El que habla con los muertos (39 page)

Salvo lo último, todo lo anterior era cosa sabida para Dragosani. Era evidente que Borowitz había recibido de alguna de sus fuentes información concerniente a los ingleses que le había parecido muy inquietante. El nigromante rara vez tenía noticias del resto del aparato de Borowitz, y se sintió muy interesado. Se inclinó hacia adelante y dijo:

—¿Qué sucede con los ingleses? ¿Por qué está tan preocupado? Creía que estaban a kilómetros de distancia, como todos los demás.

—También yo lo creía —asintió Borowitz, con expresión sombría—, pero no es así. Y eso significa que sé mucho menos de ellos de lo que pensaba. Y eso, a la vez, significa que quizás estén realmente más adelantados. Y si de verdad son tan buenos, ¿cuánto saben de nosotros? Incluso una pequeña cantidad de información sobre nosotros les daría ventaja. Si hubiera una Tercera Guerra Mundial, Dragosani, y usted fuera un miembro de los servicios de inteligencia británicos que conociera la existencia del
château
Bronnitsy, ¿dónde aconsejaría a sus fuerzas aéreas que dejaran caer las primeras bombas? ¿Hacia dónde dirigiría su primer misil?

Dragosani encontró esto bastante exagerado, y se sintió obligado a responder.

—Es imposible que conozcan mucho acerca de nosotros. Yo trabajo para usted, y sé muy poco. Y se supone que le sucederé como director de la organización…

Borowitz parecía haber recuperado algo de su buen humor. Sonrió, aunque con cierta ironía, y se puso de pie.

—Venga —dijo—. Podemos hablar mientras caminamos. Usted y yo iremos a ver lo que tenemos aquí, en este viejo lugar. Vamos a mirar de cerca este núcleo, este cerebro niño que tenemos. Porque aún es un niño, puede estar seguro de eso. Un niño, sí, pero también el futuro cerebro que guiará los músculos de la madre Rusia.

Y el robusto director de la Organización E, con las mangas de la camisa aleteando, salió a toda prisa del despacho. Dragosani, pegado a sus talones, tenía que ir casi al trote para no quedarse atrás.

Se dirigieron a la parte más antigua del
château
, lo que Borowitz llamaba los «talleres». Era una zona de seguridad total, y cada uno de los operarios era vigilado y asistido en su trabajo por un hombre del mismo rango dentro de la organización. Podía parecer similar a lo que en el mundo occidental se llama sistema de «equipo», pero en el
château
se utilizaba para asegurar que ningún agente pudiera ser el único receptor de una información. Y era el modo que tenía Borowitz de asegurarse de que él, personalmente, recibiría toda la información considerada importante…

Habían desaparecido los candados, los guardias y los hombres de la KGB. No había nadie de la banda de Andrópov, y los mismos agentes de Borowitz se turnaban en los trabajos de seguridad interna. Las puertas de las celdas PES se cerraban y abrían con un sistema electrónico activado mediante códigos contenidos en tarjetas de plástico. Y sólo había una tarjeta maestra, que, claro está, se hallaba en poder de Borowitz.

En un pasillo iluminado por azules lámparas fluorescentes, Borowitz introdujo la tarjeta en la ranura y Dragosani lo siguió al interior de una habitación donde se veían monitores de ordenadores y mapas murales, y había estantes y estantes llenos de mapas y atlas, cartas de navegación, detallados planos de las ciudades y puertos más importantes del mundo, y una pantalla en la que continuamente aparecía información meteorológica actualizada de todo el mundo. El lugar muy bien hubiera podido ser la antesala de un observatorio, o la sala de control de un pequeño aeropuerto, pero no era ninguna de las dos cosas. Dragosani ya había estado allí, y sabía exactamente lo que había en la sala, pero aun así continuaba fascinándolo.

En la habitación se encontraban dos agentes que se pusieron de pie cuando entró Borowitz; éste les hizo una seña para que continuaran con su trabajo y se quedó mirándolos mientras ellos ocupaban sus lugares en la mesa principal. Los hombres habían desplegado ante ellos una compleja carta de navegación del Mediterráneo, sobre la cual habían colocado cuatro pequeños discos de colores, dos verdes y dos azules. Los verdes estaban en el mar Tirreno, muy cerca el uno del otro, a medio camino entre Nápoles y Palermo. Uno de los discos azules estaba en aguas profundas, a unos quinientos kilómetros al este de Malta; el otro en el mar Jónico, a la altura del golfo de Tarente. Los dos agentes, bajo la atenta mirada de Borowitz y de Dragosani, continuaron con su «trabajo», sentados a la mesa; con la barbilla apoyada en las manos, miraban los discos situados sobre la carta de navegación.

—¿Conoce el código de colores? —preguntó Borowitz en voz muy baja.

Dragosani hizo un gesto negativo.

—Verde para los franceses, azul para los americanos. ¿Sabe lo que están haciendo?

—Sitúan en la carta a los submarinos, y trazan su derrotero —respondió Dragosani bajando la voz.

—A los submarinos atómicos —lo corrigió Borowitz—. Una parte de las llamadas «armas nucleares disuasorias» de Occidente. ¿Y sabe cómo lo hacen?

Dragosani hizo otra vez un gesto de negación y aventuró una hipótesis.

—Telepatía, supongo.

Borowitz alzó sus pobladas cejas.

—¿Así de simple? ¿Así que usted es un experto en telepatía, Dragosani? ¿Es una de sus muchas habilidades?

«Sí, viejo cabrón —hubiera querido decirle Dragosani—. Sí, y si quisiera ahora mismo me comunicaría con un telépata que te haría caer de espaldas. Y no necesito "seguir su derrotero", porque sé que no va a ninguna parte.» Pero en voz alta sólo dijo:

—Sé tanto de telepatía como ellos de nigromancia. No podría sentarme como ellos, contemplar las cartas de navegación, y decirle a usted dónde están o a dónde se dirigen los submarinos asesinos. Pero ellos tampoco pueden abrir el cadáver de un agente enemigo y chupar sus secretos de entre sus tripas. Cada uno tiene sus habilidades y sus méritos, camarada general.

Mientras Dragosani hablaba, uno de los agentes dio un respingo, se puso de pie y fue hasta una pantalla donde se veía una perspectiva aérea del Mediterráneo obtenida mediante uno de los satélites soviéticos. Italia estaba cubierta de nubes y el Egeo estaba brumoso, pero el resto de la fotografía presentaba cielos despejados. El agente manipuló un teclado que había en la base de la pantalla, y un círculo luminoso verde que indicaba la situación del submarino al este de Malta comenzó a parpadear. El agente apretó otras teclas, y Borowitz dijo:

—Ese submarino gabacho ha cambiado de derrotero. Nuestro agente está introduciendo las coordenadas del nuevo rumbo en el ordenador. El hombre no es muy exacto, pero de todos modos tendremos la confirmación de nuestros satélites en una hora, aproximadamente. El caso es que tuvimos la información primero. Estos hombres son dos de nuestros mejores agentes.

—Pero sólo uno de ellos advirtió el cambio de rumbo —comentó Dragosani—. ¿Qué pasó con el otro?

—¿Ve como no lo sabe todo, Dragosani? El que advirtió el cambio no es telépata. Sólo es un «sensitivo»… sensible a la actividad nuclear. Conoce la situación de todas las centrales nucleares y depósitos de residuos radiactivos, de todas las bombas atómicas, misiles y depósitos de proyectiles, y de todos los submarinos atómicos del mundo… con una sola e importante excepción. Y ya hablaré de eso dentro de un minuto. Pero en la mente de ese hombre hay un mapa «nuclear» del mundo, que él puede leer con tanta precisión como el de las calles de Moscú. Y si algo se mueve en su mapa, es un submarino, o los americanos que cambian sus misiles de lugar. Y si algo comenzara a moverse muy rápidamente hacia nosotros… —Borowitz hizo una pausa efectista, y continuó después de un instante—: el telépata es el otro. Ahora él se concentrará sólo en ese submarino, verá si puede introducirse en la mente de sus navegantes, y si hay algún error en el derrotero que su compañero ha trazado en la pantalla, intentará corregirlo. Esos dos agentes van mejorando día a día. La práctica los volverá infalibles.

Si Dragosani estaba impresionado, su expresión no lo dejó traslucir. Borowitz soltó un bufido y se dirigió hacia la puerta.

—Continuemos —dijo—. Vamos a ver algo más.

Dragosani lo siguió al pasillo.

—¿Qué sucede, camarada general? —preguntó—. ¿Por qué me instruye con tanto detalle?

Borowitz se volvió para mirarlo.

—Si usted conoce plenamente lo que tenemos aquí, Dragosani, estará en mejores condiciones para valorar la organización que ellos
quizá
tengan en Inglaterra. Y subrayo el «quizá». O lo subrayaba hasta hoy…

De repente, el general cogió a Dragosani por los brazos, impidiéndole moverse, mientras decía:

—Dragosani, en los últimos dieciocho meses no hemos visto ningún submarino británico Polaris en esas pantallas. No sabemos a donde van ni lo que hacen. Tienen una buena barrera protectora, y por eso nuestros satélites no pueden detectarlos. Pero ¿por qué tampoco puede nuestro sensitivo, o nuestros telépatas?

Dragosani se encogió de hombros, pero no de una manera que pudiera ser ofensiva. También él estaba verdaderamente perplejo, como su superior.

—Dígamelo usted —replicó.

Borowitz lo soltó.

—¿Y si los británicos tienen en su Organización E agentes PES que pueden anular a nuestros muchachos de la misma manera que se puede interferir un teléfono?

—¿Usted piensa que quizá sucede algo así?

—Pues sí, lo creo. Eso explicaría muchas cosas. En cuanto a por qué de repente comencé a preocuparme por todo esto, debo decirle que he recibido una carta de un viejo amigo que está en Inglaterra. Cuando volvamos arriba se lo contaré con todo detalle, pero ahora déjeme que le presente a un nuevo miembro de nuestro pequeño equipo. Creo que lo encontrará muy interesante.

Dragosani suspiró para sus adentros. Su jefe llegaría por fin al meollo del asunto, el nigromante lo sabía, pero también sabía que Borowitz era sumamente retorcido en todo lo que hacía… Así pues, lo mejor era tranquilizarse, sufrir en silencio, y dejar que las cosas sucedieran al ritmo que les marcaba Borowitz.

Dragosani siguió al general a una celda bastante más grande que la última que habían visitado. Hacía poco más de una semana aquello había sido una despensa, pero en la actualidad habían cambiado unas cuantas cosas. Para empezar, la habitación era mucho más ventilada y clara que antes; en el muro más lejano habían construido ventanas que daban al exterior del
château
. También habían instalado un buen sistema de aire acondicionado. En un costado, en una especie de antecámara, había instalado una especie de sala de operaciones, similar a las utilizadas por los veterinarios. En los muros de ambas habitaciones había estanterías de metal con hileras de pequeñas agujas que alojaban ratones blancos y ratas, pájaros, y hasta un par de hurones.

Un hombre de poco más de un metro sesenta, vestido con una blusa blanca, iba de jaula en jaula, riendo y hablando con los animales, y tocándolos a través de los barrotes con sus cortos dedos. Cuando Dragosani y Borowitz entraron en la habitación, se volvió para mirarlos. El hombre tenía los ojos rasgados, y la tez de un moreno levemente amarillento. Tenía una fuerte mandíbula, pero aun así se las arreglaba para parecer jovial; cuando sonrió, toda la cara se le llenó de arrugas y sus ojos verdes chispearon como iluminados por una luz interior. Se inclinó en una reverencia, primero ante Borowitz y luego ante Dragosani, y cuando lo hizo, el anillo de cabello castaño y volandero que rodeaba la tonsura de la parte superior de su cabeza pareció un halo que se hubiera deslizado levemente de la posición correcta. Dragosani pensó que aquel individuo tenía algo monástico; le hubieran sentado muy bien una sandalias y una sotana.

—Dragosani —dijo Borowitz—, le presento a Max Batu, que dice descender de los grandes kanes.

Dragosani le tendió la mano.

—Un mongol —dijo—. Supongo que todos descienden de los kanes.

—En mi caso puedo demostrarlo, camarada Dragosani —dijo Batu con voz suave como la seda—. Los kanes tuvieron muchos hijos bastardos. Para evitar las disputas por el poder, concedieron a esos hijos ilegítimos riqueza, pero no posición, poder o rango. Y sin rango no podían aspirar al trono. Tampoco se les permitía casarse. Y si de todas maneras se las arreglaban para tener descendientes, éstos sufrían las mismas limitaciones. Y estas normas fueron obedecidas de generación en generación. Cuando yo nací los mongoles aún obedecían las antiguas leyes. Mi abuelo era bastardo, también mi padre, y yo. Cuando tenga un hijo, él también será un bastardo. Sí, pero hay más cosas en mi linaje. Entre los bastardos de los kanes hubo grandes shamanes. Esos viejos magos eran muy sabios, y podían hacer muchas cosas —Batu se encogió de hombros—. Yo no soy muy sabio, aunque me han dicho que soy más inteligente que otros de mi raza, pero hay ciertas cosas que puedo hacer…

—Max tiene un cociente intelectual muy alto —dijo Borowitz con su sonrisa lobuna—. Fue educado en Omsk, luego decidió abandonar la civilización y volvió a Mongolia a apacentar cabras. Pero tuvo una discusión con un vecino celoso, y lo mató.

—Me acusó de hechizar a sus cabras —explicó Batu— para que murieran. Es cierto que podría haberlo hecho, pero no lo hice. Se lo dije, pero me acusó de ser un mentiroso. Y eso, en mi tierra, es un insulto muy serio, de modo que lo maté.

Dragosani se contuvo para no sonreír. No podía imaginarse a ese tipejo matando a nadie.

—Sí —dijo Borowitz—. Yo he leído acerca del asunto y me interesaron las características del asesinato; el método utilizado por Max.

—¿Su método? —Dragosani estaba divirtiéndose mucho— ¿Amenazó a su vecino, y éste se murió de risa? ¿Fue así como sucedió?

—No, camarada Dragosani —respondió Batu, con una sonrisa que permitía ver sus dientes amarillos como el marfil—, no sucedió de esa manera. Pero su sugerencia es muy, muy divertida.

—Max puede hacer mal de ojo, Boris —dijo Borowitz. El uso del nombre propio habitualmente era una advertencia para Dragosani de que algo desagradable estaba por suceder. En la mente de Dragosani sonó un timbre de alarma, pero no fue lo bastante fuerte.

—¿Mal de ojo? —preguntó Dragosani, haciendo un esfuerzo por parecer serio, y hasta arrugó el entrecejo mirando al pequeño mongol.

—En efecto —dijo Borowitz—. Puede hacerlo con esos ojos verdes que tiene. ¿Ha visto alguna vez un verde así, Boris? Son puro veneno, créame. Yo intervine en el juicio, claro está. Max no fue sentenciado, y en cambio vino con nosotros. A su manera, es tan único como usted. —Borowitz se dirigió al mongol—: ¿Puede hacerle una demostración al camarada Dragosani?

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