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Authors: John Twelve Hawks

El Río Oscuro (29 page)

—¿Te acuerdas de cuando llegamos a Portmagee y Gabriel y yo fuimos en busca del capitán Foley? Cuando salimos de su casa, nos sentamos en un banco frente al mar y yo le juré que nunca lo abandonaría, que siempre estaría a su lado, pasara lo que pasase.

Vicki asintió.

—Eso tuvo que resultarte difícil —dijo en voz baja—. En una ocasión me dijiste que a los Arlequines no les gustaba hacer promesas.

—No fue nada difícil. Deseaba pronunciar aquellas palabras, lo deseaba más que cualquier otra cosa. —Maya se acercó a la vela y miró la llama fijamente—. Hice una promesa a Gabriel y tengo intención de cumplirla.

—¿Qué quieres decir?

—Me voy a Londres, a encontrar a Gabriel. Nadie puede protegerlo mejor que yo.

—¿Y qué pasa con Madre Bendita?

—Me atacó en la capilla, pero lo hizo solo para llamar mi atención. No pienso tolerar que vuelva a intimidarme. —Maya reanudó su deambular con un destello de cólera en los ojos—. Lucharé contra ella, contra Linden y contra cualquiera que intente apartarme de Gabriel. Llevo recibiendo órdenes de los Arlequines desde que era niña. Pero eso se ha terminado.

«Madre Bendita te matará», pensó Vicki, pero no lo dijo. El rostro de Maya parecía irradiar una fiera energía.

—Si esa promesa es tan importante para ti, vuelve a Londres. No te preocupes por Matthew Corrigan. Yo estaré aquí si cruza y regresa a este mundo.

—La verdad es que me preocupa abandonar mis obligaciones, Vicki. Dije que me quedaría y lo protegería.

—En esta isla está a salvo —repuso Vicki—. Hasta Madre Bendita lo reconoció. Ella estuvo aquí casi seis meses y ni siquiera vio a un ornitólogo.

—Pero ¿y si pasa algo?

—Entonces yo me ocuparé de resolver el problema. Empiezo a parecerme a ti, Maya. Ya no soy una niña.

La Arlequín se detuvo y sonrió levemente.

—Sí. Tú también has cambiado.

—Foley llegará mañana con las provisiones y podrás irte con él, pero ¿cómo encontrarás a Gabriel en Londres?

—Seguramente se ha puesto en contacto con los
free runners.
Estuve en la casa que tienen en South Banks. Iré allí para hablar con ellos.

—Coge todo el dinero que hay en mi mochila. En esta isla no nos sirve para nada.

—Maya... —dijo una vocecita.

Vicki se sorprendió al ver a Alice en la escalera. Era la primera vez que la niña hablaba desde que se había cruzado en sus vidas. Su boca se movía en silencio, como si no pudiera creer que esos sonidos hubieran surgido de su garganta. Luego, volvió a hablar.

—Por favor, Maya, no te vayas. Me gusta que estés aquí.

El rostro de Maya se convirtió en la habitual máscara Arlequín, pero enseguida se permitió experimentar una emoción distinta a la ira. Vicki había visto a Maya hacer gala de coraje en muchas ocasiones a lo largo de los últimos meses; pero ese fue el momento en que desplegó mayor valentía: cuando cruzó la habitación y abrazó a la niña.

Uno de los mercenarios que había llegado a Irlanda en avión acompañando a Boone descorrió la puerta de carga del helicóptero. Boone, sentado en un banco metálico, trabajaba con su ordenador portátil.

—Disculpe, señor, me ordenó que lo avisara cuando llegara el señor Harkness.

—Así es. Gracias.

Boone se puso la chaqueta y salió del helicóptero. Los dos mercenarios y el piloto estaban de pie en la pista de despegue, fumando un cigarrillo y charlando sobre una oferta que habían recibido de Moscú. Habían pasado las últimas tres horas esperando en un aeródromo en las afueras de Killarney. Atardecía; los pilotos aficionados que habían estado practicando maniobras de aterrizaje con viento cruzado ya habían aparcado sus aparatos y se habían marchado a casa. El aeródromo se hallaba en medio de la campiña irlandesa, rodeado de campos de labranza. Un rebaño de ovejas pastaba en el lado norte; las vacas ocupaban el lado sur. En el aire flotaba el agradable olor de la hierba recién cortada.

Una pequeña ranchera, con una capota metálica encima de la plataforma de carga, se hallaba aparcada a unos doscientos metros, al otro lado de la verja de entrada. De ella se apeó el señor Harkness mientras Boone caminaba en su dirección. Boone había conocido al zoólogo retirado en Praga, cuando capturaron, interrogaron y asesinaron al padre de Maya. El anciano tenía los dientes podridos y la piel muy pálida y vestía una americana de tweed y una corbata llena de manchas.

Boone había entrevistado y contratado a gran cantidad de mercenarios, pero algo en Harkness hacía que se sintiera incómodo. Aquel individuo parecía disfrutar ocupándose de los segmentados; pero, claro, era su trabajo. Harkness se emocionaba cuando hablaba de aquellas aberraciones genéticas creadas por los científicos de la Hermandad. Era un hombre sin poder que en esos momentos controlaba algo sumamente peligroso. Boone tenía la sensación de hallarse ante una especie de mendigo que se dedicaba a jugar con una granada de mano.

—Buenas noches, señor Boone. Es un placer volver a verlo —saludó Harkness respetuosamente con una inclinación de cabeza.

—¿Algún problema en el aeropuerto de Dublín?

—No, señor. Todos los papeles fueron debidamente sellados por nuestros amigos del zoo de Dublín. Los de aduanas ni siquiera se molestaron en echar un vistazo a las jaulas.

—¿Alguna herida durante el transporte?

—Todos los especímenes parecen gozar de buena salud. ¿Quiere comprobarlo usted mismo?

Boone permaneció en silencio mientras Harkness abría la plataforma de carga. En el interior había cuatro jaulas como las que se usan para el transporte en avión de perros y animales domésticos. Todos los orificios de los contenedores estaban protegidos por una gruesa tela metálica. Apestaba a orines y descomposición.

—Les di de comer cuando llegamos al aeropuerto, pero eso ha sido todo. Es mejor que estén hambrientos para la tarea que les espera.

Harkness dio una palmada en la tapa de un contenedor. Una especie de ronco ladrido salió del interior. Los otros tres segmentados respondieron. A lo lejos, las ovejas balaron y echaron a correr en la dirección opuesta.

—Son malos bichos. —La sonrisa de Harkness dejó a la vista sus dientes podridos.

—¿Nunca se pelean?

—Pocas veces. Estos animales han sido manipulados genéticamente para atacar, pero aparte de eso tienen los instintos propios de su especie. El del contenedor verde es el jefe del grupo, y los otros tres son sus inferiores. A ninguno se le ocurrirá atacar al líder a menos que esté seguro de que puede matarlo.

Boone miró a Harkness a los ojos.

—¿Podrá controlarlos?

—Sí, señor. En la furgoneta tengo un pincho eléctrico para ganado. No serán un problema.

—¿Y qué ocurrirá cuando los hayamos soltado?

—Bueno, señor Boone... —Harkness miró hacia otro lado—. Una escopeta recortada será lo más eficaz una vez hayan hecho su trabajo.

Los dos hombres callaron cuando un segundo helicóptero se acercó por el este. El aparato describió un círculo sobre el aeródromo y se posó en la hierba. Boone dejó al zoólogo y fue a recibir al recién llegado. La puerta lateral se abrió, un mercenario desplegó una escalerilla y Michael Corrigan apareció en la puerta.

—¡Buenas tardes! —saludó.

Boone no había decidido todavía si debía llamar al Viajero señor Corrigan o Michael. Inclinó la cabeza educadamente.

—¿Qué tal ha ido el vuelo?

—Ningún problema. ¿Están ustedes listos para ponerse en marcha, señor Boone?

Sí, lo estaban, pero a Boone le molestaba que alguien que no fuera el general Nash le hiciera semejante pregunta.

—Creo que será mejor que esperemos a que oscurezca —dijo—. Resulta más fácil localizar al objetivo cuando está dentro de un edificio.

Tras una cena ligera de sopa de lentejas y galletas saladas, las clarisas descalzas abandonaron el calor de la cocina y fueron a la capilla. Alice las siguió. Desde que Maya se había marchado de la isla, la niña había regresado a su autoimpuesto mutismo. Aun así, parecía disfrutar escuchando las oraciones en latín. A veces sus labios se movían como si cantara mentalmente con las religiosas.
«Kyrie eleison. Kyrie eleison.
Que el señor se apiade de nosotros.»Vicki se quedó en la cocina fregando los platos. Al cabo de un rato de que se hubieran marchado, vio que Alice se había dejado la chaqueta bajo el banco, cerca de la puerta. El viento soplaba con fuerza del este, y en la capilla haría frío. Dejó los platos en la pila de piedra, cogió la chaqueta de la niña y salió.

La isla era un universo cerrado. Cuando uno la había recorrido unas cuantas veces, comprendía que la única manera de liberarse de esa particular realidad era alzar los ojos al cielo. En Los Ángeles, una capa de contaminación ocultaba las estrellas, pero en la isla el aire era limpio y cristalino. De pie junto al refugio de piedra, contempló brevemente la luna nueva y la mancha luminosa de la Vía Láctea. Podía oír los graznidos de las aves marinas en la distancia.

Cuatro luces rojas aparecieron por el este. Eran como faros gemelos flotando en la negrura. «Aviones», pensó. «No. Son dos helicópteros.» Y en cuestión de segundos comprendió lo que iba a ocurrir. Ella estaba en el recinto de la iglesia, al noroeste de Los Ángeles, cuando la Tabula atacó de la misma manera.

Intentando no tropezar con las piedras del sendero, bajó corriendo hasta la última terraza y entró en la capilla con forma de barca invertida. Los cánticos se interrumpieron de golpe cuando abrió violentamente la recia puerta de roble. Alice se levantó y, nerviosa, recorrió con la vista la estrecha estancia.

—¡La Tabula se acerca en dos helicópteros! —anunció Vicki—. ¡Tienen que salir de aquí y esconderse!

La hermana Maura parecía aterrorizada.

—¿Dónde? ¿En el almacén, con Matthew?

—Llévalas a la cueva del ermitaño, Alice. ¿Crees que podrás encontrar el camino en la oscuridad?

La niña asintió, cogió a la hermana Joan de la mano y empujó a la cocinera hacia la puerta.

—¿Y usted, Vicki?

—Me reuniré con ustedes en la cueva, pero antes debo asegurarme de que el Viajero está a salvo.

Alice la miró unos segundos y luego se marchó, se adentró con las religiosas en la oscuridad. Vicki regresó a la terraza intermedia y vio que los helicópteros estaban mucho más cerca. Sus luces de navegación sobrevolaban la isla como espíritus malignos, y oyó el rítmico latido de sus rotores azotando el aire.

Entró en el almacén, encendió una vela y abrió la trampilla. Estaba casi convencida de que Matthew Corrigan era capaz de percibir el peligro que se acercaba; quizá la Luz había regresado a su cuerpo y ella lo encontraría consciente y sentado en su refugio. Solo tardó unos segundos en bajar y comprobar que el Viajero seguía inmóvil bajo su sábana de algodón.

Volvió a subir rápidamente, cerró la trampilla, la cubrió con un viejo plástico, puso encima un viejo motor fuera borda y dejó tiradas por el suelo unas cuantas herramientas, como si alguien hubiera estado reparándolo.

«Protege a tu siervo Matthew», rezó. «Sálvalo de la destrucción.»No podía hacer más. Había llegado el momento de reunirse con las demás en la cueva. Pero cuando salió al exterior vio los haces de las linternas barrer la cumbre de la isla y las negras siluetas de los mercenarios de la Tabula perfiladas contra las estrellas. Volvió a entrar en el almacén, cerró la puerta y la bloqueó con la barra de hierro. Había dicho a Maya que protegería al Viajero. Era una promesa. Una obligación. El significado que esa palabra tenía para los Arlequines la abrumó con una fuerza poderosa mientras empujaba un pesado contenedor contra la puerta.

Más de cien años antes, un Arlequín llamado León del Templo había sido capturado, torturado y asesinado junto con el profeta Isaac T. Jones. Vicki y algunos miembros de su congregación creían que ese sacrificio nunca había sido recompensado. ¿Por qué Dios había hecho que Maya y Gabriel se cruzaran en su vida? ¿Por qué había acabado en aquella isla, protegiendo a un Viajero? «La deuda no pagada», pensó. «La deuda no pagada.»Tres de las cabañas estaban vacías, pero la cuarta estaba atrancada y los mercenarios no fueron capaces de forzar la entrada. Antes de llegar a Skellig Columba, Boone había leído toda la información que había podido recopilar acerca de la isla, y sabía que aquellas construcciones milenarias tenían paredes de gruesa piedra que dificultaba el uso de los escáneres infrarrojos, por eso su equipo había llevado un
backscatter
portátil.

Cuando los dos helicópteros aterrizaron en la isla, los hombres saltaron empujados por el deseo de capturar o destruir, pero ese agresivo impulso había menguado. Los mercenarios hablaban en susurros mientras los haces de sus linternas rasgaban la oscuridad del rocoso paisaje. Dos hombres bajaron por la pendiente con el equipo que acababan de descargar del helicóptero. Una parte del
backscatter
parecía un telescopio de refracción montado sobre un trípode. El aparato disparaba rayos X hacia su objetivo, y una pequeña antena parabólica capturaba los fotones resultantes.

Las máquinas de rayos X de los hospitales se basaban en el principio de que los cuerpos de mayor densidad absorbían más cantidad de rayos X que los de menor densidad. El
backscatter
funcionaba porque los fotones de los rayos X se desplazaban de manera distinta a través de los distintos tipos de materiales. Sustancias con números atómicos bajos, como la carne humana, proporcionaban imágenes diferentes que las que daban el plástico o el acero. Los ciudadanos que vivían dentro de la Gran Máquina ignoraban que había
backscatters
escondidos en la mayoría de los aeropuertos importantes de todo el mundo y que el personal de seguridad se entretenía mirando bajo la ropa de los pasajeros.

Michael Corrigan volvió de la capilla acompañado por dos mercenarios. Llevaba una cazadora con gorro y zapatillas para correr, como si fuera a hacer jogging por la isla.

—En la capilla no hay nadie, Boone. ¿Qué pasa con esa cabaña?

—Estamos a punto de averiguarlo.

Boone conectó el receptor del
backscatter
a su portátil, encendió el aparato y se sentó en una piedra. Michael y otros hombres se situaron tras él. La grisácea imagen creada por el artefacto tardó unos minutos en formarse del todo: dentro del refugio de piedra, una mujer apilaba cajas contra la puerta. «Esa no es una de las clarisas descalzas», pensó Boone, «de lo contrario, este trasto mostraría la sombra del hábito».

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