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Authors: John Twelve Hawks

El Río Oscuro (28 page)

Gabriel vio que Cutter, el líder de los
free runners
de Manchester, estaba sentado, apoyado contra la pared, y tenía un brazo enyesado.

—Os respeto a todos —prosiguió—, y especialmente a ese hombre, a Cutter. Un taxi londinense lo arrolló hace unas semanas mientras competíamos. Ahora está aquí, con sus amigos. Un verdadero
free runner
no acepta las limitaciones convencionales. No se trata de un deporte ni de una manera de salir en la televisión. Es una forma de vivir que hemos elegido, una manera de expresar lo que llevamos en nuestro corazón.

»Aunque algunos de nosotros hemos rechazado ciertos aspectos de la tecnología moderna, todos somos conscientes de hasta qué punto los ordenadores han cambiado el mundo. Estamos en una nueva era: la Edad de la Gran Máquina. Hay cámaras de vigilancia y escáneres por todas partes. La posibilidad de tener una vida privada no tardará en desaparecer. Todos estos cambios se justifican en nombre de una cultura del miedo generalizada. Los medios de comunicación no dejan de vociferar las nuevas amenazas que nos acechan, y los líderes políticos alimentan este miedo y restringen nuestras libertades.

»Pero los
free runners
no tenemos miedo. Algunos intentamos vivir fuera de la Red. Otros realizan pequeños gestos. Esta noche he venido a hablaros de un compromiso más serio. Tengo razones para creer que la Tabula está dando pasos decisivos encaminados a poner en marcha su cárcel electrónica. No estoy hablando de más cámaras de vigilancia o de la modificación de los programas de escaneo. Se trata de la culminación definitiva de su proyecto.

»¿Y cuál es ese proyecto? Esa es la cuestión. He venido a pediros que prestéis oído a los rumores y separéis el grano de la paja. Necesito gente que pueda hablar con sus amigos, buscar en internet y escuchar las voces que arrastra el viento. —Gabriel señaló a Sebastian—. El ha diseñado la primera de varias webs clandestinas. Enviad allí vuestra información, y empezaremos a organizar la resistencia.

»Recordad que todos podéis elegir. No tenéis por qué aceptar que os impongan un sistema basado en el control y el miedo. Tenemos el poder de decir "no". Tenemos derecho a ser libres. Gracias.

No hubo aplausos ni ovaciones, pero todos parecían apoyar al Viajero cuando salió, y algunos tocaron su mano al pasar.

En la calle hacía frío. Madre Bendita hizo un gesto a Brian, el mercenario irlandés, que esperaba en la acera.

—Ha acabado. Vámonos.

Gabriel y la Arlequín subieron a la parte de atrás de una furgoneta, mientras Brian se sentaba al volante. Unos segundos más tarde, el vehículo atravesaba lentamente la niebla que cubría Langley Lañe.

Madre Bendita se volvió y miró fijamente a Gabriel. Por primera vez desde que había conocido al Viajero no lo trató con manifiesto desprecio.

—¿Vas a hacer más discursos?

«Lo que voy a hacer es buscar a mi padre», se dijo Gabriel, pero se guardó para sí sus pensamientos.

—Puede. No lo sé.

—Me recuerdas a tu padre. Antes de que fuéramos a Irlanda, lo escuché hablar ante algunos grupos en España y Portugal.

—¿Mencionó alguna vez a su familia?

—Me contó que tú y tu hermano conocisteis a Thorn cuando erais pequeños.

—¿Nada más? Protegiste a mi padre durante todos esos meses ¿y eso fue lo único que te contó?

Madre Bendita miró por la ventana cuando pasaron por un puente y cruzaron el río.

—Me dijo que tanto los Arlequines como los Viajeros tenían por delante un largo camino, y que a veces no era fácil ver la luz al final del túnel.

El mercado de Camden era el lugar donde Maya, Vicki y Alice desembarcaron cuando entraron en Londres tras remontar el canal. En la época victoriana se había utilizado como punto de descarga para el carbón y la madera que se transportaban en barcazas. Los viejos almacenes y los astilleros habían sido reconvertidos en un amplio mercado lleno de pequeñas tiendas de ropa y puestos de comida. Era el lugar ideal para comprar cerámica y pasteles, joyas antiguas y uniformes sobrantes del ejército.

Brian los dejó en Chalk Farm Road, y Madre Bendita guió a Gabriel por el mercado. Los emigrantes que regentaban los puestos de comida estaban recogiendo las sillas y tirando las sobras de pollo al curry a los cubos de basura. Unas cuantas luces de colores, un recuerdo de las Navidades, oscilaban adelante y atrás en lo alto. Aparte de eso, reinaba la oscuridad y las ratas correteaban entre las sombras.

Madre Bendita conocía la situación de todas las cámaras de vigilancia de la zona, pero de vez en cuando se detenía y utilizaba un detector de cámaras, un dispositivo del tamaño de un teléfono móvil. Los potentes diodos del aparato emitían luz infrarroja invisible para el ojo humano, pero la lente de las cámaras de vigilancia la captaba y la reflejaba, y en el visor del aparato aparecían pequeñas lunas llenas en miniatura. A Gabriel le impresionó con qué rapidez Madre Bendita era capaz de detectar una cámara oculta y situarse fuera de su alcance.

En el extremo este del mercado había muchos edificios de ladrillo que antiguamente habían servido de caballerizas para los animales que tiraban de los tranvías de Londres. Había más cuadras en unos túneles que la gente llamaba «las catacumbas». Madre Bendita hizo pasar a Gabriel bajo un arco de ladrillo y se internaron en las catacumbas, apresurándose por dejar atrás los cerrados comercios y los estudios de los artistas. A lo largo de nueve metros, el túnel estaba pintado de color rosa. En otra zona, las paredes estaban cubiertas de papel de aluminio. Por fin llegaron a la tienda de Winston Abosa. Sentado en el suelo, el africano cosía una piel de animal a la caja de un tambor de madera.

Winston se puso en pie y saludó a sus huéspedes con un gesto de la cabeza.

—Bienvenidos. Espero que el discurso haya sido un éxito.

—¿Algún cliente? —preguntó Madre Bendita.

—No, señora. Ha sido una tarde muy tranquila.

Avanzaron entre tambores africanos y tallas de ébano de dioses tribales y mujeres encinta. Winston apartó una bandera, que hacía las veces de cortina y en la que se anunciaba un festival de percusión en Stonehenge, y dejó al descubierto una puerta empotrada de acero reforzado. La abrió y los tres entraron en un apartamento de cuatro habitaciones que daban al vestíbulo. En la primera había un camastro plegable y dos televisores que mostraban imágenes de la tienda y de la entrada a las catacumbas. Gabriel atravesó el vestíbulo, pasó ante una pequeña cocina y un cuarto de baño y llegó a un dormitorio sin ventanas donde había una cama de hierro, una silla y un escritorio. Ese había sido su hogar durante los últimos tres días.

Madre Bendita abrió la alacena de la cocina y sacó una botella de whisky irlandés mientras Winston seguía a Gabriel hasta el dormitorio.

—¿Tiene hambre, Gabriel? —le preguntó.

—Ahora no, Winston. Más tarde me prepararé un té y una tostada.

—Los restaurantes todavía están abiertos. Podría traer algo para la cena.

—Gracias. Tráete lo que te apetezca. Yo voy a descansar un rato.

Winston salió y cerró la puerta. Gabriel lo oyó conversar con Madre Bendita. Se tumbó en la cama y se quedó mirando la solitaria bombilla que colgaba de un cable en medio del techo. Hacía frío y la humedad se filtraba por una grieta de la pared.

La energía que lo había invadido durante el discurso parecía haberse desvanecido. Se dio cuenta de que en esos momentos era igual que su padre: un cuerpo encerrado en una habitación y vigilado por una Arlequín. Sin embargo, un Viajero no tenía por qué aceptar esas limitaciones. La Luz podía buscar la Luz en un mundo paralelo. Si cruzaba, intentaría encontrar a su padre en el Primer Dominio.

Se incorporó y se sentó en el borde de la cama, con las manos en el regazo y los pies en el suelo de cemento. «Relájate», se dijo. En la primera fase, cruzar era como entregarse a la oración o a la meditación. Cerró los ojos y visualizó un cuerpo de Luz dentro de su propio cuerpo. Notó su energía y recorrió la silueta que se desplegaba dentro de sus hombros, brazos y muñecas.

«Inspira. Espira.» De repente, la mano izquierda se le cayó del regazo y quedó inerte en el colchón. Cuando abrió los ojos vio que un brazo y una mano fantasmas habían salido de su cuerpo. El brazo no era más que un vacío negro con pequeños puntos de luz, como una constelación en el cielo nocturno. Concentrándose en esa otra realidad, alzó la mano fantasma un poco más, y más, hasta que al fin toda la luz salió de su cuerpo como una crisálida de su capullo.

Capítulo 25

Desde el porche de su casa de madera, Rosaleen Magan observó cómo el capitán Foley avanzaba tambaleándose por una estrecha calle de Portmagee. Su padre se había bebido cinco botellas de Guinness durante la cena, pero Rosaleen no se había quejado de su afición. El capitán había ayudado a criar a seis hijos, había salido a pescar hiciera el tiempo que hiciese y nunca había iniciado una pelea en el pub del pueblo. «Si quiere beberse otra cerveza, que se la beba», pensó ella. «Eso le ayudará a olvidar su artritis.»Entró en la cocina y conectó el ordenador que tenía en un cuartito, junto a la despensa. Su marido estaba en Limerick, en unas clases de formación, y su hijo en Estados Unidos, trabajando de ebanista. En verano, la casa se llenaba de turistas, pero en los fríos meses del invierno hasta los ornitólogos dejaban de ir por allí. Rosaleen prefería aquella estación, más tranquila, a pesar de que nunca ocurría nada. Su hermana mayor trabajaba en una oficina de correos, en Dublín, y siempre estaba presumiendo de la última película que había visto o del estreno de la obra de teatro al que había asistido en el Abbey Theatre. En una ocasión fue lo bastante desconsiderada para decirle que Portmagee era una «aldea moribunda».

Pero aquella noche Rosaleen tenía novedades suficientes para escribir un correo electrónico de lo más jugoso. En Skellig Columba se habían producido misteriosos acontecimientos, y su padre era la única fuente de información fiable de lo que ocurría en la isla.

Rosaleen intentó refrescar la memoria de su hermana recordándole que el año anterior un hombre de cierta edad, llamado Matthew, había viajado a la isla acompañado de una irlandesa pelirroja, y que esta se convirtió de repente en la jefa espiritual de las clarisas descalzas. Lo curioso era que, hacía pocos días, un grupo aún más pintoresco llegó a Portmagee: una niña china, una mujer negra, una joven con acento inglés y un estadounidense. Al día siguiente de haberlos llevado a la isla, llamaron a su padre para que fuera a recoger a la supuesta abadesa y al joven estadounidense. «Sea lo que sea lo que está ocurriendo», tecleó Rosaleen, «es muy extraño. Puede que esto no sea Dublín, pero en Portmagee también tenemos nuestros misterios».

Oculto en el interior del ordenador, el gusano espía que había infectado a millones de ordenadores de todo el mundo aguardaba como una serpiente tropical en el fondo de un oscuro lago. Cuando el programa detectó ciertas palabras clave, copió la información y se introdujo sigilosamente en internet para llevársela a su amo.

A Vicki Fraser le gustaba despertarse en el dormitorio que había en la cabaña de piedra destinada a la cocina. Su cara siempre estaba fría, pero un edredón de pluma abrigaba el resto de su cuerpo. Alice dormía en un rincón, y Maya, muy cerca de ella, con la espada Arlequín al alcance de la mano.

Por la mañana reinaba el silencio en la cabaña. Cuando el sol caía en determinado ángulo, un blanco chorro de luz penetraba por el ventanuco y avanzaba lentamente por el suelo. Vicki pensó en Hollis y se lo imaginó tumbado junto a ella. Él tenía el cuerpo lleno de las cicatrices que le habían dejado cientos de peleas y enfrentamientos, pero cuando ella lo miraba fijamente a los ojos, veía en ellos bondad. Desde que se encontraban a salvo en la isla, Vicki había tenido tiempo de pensar en él. Hollis era un luchador muy bueno, pero a Vicki le preocupaba que la confianza que tenía en sí mismo pudiera meterle en problemas.

Alrededor de las seis de la mañana, la hermana Joan entró en la cocina y empezó a trastear con cazos y ollas para preparar el té. Las otras tres religiosas llegaron media hora más tarde. Desayunaron todas juntas. Encima de la mesa había una gran jarra de miel, y Alice disfrutaba cogiéndola con ambas manos y dibujando formas encima de su plato de gachas.

La niña seguía sin hablar, pero parecía disfrutar de su estancia en la isla. Ayudaba a las monjas en las tareas cotidianas, recogía flores y las guardaba en botes de mermelada vacíos, y exploraba la isla armada con un palo, su espada Arlequín. Un día llevó a Vicki por un estrecho sendero excavado en la ladera de un acantilado que descendía cien metros en línea recta, casi hasta donde las olas batían contra las rocas. Al final del sendero se abría una pequeña cueva en la que había un pequeño altar con una cruz celta, ambos de piedra. «Esto parece la cueva de un ermitaño», había dicho Vicki, y a Alice pareció gustarle la idea. Luego las dos se sentaron en la estrecha entrada mientras la niña arrojaba piedras hacia el horizonte.

Alice trataba a Vicki como si ella fuera su hermana mayor. Adoraba a las monjas, que le leían libros de aventuras y le preparaban bollos para la hora del té. Una noche incluso se tumbó en un banco de la capilla y descansó la cabeza en el regazo de la hermana Joan. Para la muchacha, Maya se hallaba en otra categoría. No era ni su madre ni su hermana ni su amiga. A veces, Vicki las había sorprendido intercambiando una mirada de extraña complicidad. Las dos parecían compartir el mismo sentimiento de soledad; no importaba cuánta gente estuviera con ellas en la misma habitación.

Maya bajaba dos veces al día al refugio del sótano para ver el cuerpo de Matthew Corrigan. El resto del tiempo lo dedicaba a sí misma: bajaba por la escalera de roca hasta el embarcadero y una vez allí contemplaba las olas. Vicki no se atrevía a preguntarle qué había ocurrido, pero resultaba obvio que Maya había hecho algo que había dado una excusa a Madre Bendita para llevarse a Gabriel de Skellig Columba.

En su octavo día en la isla, Vicki se despertó de madrugada y vio a la Arlequín arrodillada junto a ella.

—Ven abajo —le susurró Maya—. Tengo que hablar contigo.

Tras abrigarse con un chal negro, Vicki bajó a la zona en la que comían, donde había una mesa y dos bancos. Maya había encendido un fuego de turba en la estufa y se notaba un poco de calor. Vicki tomó asiento en uno de los bancos y apoyó la espalda contra la pared. Una gran vela ardía en el centro de la mesa; las sombras danzaban en el rostro de la Arlequín mientras caminaba por la estancia.

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