿Te gustaría pasar el resto de tu vida con él?

—No, no se trata de eso.

—¿Quieres a Ernesto?

—Sí.

—¿Quieres envejecer con él?

—Si el mago de la lámpara me concediera un deseo, creo que sería ese, pero sé a ciencia cierta que no podré olvidar. Al mago debería pedirle olvidar lo que he sentido y volver al punto en el que estaba. Y tampoco..., tampoco estaba bien donde estaba, Braulio, tú lo sabes...

—Y entonces... ¿por qué coño estás así?

—Sé lo que me pasa. Es el miedo. Me tiembla el suelo que piso. Ya no estoy segura de nada, ni tan siquiera sé si es Mateo, o este rosario de calamidades a las que nos hemos visto sometidos. Ernesto se me ha vuelto extraño y yo también. No sé si es la edad, el tiempo, la imposibilidad de creer en nada, ni el recurso maravilloso de engañarte con algo que se parece a mis sueños. En este año, hemos perdido nuestras referencias, mi madre, mis hijos se han ido del nido, mi hija ya no es una niña, mi marido está deprimido y se ha quedado sin trabajo... Probablemente para no estar sumergida en todo eso me he echado un amante que además es... bueno, está envuelto en mi trabajo. Me he quedado sin armas frente a mí misma, a mi pequeña pero cómoda vida. Ya no me resisto. Necesito poner orden y no sé por dónde empezar... No tengo energía. Quiero dejarme llevar, como alguien que sabe que si sigue bebiendo, acabará alcohólico y no tiene fuerzas para parar. Quiero irme con Mateo, hacer el amor hasta cansarme, engañarme todo lo que pueda, porque en la vida no hay bis. No hay un dos por uno. Y el miedo hace que a veces no haya ninguno. Quiero quedarme al abrigo de mi vida, dispuesta a lidiar con lo que haga falta. Siempre supe que vivir con una persona toda la vida y mantenerse fiel era...

—Antinatural. Perdona, Carmela, pero nos pongamos como nos pongamos, es un poco antinatural. No caigas ahora en la copla, que está muy bien para lo que está, pero...

—Vale: antinatural, pero un año con otro, un hijo que llega, otro que también, el amor, la compañía de alguien que te conoce y te ama, que conoces y amas, el vínculo que se construye es tan fuerte que una no sabe dónde empieza él y dónde terminas tú. La vida social, los amigos... ¡Dios mío, siento vértigo! ¡Es la talla más difícil del brillante!... Y estoy diciendo esto, y por debajo, como un gusano va ese pensamiento que me susurra que es mentira, que no quiero seguir con Ernesto, que lo quiero, pero que estoy hasta arriba de su egoísmo, de que me deje sola cuando le apetece, de que conquiste a las camareras, de que se vuelva a veces un patán envarado, que no soporto su gomina y, sobre todo, que ha tenido casi treinta años para saber de mí y el cabrón de él no sabe nada... ¿Te crees que en todos estos años no ha habido hombres con los que me hubiera ido a investigar cómo abrazaban?

—Imagino que sí, pero yo de esto no entiendo. Lo que sí puedo decirte es que siento una profunda envidia. Me jode que pases por esto. Eres mi reserva espiritual, princesa, y nunca te había oído hablar así.

—Ya... Lo de la reserva espiritual es otra... No puedo disimular, necesito llegar hasta el final, ¿me entiendes? Creo que tengo que ir, para poder volver.

—Mañana coges un billete. Te llevo al aeropuerto. Estás una semana con él. Te sumerges en ese furor adolescente que tienes, y compruebas lo que pasa. Porque Carmela, y ahora hablando en serio, una fantasía es un cáncer que te devora. Sumérgete en la realidad. Ernesto está lejos y no va a enterarse de nada.

—Marina vuelve el jueves que viene —lo interrumpí, pensando en mi hija, que siempre miraba y veía lo que yo escondía.

—De Marina no te preocupes. Para mí será un placer recogerla, llevármela por ahí. Me puedo quedar en tu casa o en la mía. Le daré un teléfono, mi tarjeta de crédito, y me pondré a pintar. Yo le explico. Su madre, a fin de cuentas, y siempre en teoría..., está trabajando en la biografía. Pero, Carmela, prométeme una cosa.

—¿Qué?

—Que no te vas a separar de él ni un minuto. Y cuando digo ni un minuto, es exactamente eso. Siete días pegadita a él como un sello. Si va a un recado, tú lo acompañas, si se encuentra con alguien, tú te quedas al lado y sonríes como si fueras su legítima, si tiene una reunión de vecinos, tú vas... ¿Me has entendido el concepto? —Braulio me ponía el dedo índice delante de los ojos y seguía el compás de sus consejos con rotundidad.

—Siete días pegados... Lo he entendido. Tú lo dices como una condena y a mí se me hace la boca agua. ¿Qué más quiero? Braulio, ¿en qué estás pensando exactamente? Esta proposición, que pienso aceptar, me parece que tiene gato encerrado.

—No pienso decírtelo hasta que vuelvas y me hagas un relato pormenorizado de esos siete días. Y no desconectes el móvil. Voy a llamar a Raquel ahora mismo, cuando uno está así como tú, desvoluntarizado y desmotorizado, alguien tiene que tomar las decisiones. Y ese alguien soy yo. Porque no puedo soportarte un minuto más de Virgen de la Macarena...

Y era verdad. Le dejé que hiciera, que marcara el número en el teléfono y que susurrara en él. Mientras hablaba con Raquel, su secretaria, yo miraba las faldas de la montaña, verdes y onduladas, festoneadas de mar, hermosas y radiantes, sin comprender cómo había permitido deslizarse a mi corazón ladera abajo.

Braulio le pidió que consiguiera un billete para Madrid. Según él, los pasos debían ser tan ligeros que no debían quedar huellas. Veinte minutos después, Raquel llamó para darme el localizador del billete.

Tuve unos días para mí. Para hablar con Ernesto cada mediodía adecuándome a la diferencia horaria. Para hablar con Mateo en las madrugadas que me esperaba para abrazarme. Para caminar contrayendo los glúteos y el abdomen como hacíamos en clase de pilâtes, pensando en el abrazo que daría en unos días. Tuve tiempo de disfrutar del café maravilloso de Jon y Lourdes, ese café que inicia la mañana con esperanza. Y cada tarde, cuando empezaba a oscurecer, alcanzaba la pastelería y compraba unos bollos para tomar con la tía y Braulio.

La tía ya no era la tía. Había alcanzado un mundo, ¡quién sabe si imaginado!, con un amor de ojos azules. Cuando hablaba de él se le iluminaban los ojos y parecía más joven. Yo le cogía la mano y Braulio me la cogía a mí, cuando veía que se me humedecían los ojos. Porque todos los amores, y todos los recuerdos de todos los amores, se parecen como gotas de agua, y el de la tía era el mío, y el mío sería el de algún abrazo de Braulio y los tres de la mano mirábamos al mar y nos acompañábamos, evocando el único vals que todos queremos bailar: el del olvido en los brazos de otro.

Y, por fin, volé a Madrid, más a bordo de una nube que de un avión de Iberia. Braulio iba a suplirme como madre, como sobrina de la tía Carmen, como todo. Volé sin existir. El temor, el deseo, la curiosidad, la tristeza formaban un cinturón alrededor de mi tórax que me hacían mantenerme recta, a media respiración, tensa como un sedal. Tenía palpitaciones, pequeñas taquicardias, y por un instante pasó por delante de todas aquellas emociones la película de
Atracción fatal...
Allí estaba la civilización judeocristiana de nuevo haciéndome la faena de pensar que si me daba un infarto —a mí o a él— justo cuando estuviéramos en la cama, justo cuando voláramos hacia ese epicentro donde el deseo no deja pensar en nada. Todo se desvelaría. Allí estaba la culpa, mi generación, mi jodida generación, a caballo entre la culpa, la Virgen María y la revolución sexual. Don Félix, el cura que nos daba ejercicios espirituales, y la profesora de Historia, soltera y entera, explicándonos, colorada como una manzana, lo que era un bastardo en la monarquía.

La historia escupe generaciones marcadas a fuego con sus descubrimientos, con su evolución. Mis hijos se acercarán sin culpa a sus amantes. No pensarán en
Atracción fatal
, ni en infartos en medio de la coyunda. Mis hijos verán pantallas, imágenes donde yo veo letras, y pensarán en centros comerciales donde saciar la ansiedad, en lugar de pequeños barrios a la búsqueda de residuos artesanos.

Así son las cosas...

VIII

ANSIEDAD

Volé a Madrid como me imagino que volaba Wendy con su Peter Pan. También yo habitaba el país de Nunca Jamás. Me había vuelto etérea, pero en cuanto tomara tierra mi cuerpo se haría realidad para fundirme en aquel abrazo que tanto había soñado. Nunca había sido tan cierto aquello de ir en las nubes.

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