Read El prisionero del cielo Online
Authors: Carlos Ruiz Zafón
Fermín negó.
—¿Es ése el título del libro que está escribiendo?
—Eso dice Bebo. Por lo que él ha podido entender de lo que le cuenta Martín y de lo que le oye decir en voz alta, suena como si fuese una especie de autobiografía o una confesión… Si quiere saber mi opinión, Martín se ha dado cuenta de que está perdiendo el juicio y antes de que sea demasiado tarde está intentando poner en papel lo que recuerda. Es como si se estuviese escribiendo una carta a sí mismo para saber quién es…
—¿Y qué pasará cuando Valls descubra que no ha hecho caso de sus órdenes?
El abogado Brians le devolvió una mirada fúnebre.
C
uando dejó de llover rondaba la medianoche. Desde el ático del abogado Brians, Barcelona ofrecía un aspecto inhóspito bajo un cielo de nubes bajas que se arrastraban sobre los tejados.
—¿Tiene adónde ir, Fermín? —preguntó Brians.
—Tengo una oferta tentadora para instalarme de concubino y guardaespaldas de una moza un tanto ligera de cascos pero de buen corazón y una carrocería que quita el hipo, pero no me veo yo en el papel de mantenido ni aunque sea a los pies de la Venus de Jerez.
—No me acaba de gustar la idea de que esté usted en la calle, Fermín. Es peligroso. Se puede quedar aquí el tiempo que quiera.
Fermín miró alrededor.
—Ya sé que no es el hotel Colón, pero tengo una cama abatible ahí detrás, no ronco y, la verdad, agradecería la compañía.
—¿No tiene usted novia?
—Mi novia era la hija del socio fundador del bufete del que Valls y compañía consiguieron que me despidieran.
—Esta historia de Martín la está usted pagando cara. Voto de castidad y de pobreza.
Brians sonrió.
—Deme una causa perdida y yo soy feliz.
—Pues mire, le voy a tomar la palabra. Pero sólo si me permite ayudar y contribuir. Puedo limpiar, ordenar, mecanografiar, cocinar, ofrecerle asesoría y servicios de detección y vigilancia, y si en un momento de flaqueza se ve usted en un brete y necesita aflojar la presión, a través de mi amiga la Rociíto estoy seguro de que le puedo facilitar los servicios de una profesional que lo deje a usted nuevo, que en los años jóvenes hay que vigilar que una sobreacumulación de efluvios seminales se le suban a la cabeza, porque luego es peor.
Brians le tendió la mano.
—Trato hecho. Queda usted contratado como pasante adjunto al bufete de Brians y Brians, el defensor de los insolventes.
—Como me llamo Fermín que antes de que acabe la semana le he conseguido a usted un cliente de los que pagan en metálico y por adelantado.
Fue así como Fermín Romero de Torres se instaló temporalmente en el minúsculo despacho del abogado Brians, donde empezó por reordenar, limpiar y poner al día todos los dossiers, carpetas y casos abiertos. En un par de días el despacho parecía haber triplicado su superficie merced a las artes de Fermín, que lo había dejado como una patena. Fermín pasaba la mayor parte del día allí encerrado, pero destinaba un par de horas a expediciones varias de las que regresaba con puñados de flores sustraídas del vestíbulo del teatro Tívoli, algo de café, que conseguía camelándose a una camarera del bar de abajo, y finos artículos del colmado Quílez que anotaba en la cuenta del bufete que había despachado a Brians y del que Fermín se había presentado como nuevo chico de los recados.
—Fermín, este jamón está de miedo, ¿de dónde lo ha sacado?
—Pruebe el manchego, que verá la luz.
Durante las mañanas revisaba todos los casos de Brians y pasaba a limpio sus notas. Por las tardes cogía el teléfono y, a golpe de listín, se lanzaba a la búsqueda de clientes de presumible solvencia. Cuando olfateaba posibilidades, procedía a rematar la llamada con una visita a domicilio. De un total de cincuenta llamadas a comercios, profesionales y particulares del barrio, diez se convirtieron en visitas y tres en nuevos clientes para Brians.
El primero era una viuda en litigio con una compañía de seguros que se negaba a pagar por la defunción de su marido, argumentando que el paro cardíaco que le había sobrevenido tras una comilona de langostinos en Las Siete Puertas era un caso de suicidio no contemplado en la póliza. El segundo, un taxidermista al que un torero retirado le había llevado el miura de quinientos kilos que había terminado con su carrera en los ruedos y que, una vez disecado, el diestro se negó a recoger y a pagar porque, según él, los ojos de cristal que le había colocado el taxidermista le conferían un aire endemoniado que lo había hecho salir corriendo del establecimiento al grito de «¡lagarto, lagarto!». Y el tercero, un sastre de la ronda San Pedro al que un dentista sin título le había extraído cinco molares, ninguno de ellos cariado. Eran casos de poca monta, pero todos los clientes habían abonado un retente y firmado un contrato.
—Fermín, le voy a poner un sueldo fijo.
—Ni hablar.
Fermín se negó a aceptar emolumento alguno por sus buenos oficios excepto pequeños préstamos ocasionales con los que los domingos por la tarde se llevaba a la Rociíto al cine, a bailar a La Paloma o al parque del Tibidabo, donde en la casa de los espejos la joven le dejó un chupetón en el cuello que le escoció una semana y donde, aprovechando un día en que eran los dos únicos pasajeros en el avión de falsete que sobrevolaba en círculos el cielo en miniatura de Barcelona, Fermín recuperó el pleno ejercicio y goce de su hombría tras una larga temporada alejado de los escenarios del amor apresurado.
Un día, magreando las beldades de la Rociíto en lo alto de la noria del parque, Fermín se dijo que casi parecía que aquéllos, contra todo pronóstico, estaban resultando ser buenos tiempos. Y le entró el miedo, porque sabía que no podían durar y que aquellas gotas de paz y felicidad robadas se evaporarían antes que la juventud de la carne y los ojos de la Rociíto.
A
quella misma noche se sentó en el despacho a esperar a que Brians volviese de sus rondas por tribunales, oficinas, procuradurías, prisiones y los mil y un besamanos que tenía que sufrir para obtener información. Eran casi las once de la noche cuando oyó los pasos del joven abogado aproximarse por el corredor. Le abrió la puerta y Brians entró arrastrando los pies y el alma, más derrotado que nunca. Se dejó caer en un rincón y se llevó las manos a la cabeza.
—¿Qué ha pasado, Brians?
—Vengo del castillo.
—¿Buenas noticias?
—Valls se ha negado a recibirme. Me han tenido cuatro horas esperando y luego me han dicho que me fuera. Me han retirado el permiso de visitas y la autorización para entrar en el recinto.
—¿Le han dejado ver a Martín?
Brians negó.
—No estaba allí.
Fermín lo miró sin comprender. Brians permaneció en silencio unos instantes buscando las palabras.
—Cuando me iba Bebo me ha seguido y me ha contado lo que sabía. Sucedió hace dos semanas. Martín había estado escribiendo como un poseso, día y noche, sin apenas parar para dormir. Valls se olía algo raro y ordenó a Bebo que confiscase las páginas que Martín llevaba hasta entonces. Hicieron falta tres centinelas para inmovilizarlo y arrancarle el manuscrito. Había escrito más de quinientas páginas en menos de dos meses.
Bebo se las entregó a Valls y cuando éste empezó a leer parece ser que montó en cólera.
—No era lo que esperaba, imagino…
Brians negó.
—Valls estuvo leyendo toda la noche y a la mañana siguiente subió a la torre escoltado por cuatro de sus hombres. Hizo que esposaran a Martín de pies y manos y luego entró en la celda. Bebo estaba escuchando por la ranura de la puerta de la celda y oyó parte de la conversación. Valls estaba furioso. Le dijo que estaba muy decepcionado con él, que le había entregado las semillas de una obra maestra y que él, ingrato, en vez de seguir sus instrucciones había empezado a escribir aquel disparate que no tenía ni pies ni cabeza. «Éste no es el libro que esperaba de usted, Martín», no paraba de repetir Valls.
—¿Y qué decía Martín?
—Nada. Lo ignoraba. Como si no estuviera allí. Lo cual ponía a Valls más y más furioso. Bebo oyó como abofeteaba y golpeaba a Martín, pero éste no dejó escapar ni un lamento. Cuando Valls se cansó de pegarle e insultarle sin conseguir que Martín ni se molestase en dirigirle la palabra, dice Bebo que Valls sacó una carta que llevaba en el bolsillo, una carta que el señor Sempere había enviado a su nombre meses atrás y que había sido confiscada. Dentro de esa carta había una nota que Isabella había escrito para Martín en su lecho de muerte…
—Hijo de perra…
—Valls lo dejó allí, encerrado con aquella carta porque sabía que nada le iba a hacer más daño que saber que Isabella había muerto… Dice Bebo que cuando Valls se fue y Martín leyó la carta empezó a gritar, y que estuvo chillando toda la noche y golpeando los muros y la puerta de hierro con las manos y la cabeza…
Brians levantó la mirada y Fermín se arrodilló frente a él y le colocó la mano en el hombro.
—¿Está usted bien, Brians?
—Yo soy su abogado —dijo con voz trémula—. Se supone que es mi deber protegerlo y sacarlo de ahí…
—Ha hecho usted todo lo que ha podido, Brians. Y Martín lo sabe.
Brians negó por lo bajo.
—No acaba ahí la cosa —dijo—. Bebo me ha contado que como Valls prohibió que le entregasen más papel y tinta, Martín empezó a escribir en el dorso de las páginas que le había tirado a la cara. A falta de tinta se hacía cortes en las manos y en los brazos y utilizaba su sangre…
»Bebo intentaba hablar con él, calmarle… No le aceptaba ya ni cigarrillos ni los terrones de azúcar que tanto le gustaban… Ni siquiera reconocía su presencia. Bebo cree que al recibir la noticia de la muerte de Isabella, Martín perdió ya totalmente el juicio y vivía en el infierno que había construido en su mente… Por las noches gritaba y todo el mundo le podía oír. Empezaron a correr rumores entre los visitantes, los presos y el personal de la prisión. Valls se estaba poniendo nervioso. Finalmente, ordenó a dos de sus pistoleros que se lo llevaran una noche…
Fermín tragó saliva.
—¿Adónde?
—Bebo no está seguro. Por lo que él pudo oír cree que a un caserón abandonado que hay junto al parque Güell…, un lugar en el que parece que durante la guerra ya mataron a más de uno y de dos, y a los que luego enterraron en el jardín… Cuando los pistoleros regresaron le dijeron a Valls que todo estaba solucionado, pero me dijo Bebo que aquella misma noche los oyó hablar entre ellos y que no las tenían todas consigo. Algo había pasado en la casa. Parece que había alguien más allí.
—¿Alguien?
Brians se encogió de hombros.
—¿Entonces David Martín está vivo?
—No lo sé, Fermín. Nadie lo sabe.
Barcelona, 1957
F
ermín hablaba con un hilo de voz y la mirada abatida. Conjurar aquellos recuerdos parecía haberle dejado exánime y a duras penas se sostenía en la silla. Le serví un último vaso de vino y lo observé secarse las lágrimas con las manos. Le tendí una servilleta pero la ignoró. El resto de los parroquianos de Can Lluís se había ido a casa hacía ya rato y supuse que debía de pasar de la medianoche, pero nadie nos había querido decir nada y nos habían dejado tranquilos en el comedor. Fermín me miraba exhausto, como si desvelar aquellos secretos que había guardado durante tantos años le hubiese arrancado hasta la voluntad de vivir.
—Fermín…
—Ya sé lo que va a preguntarme. La respuesta es no.
—Fermín, ¿David Martín es mi padre?
Fermín me miró con severidad.
—Su padre es el señor Sempere, Daniel. Eso no lo dude usted nunca. Nunca.
Asentí. Fermín se quedó anclado en la silla, ausente, con la mirada perdida en ningún lugar.
—¿Y de usted, Fermín? ¿Qué fue de usted?
Fermín tardó en responder, como si aquella parte de la historia no tuviese importancia alguna.
—Volví a la calle. No me podía quedar allí, con Brians. Ni podía estar con la Rociíto. Ni con nadie…
Fermín dejó su relato varado y yo lo retomé por él.
—Volvió a la calle, un mendigo sin nombre, sin nadie ni nada en el mundo, un hombre al que todos tomaban por loco y que hubiera querido morirse si no hubiera sido porque había hecho una promesa…
—Le había prometido a Martín que cuidaría de Isabella y de su hijo…, de usted. Pero fui un cobarde, Daniel. Estuve tanto tiempo escondido, tuve tanto miedo de volver que cuando lo hice su madre ya no estaba allí…
—¿Por eso lo encontré aquella noche en la plaza Real? ¿No fue una casualidad? ¿Cuánto tiempo llevaba usted siguiéndome?
—Meses. Años…
Lo imaginé siguiéndome de niño cuando iba al colegio, cuando jugaba en el parque de la Ciudadela, cuando me detenía con mi padre en aquel escaparate a contemplar la pluma que creía a pies juntillas que había pertenecido a Víctor Hugo, cuando me sentaba en la plaza Real a leer para Clara y a acariciarla con los ojos cuando creía que nadie me veía. Un mendigo, una sombra, una figura en la que nadie reparaba y que las miradas evitaban. Fermín, mi protector y mi amigo.
—¿Y por qué no me contó la verdad años después?
—Al principio quería hacerlo, pero luego me di cuenta de que le haría más daño que bien. Que nada podía cambiar el pasado. Decidí ocultarle la verdad porque pensaba que era mejor que se pareciese usted a su padre y menos a mí.
Nos sumimos en un largo silencio en el que intercambiamos miradas a hurtadillas, sin saber qué decir.
—¿Dónde está Valls? —pregunté al fin.
—Ni se le ocurra —cortó Fermín.
—¿Dónde está ahora? —pregunté de nuevo—. Si no me lo dice usted, lo averiguaré yo.
—¿Y qué hará? ¿Se presentará en su casa para matarle?
—¿Por qué no?
Fermín rió con amargura.
—Porque tiene usted una mujer y un hijo, porque tiene usted una vida y gente que le quiere y a quien querer, porque lo tiene usted todo, Daniel.
—Todo menos a mi madre.
—La venganza no le devolverá a su madre, Daniel.
—Eso es muy fácil de decir. Nadie asesinó a la suya…
Fermín iba a decir algo, pero se mordió la lengua.
—¿Por qué cree que su padre nunca le habló de la guerra, Daniel? ¿Acaso cree que él no se imagina lo que pasó?
—Si es así, ¿por qué se calló? ¿Por qué no hizo nada?
—Por usted, Daniel. Por usted. Su padre, al igual que mucha gente a la que le tocó vivir aquellos años se lo tragaron todo y se callaron. Porque no tuvieron más narices. De todos los bandos y de todos los colores. Se los cruza usted por la calle todos los días y ni los ve. Se han podrido en vida todos estos años con ese dolor dentro para que usted y otros como usted pudiesen vivir. No se le ocurra juzgar a su padre. No tiene usted derecho.