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Authors: Elena Moreno

Tags: #Narrativa, novela

El salón de la embajada italiana (19 page)

BOOK: El salón de la embajada italiana
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En mi cabeza repiqueteaba uno de los poemas de Ángel Martínez-Lezo.

Búscame, amor,

búscame entre los que habitan tus calles,

en las hojas de este otoño casi perdido,

en el quicio de todas las puertas.

Búscame en los que asfaltan las alamedas,

en los parques, teatros o ferias.

Búscame, amor,

detente en todos los ojos,

escucha palabras y susurros,

observa el vuelo de las manos.

Búscame, amor,

pon atención a las sombras

por las que me deslizo sabiendo

que no hay futuro en el miedo

ni esperanza en el destierro.

Búscame, amor,

porque tienes que escuchar

el eco de mis pensamientos

cuando digo que te quiero

aunque no pueda encontrarte

en estos lugares donde me lleva la tristeza

VI

LA NUBE NEGRA

Y llegó febrero, ese mes corto que regala nieves y veranillos. Ese mes que, antes de nombrarlo, ya se ha ido de corto que parece. Ese mes que se tornó importante porque Mateo Martínez-Lezo me anunciaba que llegaría al aeropuerto de Bilbao el día veinticuatro a las diecisiete veinticinco, en el vuelo 422 de Iberia, procedente de Barcelona.

Lo esperaba como una vela encendida y sometida a corrientes de aire. Mi cerebro empeñándose en instalarme alarmas apagafuegos, desvelándome los agujeros negros y las trampas de aquel amor todavía prisionero. Mi corazón y mis pensamientos eran los mismos que tiene un ex fumador, un ex alcohólico. Su abrazo lo ocupaba todo, estaba empeñada en perseguir una caricia, un abrazo, soñando con despertarme a su lado. Y entre mi cerebro y mi corazón estaba la vergüenza que sentía ante aquel derroche desenfrenado de falta de voluntad, que era más propio de una adolescente que de mí. Me había vuelto loca y lo aceptaba respirando por el agujerito que me quedaba.

Chávez vomitaba discursos patrióticos. Jorge Rafael Videla iba a la cárcel —prisión preventiva— para descanso de muchos. En las calles de Madrid se le pedía al presidente Zapatero que no negociara con ETA. La pobre princesa Kiko, que siempre me ha preocupado especialmente, estaba embarazada de su tercer hijo. Se empezaba a hablar con miedo de la gripe aviar y Ernesto, afortunadamente, se había sentado frente al televisor para ver los juegos olímpicos de invierno que se celebraban en Turín, convocando el olvido de nuestras vidas.

Y en ese mes en el que yo había detenido hasta mi angustia esperando tensa y delgadita como un alambre, comprando lencería de tigresa, perfumes de vieja dama y chocolate el día veinticuatro, un atardecer cualquiera que no presagiaba nada, me llamó mi hermana María, para decirme que mi madre no abría la puerta a las Farinelli.

María siempre cree que está a punto de caerse por un precipicio. La vida le ha instalado un tobogán para tirarse desde sus pensamientos macabros. Es de las que cuando ve despegar un avión, en lo único que piensa es en la posibilidad de que caiga en el mar. Mi hermana María tiene algún chip de su cerebro que no está en buenas condiciones. Una vocación de drama y penitencia que no sé de dónde le viene. Así que intenté tranquilizarla, diciéndole que había muchas razones por las que alguien no abría la puerta. Podría haberse dormido, haber salido a por algo que imperiosamente necesitaba, podía incluso no darle la gana de abrir, cosa nada improbable en una Farinelli.

Le ofrecí suficientes posibilidades como para que dejara de tener malos pensamientos. Estaba más asustada que de costumbre y me contagió aquel miedo, que tenía todas las trazas de ser fundado, aunque no se lo dijera.

Más para distraerla que para otra cosa, le pedí un pequeño resumen. Las Farinelli estaban invitadas a cenar en casa de mi madre. Acostumbraban a hacerlo. Una vez al mes, una de ellas se metía en la cocina y organizaba un jolgorio gastronómico, con todos los ingredientes que les habían prohibido los médicos. Luego jugaban a las cartas, hasta que conseguían enfadarse. Pero aquel día de febrero, mi madre no les abría la puerta. Habían probado con el teléfono fijo y con el móvil. No había respuesta. Las tías la habían llamado a ella. Para más detalles —añadió María—, por debajo de la puerta de servicio —la que daba a la cocina— salía humo y olor a pan quemado. Habían llamado al portero y éste, asustado y diligente, a los bomberos.

Oí a mi hermana, que casi sin resuello me iba dando datos, mientras caminaba hacia la casa de mi madre con la llave en la mano.

—Carmela, ayer hablé con ella y decía que tenía un dolor en el pecho. No le hice caso... ¿Y si le ha pasado algo?

—Estate tranquila, María. Llama a los chicos —se lo dije porque a María la tranquiliza mucho la presencia de un hombre. Y yo pensaba que mi madre no se deja quemar una cena así como así—. Todos tenemos dolores imprecisos. —Seguí notando como me iba aterrando. Y lo dije convencida, porque yo era un saco de dolores imprecisos—. No adelantes acontecimientos y mucho menos te culpes por nada. Voy para allá.

Conduje deprisa, sin mirar las limitaciones de velocidad, sin ir pendiente de los miles de radares que dicen que hay en la A-8. No podía apartar de mi mente la imagen de mi madre tirada en la cocina sufriendo un infarto y sin poder pedir ayuda. Luego reduje la gravedad porque no la soportaba y pensé en un desmayo, cosa también improbable en una Farinelli, porque no perdemos el conocimiento casi nunca, sólo las formas. Luego pensé en una angina, después esta angina evolucionaba a un infarto. Dejé el infarto y me centré en el humo y en esas intoxicaciones que parecen inverosímiles. Dejé de pensar y empecé a verbalizar esa necesidad de milagros que tiene el pobre mortal...

—¡Por favor. Dios mío!... Por favor...

De lo único que estaba segura era de que las Farinelli habrían montado un auténtico follón. Tenía la certeza de que cuando llegara me iba a encontrar bomberos, ambulancias, policía, familia, etc. Eso también me asustaba.

—¡Dios mío!

No es que tenga rastros de fe, pero tengo hábito, y ganas de agarrarme a un clavo ardiendo. Es quizás un recurso lingüístico aferrado como una garrapata a algún tipo de esperanza, de la que no quiero desprenderme.

Cuando llegué al portal de mi casa, supe que mis temores se iban a consolidar; había una ambulancia, un camión de bomberos, un coche de la policía municipal y no hizo falta que nadie me dijera nada, porque las Farinelli salían en ese momento del portal llorando, apoyándose en mi hermano Carlos.

Mi madre había muerto.

Si tengo que poner una imagen al dolor, me acuerdo de aquel Sagrado Corazón que iba y venía por la escalera de mi casa cuando era niña. Me inquietaba, de forma imprecisa, que es la inquietud más jorobada, aquel ritual de vecindario cristiano. Llamaban a la puerta. Generalmente a última hora de la tarde. Merceditas la del quinto estaba parada encima del felpudo, con cara de estar haciendo algo importante. Llevaba en las manos aquella urna que encerraba una imagen del Sagrado Corazón, con un montón de lanzas y puñales alrededor del corazón sangrante. Yo lo dejaba con mucha aprehensión en la entrada y gritaba...

—¡Mamá, ha llegado el Sagrado Corazón!

Mi madre, desde algún lugar de la casa, me contestaba:

—Déjalo en la entrada y que nadie lo toque.

Casi de forma inmediata, y como si los hubieran llamado a cenar, corrían mis hermanos por el pasillo, y yo oía el ruido de algo parecido a un sonajero. Eran las monedas alborotadas por un cuchillo, que metían por la ranura donde se depositaban las limosnas. Unos instantes después se oía a mi madre, que repartía un par de bofetadas.

—¡No tenéis respeto por nada! ¡Mira que os lo tengo dicho! Ya veréis cuando llegue vuestro padre... Os vais a enterar.

Mi corazón ya tenía una enorme lanza, la de la muerte de mi hermano Rafael, el que era más diestro con el cepillo del Sagrado Corazón. El que me seguía a mí. Con el que mi corazón se enfrentaba más. Mi Rafael. Algo que por mucho que quieras es imposible asumir. Su muerte... Una lanza... La de mi padre, otra, no por esperada menos dolorosa. Así que aquella tarde, cuando supe que mi madre había muerto, sentí otra lanza que se clavaba en mi pecho asemejándome a aquel Sagrado Corazón petitorio de mi escalera.

Y como si toda aquella armería invencible hubiera estado contenida en la pequeña alacena de mi alma, como si algo se empeñara en recordar mis heridas, todo se me vino abajo. Yo, tan capaz, tan diligente y eficaz, tuve la terrible tentación de esconderme en un armario y empezar a llorar hasta dejar de ser quien era: la mujer de Ernesto, la madre de Juan, Diego y Marina, la hermana de mis hermanos, la fantasía de Mateo, y un miembro más del clan Farinelli.

Hay veces que uno enferma cuando ya lo está. Los virus se superponen y enredan comiéndote las entrañas. Eso me pasó a mí. Una madre es una madre. Un faro en la noche de la vida. Aunque tuviera momentos en que pasara de alumbrar el camino a sus polluelos. A saber si no podía, si no sabía, o si nunca quiso aprender. Ella ya no puede decirlo. Para eso está la capacidad de amar que uno desarrolla y adiestra en esta vida.

Mi madre siempre fue una madre intermitente. Como todas las Farinelli, iba y venía con aquella ansiedad que las caracterizaba. A veces no se quedaba a nuestro lado, ni tan siquiera al suyo. Se le enredaban las voluntades y sobre todo las responsabilidades.

Braulio dice que a las Farinelli se les quedó un pie en la infancia. Que siempre tuvieron un ratito para jugar a las tabas entre ellas y disputarse el liderazgo de cada jugada. No sé. Pero mi madre era mi madre, y cuando yo era niña, las monjas le tenían un respeto casi inadecuado, porque en las ocasiones en que ejercía de madre lo hacía con ganas. Iba al colegio y montaba un belén, con pastores, Reyes Magos y río de papel Albal, como creyera que habían cometido una injusticia con su hija. Porque, ante la ira de una Farinelli, no había escalas sociales ni apellidos ni clero ni nada que se interpusiera en su fiereza. Eran panzers avanzando hacia el objetivo. Fieras que, cuando cuidaban de su prole, eran capaces de ser primitivas como leonas.

Pero la verdad es que no siempre nos cuidaban.

Y por aquellos momentos y por los besos de buenas noches, por las fiestas de cumpleaños, y el supermercado que me trajeron los Reyes Magos cuando tenía siete años, y por otras muchas cosas, yo había resistido sus ausencias. Su muerte me dobló por la mitad. Yo ya iba encorvada durante ese tiempo. Me pesaban las dudas y hasta las certezas, pero su muerte...

Ernesto, con quien comparto la casi totalidad de mi memoria, supo en seguida del dolor de mis lanzas y avistó la deriva de mi barco en el mar de mis emociones. Dejó de mirarme por el rabillo del ojo, guardó en su armario el traje de capitán bucanero y pirata de faldas cortas y se hizo cargo de mí y de la vida que yo sostenía. No preguntó nada. Volvió a aparecer aquel hombre que me volvió loca con sus rizos oscuros y me sostuvo con esa fuerza que él tiene cuando le da la gana. Se pegó a mí como un guardaespaldas. Fue el muro de contención, el apoyo de mi abandono.

Me cuidó de todo y hasta me cuidó de mí misma, privándome de momentos masoquistas y velatorios llorosos. Mi Ernesto era como un centurión de los que cuidaban a César en la película de Ben-Hur. Como en los viejos tiempos. Volví a ser su chica. Y aunque si hubiera pensado un poco me hubiera dado cuenta de que él era fuerte porque yo estaba frágil, no quise pensar.

Pasó su brazo alrededor de mi hombro cada uno de los minutos que duró la liturgia de despedida, y aguantó como un campeón a todo el clan Farinelli, tan acostumbrado a marionetearte la vida. Puso chales sobre los hombros artríticos de las tías, ayudó a poner y quitar abrigos. Contó chistes indecentes para romper silencios. Echó piropos a las señoras y se interesó por los negocios de los hombres. Trajo pintxos y abrió botellas de vino. Besó y abrazó como él sabe.

Ernesto volvió a ser el rey de mi corazón. Me conquistó. Porque necesitaba que alguien reinara en mi vida con tarjeta de visita, con nombre y apellido que pudiera pronunciar con un domicilio conocido que era el nuestro. Porque no me gustaba empujar el destino fuera de los míos. Porque me sentía sola. Porque no tenía fuerzas. Por las lanzas... y porque hay un refrán que dice que hoy paz y mañana gloria. Y porque todo el mundo sabe que llega un día en que los amantes dejan de perseguirse, de desearse, de soñarse, de acosarse y buscarse en el espejo de su pasión... Y un día dejan de ser libres y, fatigados de tanta huida en pos de sí mismos, se rinden y ocupan el espacio que ocupan aquellos que se conforman con no desear. Y entonces..., entonces llegan los días con sus horas, sus semanas y sus meses. Llegan las horas del desayuno, comida, merienda y cena y esas digestiones dulces que ponen el culo gordo y el alma a dormir el feliz sueño de la nada.

Y aunque no quería creer en mis propios pensamientos, les di fe y morí un poco más.

Mandé un e-mail a Mateo.

Para: [email protected]

Asunto: Carlota I. Farinelli

Ha muerto mi madre. Imposible vernos. No me siento con fuerzas de nada. Lo siento, creo que no podré darte lo que quieres. Te mantendré al tanto.

Carmela

Así. Lacónico. Exhausto. Definitivo. Y es que las emociones comenzaban a cercarme el ánimo, a quitarme el suelo sobre mis pies, a taladrarme la voluntad. No podía con aquella estéril sensación de renuncia.

Me respondió ofreciéndome su incondicional apoyo. Sentía mi pérdida. El trabajo podría esperar. Tenía muchos compromisos en ese momento que le obligaban a viajar constantemente y solamente sentía no poder acompañarme, pero estaríamos en contacto vía e-mail. Mandaba un afectuoso abrazo. ¿Lo había escrito él o su secretaria? Y a pesar de un cierto alivio, a pesar de haberlo empujado a que me hablara de aquel modo, a pesar de eso..., ¡mierda!, ¡mierda de amor..., de hombre..., de amante!

Como los niños que olvidan un episodio traumático, alojé las emociones que me había despertado aquel hombre en algún lugar de muy difícil acceso. Hice un cursillo acelerado de autocontención, de negación y de integrar en mi vida aquella frase que tantas veces me había repetido y que por lo visto no había entendido... «Era una lerda que había tenido un rapto amoroso.» Nunca más me sucedería algo similar.

Escuché a un economista hablar de riesgos y lo entendí todo. Me dediqué a no separarme de Ernesto, a ser su sombra, a contemplarlo, a volver a acariciarlo, a estar con mis hermanos, a ocuparme de la casa, a salir con mis tres hijos de rebajas, a comer pasta, chocolate y a engañarme cada vez que tenía la tentación de recordar cómo me había sentido cuando me abrazó Mateo. Mientras, desmantelábamos el último hogar de Carlota Iturriaga Farinelli.

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