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Authors: Frank Schätzing

Tags: #ciencia ficción

El quinto día (4 page)

—Ojalá lo supiéramos.

—¿Ni siquiera sabéis eso?

—Vienen del borde continental, a setecientos metros de profundidad.

Johanson se rascó la barbilla. Los gusanos se sacudían y se retorcían en el recipiente. «Tienen hambre —pensó—, sólo que ahí no tienen nada que comer.» Le pareció sorprendente que siguieran vivos; la mayoría de organismos no reaccionaban muy bien cuando los sacaban a tierra firme desde esas profundidades.

Alzó la vista.

—Puedo echarles un vistazo. ¿Te va bien mañana?

—Estaría bien. —Hizo una pausa—. Hay algo que te ha llamado la atención, ¿verdad? Se te nota en la mirada.

—Puede ser.

—¿Qué es?

—No puedo decirlo con precisión. No soy experto en especies; no soy taxónomo. Hay gusanos con cerdas de todos los colores y formas; ni siquiera yo soy capaz de distinguir todas las especies... y eso que ya sé muchísimo. Éstos me parecen... Bueno, todavía no lo sé.

—Qué lástima. —Lund frunció el ceño; luego sonrió inesperadamente—. ¿Por qué no te pones a analizarlos ahora mismo y me cuentas tus conclusiones mientras comemos?

—¿Tan rápido? Como si no tuviera otra cosa que hacer...

—Teniendo en cuenta la hora a la que has llegado, no creo que tengas tanto trabajo.

Increíblemente, tenía razón.

—Vale, de acuerdo —suspiró Johanson—. Podríamos vernos a la una en la cafetería. ¿Puedo cortarles unos pedacitos o tenías pensado profundizar tu amistad con ellos?

—Haz lo que consideres necesario. Hasta luego, Sigur.

Se marchó a toda prisa. Johanson la observó mientras se alejaba y se preguntó si hubiera resultado divertido tener alguna historia con ella. Sin embargo, Tina Lund se pasaba la vida corriendo; era demasiado acelerada para alguien como él, que prefería la vida contemplativa y no le gustaba correr detrás de los demás.

Revisó el correo, hizo una serie de llamadas atrasadas y se llevó el recipiente con los gusanos al laboratorio. No cabía ninguna duda de que se trataba de poliquetos. Formaban parte de la familia de los anélidos o gusanos anillados, igual que las sanguijuelas; en realidad no constituían una forma de vida muy compleja. Si fascinaban a los zoólogos era por otras razones. Los poliquetos constituyen una de las especies más antiguas que se conocen. Los hallazgos fósiles prueban que existen casi con la misma forma desde el período cámbrico medio, es decir, desde hace alrededor de quinientos millones de años. Si bien no suelen hallarse en aguas dulces ni en terrenos húmedos, sí son abundantes en los mares y en las zonas profundas. Remueven el sedimento y sirven de alimento a peces y cangrejos. A la mayoría de los seres humanos les dan asco, entre otras cosas, porque después de un tiempo conservados en alcohol pierden su fantástico colorido. Johanson, en cambio, contemplaba a los supervivientes de un mundo ya desaparecido, y lo que veía le parecía de una belleza excepcional.

Durante algunos minutos observó el recipiente con aquellos cuerpos de color rosa con protuberancias en forma de tentáculos y blancos penachos de cerda. Luego roció los gusanos uno a uno con gotas de solución de cloruro de magnesio para relajarlos. Hay distintas posibilidades de matar un gusano. La más habitual consiste en meterlos en alcohol, en vodka o en aguardiente. Desde la perspectiva humana, eso promete una muerte en plena borrachera, es decir, no es la peor manera de expirar. Los gusanos lo ven de otra manera, ya que en su agonía se contraen hasta convertirse en una masa dura si no los tranquilizan antes; y para eso sirve el cloruro de magnesio. Los músculos de los animales se relajan de modo que después puede hacerse cualquier cosa con ellos.

Por precaución, congeló uno de los gusanos. Siempre era mejor tener un ejemplar de reserva, por si más adelante había que realizar análisis genéticos o examinar isótopos estables. Introdujo el segundo gusano en alcohol, volvió a contemplarlo un momento, lo colocó sobre una de las mesas de trabajo y lo midió. Anotó casi diecisiete centímetros. Luego lo abrió en canal y soltó un leve silbido.

—Vaya dientecitos tienes, amiguito.

Su estructura interna indicaba también que aquella criatura era sin lugar a dudas un anélido. La trompa, que el poliqueto podía sacar con la velocidad de un rayo para atrapar a su presa, estaba replegada dentro del cuerpo. Estaba provisto de mandíbulas de quitina y de varias hileras de dientes diminutos. Johanson había visto muchas de estas criaturas por dentro y por fuera, pero el tamaño de aquellas mandíbulas superaba todo lo que conocía. Cuanto más contemplaba al gusano, más fuerte era la sospecha de que esa especie todavía no estaba clasificada.

«Qué bien —pensó—. ¡Gloria y honor! ¿Cuándo tiene uno la oportunidad de descubrir una especie nueva?».

Todavía no estaba seguro, así que decidió consultar en Intranet, y estuvo un rato husmeando en la jungla de archivos. Era realmente desconcertante. El gusano existía, pero por otro lado no existía. Johanson tenía cada vez más curiosidad. Estaba tan fascinado con el trabajo que casi se le olvida el motivo por el cual estaba estudiando al gusano.

Cuando por fin comenzó a correr bajo los techos de cristal de los pasillos de la universidad en dirección a la cafetería, ya llegaba quince minutos tarde. Irrumpió en la cafetería, divisó a Lund en un rincón y fue hacia ella. Estaba sentada a la sombra de una palmera y le hizo señas con la mano.

—Lo siento, ¿llevas mucho tiempo esperando?

—Horas. Me muero de hambre.

—Podríamos probar el pavo con salsa de setas —propuso Johanson—. La semana pasada estaba excelente.

Lund asintió; cualquiera que conociera a Johanson sabía que podía dejarse asesorar por él en cuestiones del paladar. Ella pidió una coca-cola, él se permitió una copa de Chardonnay. Mientras metía la nariz en la copa para que su olfato le revelara eventuales rastros de corcho, Lund se removía inquieta en su silla.

—¿Y?

Johanson bebió un pequeño sorbo y chasqueó la lengua.

—Aceptable. Fresco y muy expresivo.

Lund lo miró sin comprender. Luego hizo un gesto de impaciencia.

—Está bien. —Johanson volvió a dejar la copa sobre la mesa y cruzó las piernas. De algún modo lo divertía hacerla perder la paciencia. Después de haber estado esperándolo con trabajo un lunes por la mañana, se merecía especialmente que la tuviera en suspenso—. Anélidos, clase: poliquetos. Pero eso ya lo sabíamos; supongo que no querrás un informe detallado, porque eso me llevaría semanas, quizá meses. Por el momento clasificaría tus dos ejemplares como una mutación o como una especie nueva. O puede que ambas cosas, para ser más exacto.

—No estás siendo muy preciso que digamos...

—Disculpa... Concretamente, ¿dónde encontrasteis esas cosas?

Lund le describió el sitio. Estaba a una distancia considerable del continente, donde la planicie noruega penetraba en el fondo del mar. Johanson escuchaba, pensativo.

—¿Puedo saber qué estáis haciendo por allí?

—Estudiamos a los bacalaos.

—Vaya, ¿todavía quedan? ¡Qué alegría!

—Déjate de bromas. Ya conoces el tipo de problemas que surgen cuando se está buscando petróleo. No queremos que después nos echen en cara que descuidamos algo.

—¿Estáis construyendo una plataforma? Creía que la extracción estaba decayendo.

—Eso no es asunto mío en estos momentos —dijo Lund ligeramente irritada—. Mi problema es saber si podemos construir allí. Hasta ahora no habíamos perforado tan lejos. Tenemos que controlar las condiciones técnicas; tenemos que demostrar que nuestro trabajo no destruye el medio ambiente. Así que vamos allí y estudiamos qué es lo que anda nadando por ahí y en qué condiciones está el ecosistema para no cargárnoslo.

Johanson asintió. Lund se peleaba con los resultados de la Conferencia del Mar del Norte tras las críticas del Ministerio de Pesca noruego por el bombeo diario de millones de toneladas de vertidos contaminantes al mar. Las innumerables plantas de extracción del mar del Norte y de la costa noruega extraían del fondo del mar aguas contaminadas, saturadas de productos químicos, junto con el petróleo con el que habían estado mezcladas durante millones de años. Por lo general, durante la extracción se separaba mecánicamente el agua del petróleo y se vertía de nuevo al mar; durante décadas nadie había cuestionado esa práctica. Hasta que el gobierno encargó al Instituto de Ciencias Marinas noruego un estudio cuyos aspectos centrales asustaron por igual a los protectores medioambientales y a los consorcios petroleros. Ciertas sustancias que contenían estas aguas dañaban el ciclo reproductivo del bacalao. Tenían el efecto de las hormonas femeninas: los machos se volvían estériles o mutaban su sexo. Y entretanto también otras especies parecían amenazadas. De modo que surgió la necesidad de detener de inmediato el vertido, lo que obligó a los productores de petróleo a buscar otras alternativas.

—Está muy bien que os vigilen —dijo Johanson—. Cuanto más os vigilen, mejor.

—Eres de gran ayuda... —Lund suspiró—. El caso es que revolviendo en el talud llegamos bastante abajo. Hicimos mediciones sísmicas y enviamos el robot a una profundidad de setecientos metros para tomar imágenes.

—De gusanos.

—Nos quedamos completamente sorprendidos. No esperábamos encontrarlos allí abajo.

—Qué disparate. Los gusanos están en todas partes. ¿Y por encima de los setecientos metros? ¿No había ninguno allí?

—No. —Lund se removía impaciente en su silla—. Bueno, ¿qué pasa con esos malditos bichos? Me gustaría liquidar el asunto, todavía tenemos una montaña de trabajo.

Johanson apoyó el mentón en las manos.

—El problema con tu gusano es que en realidad son dos —dijo.

Ella lo miró sin comprender.

—Por supuesto. Son dos gusanos.

—No me refiero a eso. Me refiero al género. Si no me equivoco, pertenece a una especie descubierta hace poco, de la que hasta ahora no se sabía nada. La descubrieron en el golfo de México, donde habita en el fondo del mar y al parecer se alimenta de bacterias que a su vez utilizan el metano como fuente de energía y crecimiento.

—¿Metano?

—Sí. Y ahí es donde el asunto empieza a mejorar. Tus gusanos son muy grandes para su especie. Quiero decir, hay poliquetos que llegan a medir dos metros o más, y que llegan a vivir bastante. Pero son de otro calibre y habitan en otros lugares. Si los tuyos son idénticos a los del golfo de México, deben de haber crecido mucho desde que fueron descubiertos. Los del golfo miden como máximo cinco centímetros; los tuyos miden tres veces más. Además, hasta ahora no han sido descritos en el talud continental noruego.

—Interesante... Y ¿cómo puedes explicarlo?

—Eres realmente graciosa. No puedo explicarlo. La única respuesta que puedo darte por ahora es que habéis encontrado una nueva especie. ¡Felicidades! Exteriormente se parece al gusano de hielo mexicano, pero en el tamaño y en determinados rasgos se parece a otro gusano. Mejor dicho, a un antepasado de un gusano que creíamos extinguido hace mucho tiempo, un pequeño monstruo cámbrico. Lo único que me sorprende...

Vaciló. La región estaba tan estudiada por las compañías petroleras que un gusano de ese tamaño tendría que haberles llamado la atención hacía tiempo.

—¿Sí? —lo urgió Lund.

—Bueno. O hemos estado todos ciegos hasta ahora o tus nuevos amigos antes no estaban ahí. Tal vez vengan de más abajo.

—Lo cual nos lleva a preguntarnos cómo lograron subir tanto. —Lund guardó silencio un momento. Luego dijo—: ¿Para cuándo tendrías el informe?

—Ya... así que otra vez con prisas.

—¡No puedo esperar un mes!

—Está bien. —Johanson alzó las manos en señal de calma—. Voy a tener que enviar tus gusanos por todo el mundo, pero para eso uno tiene sus contactos. Dame dos semanas. Y no intentes discutir los plazos. Aunque quiera no puedo hacerlo más de prisa.

Lund no respondió. Se lo quedó mirando pensativa; mientras tanto llegó la comida, pero no la tocó.

—¿Y se alimentan de metano?

—De bacterias que comen metano —la corrigió Johanson—. Un sistema simbiótico bastante intrincado sobre el que gente más inteligente que yo te contaría más cosas. Pero eso vale para el gusano que creo que está emparentado con el tuyo. No hay nada probado todavía.

—Si es más grande que el del golfo de México, tendrá más apetito —razonó Lund.

—Más que tú, seguro —dijo Johanson mirando su plato intacto—. A propósito, me sería de gran ayuda que pudieras sacar más ejemplares de tu monstruo.

—No te preocupes por eso.

—¿Tienes más?

Lund asintió con una expresión extraña en la mirada. Luego comenzó a comer.

—Una docena exacta —dijo—. Pero abajo hay más.

—¿Muchos?

—Tendría que calcularlo. —Hizo una pausa—. Pero diría que hay millones.

12 de marzo. Isla de Vancouver, Canadá

Los días llegaban y se iban, pero la lluvia se quedaba.

León Anawak no podía recordar cuándo había sido la última vez que había diluviado durante tanto tiempo seguido en los últimos años. Miró hacia afuera, hacia la superficie uniforme del océano. El horizonte aparecía como una línea de mercurio entre el agua y la masa de nubes bajas. Allí atrás comenzaba a perfilarse una pausa en el incesante murmullo; aunque no podía decirse con exactitud, también podía ser que se levantara la bruma. El océano Pacífico siempre hacía lo que quería; y generalmente no avisaba.

Sin dejar de observar el horizonte, Anawak aceleró el
Blue Shark
y se adentró un poco más en el mar. La zodiac, como se denominaban estos grandes botes neumáticos con motores potentes, estaba al completo. Doce personas con monos impermeables, armadas con prismáticos y cámaras fotográficas, estaban perdiendo en ese momento todo interés por el asunto. Durante bastante más de una hora y media habían perseverado en la espera de ballenas grises y jorobadas, que abandonaban en febrero las bahías cálidas de Baja California y las aguas que rodeaban Hawai para iniciar el éxodo hacia la zona del Ártico. En cada migración recorrían dieciséis mil kilómetros. Su viaje las llevaba desde el Pacífico por el mar de Bering al mar de Chukots, hasta la frontera con la banquisa y directas al centro de Jauja, donde llenaban su estómago de pulgas de mar y gambas. Cuando los días volvían a acortarse, iniciaban otra vez el largo camino de vuelta a México. Allí, protegidas de sus peores enemigas, las orcas, traían sus crías al mundo. Dos veces al año, aquellas manadas de inmensos mamíferos marinos pasaban por la Columbia Británica y las aguas de la isla de Vancouver; de modo que las estaciones de observación de ballenas de sitios como Tofino, Ucluelet y Victoria se llenaban de gente.

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